"Demasiado
pronto en la vida me di cuenta de que ya era demasiado tarde". Así
comienza Marguerite Duras El amante y así nos sentimos muchos
cuando, con una edad, comprendemos que ya es tarde para muchas cosas: para
escuchar a nuestros mayores, para conocer sus vidas, para saber qué
ocurrió en nuestro propio país antes de que nosotros naciéramos o
cuando todavía no teníamos edad para entenderlo... Algo que a todos nos
ha sucedido, si bien que a muchas personas no parezca importarles
demasiado.
A vueltas con la
memoria histórica, que es como ha dado en llamarse, transgrediendo toda lógica
lingüística (toda memoria es histórica, en uno u otro sentido), la que
atañe a nuestra Guerra Civil y nuestra posguerra, uno siente que la frase
de Duras es más profunda de lo que parece. Porque, efectivamente, si casi
siempre es tarde para casi todo, mucho más lo será para conocer la
historia de unos años y unos hechos cuyos protagonistas ya han
desaparecido en su mayoría. Asunto éste demasiado grave, por cuanto,
mientras vivieron entre nosotros, se les silenció o calló o nadie les
hizo caso. Da igual que fueran famosos o anónimos ciudadanos.
Como tantas veces se
ha dicho, durante la dictadura, en España la memoria se acalló,
suplantada por la versión oficial, que poco o nada tenía que ver con lo
sucedido. Treinta y seis años a los que habría que sumar otros quince o
veinte -los de la transición política- en los que la memoria sufrió
otra cancelación diferente, pero no menos efectiva, como fue la de su
inconveniencia. Acertadamente o no, en aras de la reconciliación histórica
y apelando a los peligros que podía suponer cualquier actitud contraria,
se perpetuó el silencio, al menos oficialmente, ahora en forma de
desmemoria. Lo que, como todos sabemos, significó una gran decepción
para muchos que llevaban años y años esperando a poder hablar. Lo peor
de todo ello fue, no obstante, que, por razones biológicas que a nadie se
le escaparán, esos años coincidieron con el final de muchos
protagonistas de la Guerra Civil y de la posguerra. De esa forma, se perdió
un gran caudal de memoria indispensable para los historiadores, pero también
para las demás personas. Porque todos somos hijos de nuestros padres y,
si nuestros padres mueren sin que nosotros conozcamos sus historias de
verdad, mal podremos saber de dónde venimos, que es algo tan necesario
para poder vivir normalmente. A pesar de que mucha gente se obstine en lo
contrario, bien sea por conveniencia o por acomodamiento.
Cuando, en la
introducción a su estudio sobre la Guerra Civil y el franquismo en la
novela española de la democracia (todavía sin publicar en España), la
finlandesa Elina Liikanen utiliza el término posmemoria (tomado,
al parecer, de Marianne Hirsch, quien lo aplicó sobre todo a la fotografía,
a retratos familiares relacionados con el Holocausto), está poniendo el
dedo en la llaga de una cuestión que aquí nadie se atreve a abordar
directamente. Y que no es otra que, mientras discutimos sobre la
oportunidad o no de la llamada Ley de la Memoria Histórica que está
estudiando el Gobierno, mientras nos enredamos en larguísimos debates
sobre la conveniencia o no de revisar nuestra guerra y nuestra posguerra,
mientras nos dedicamos, en fin, a discutir qué es la memoria histórica y
si es correcta o no la expresión lingüística (discusión que encubre
muchas veces la resistencia de algunos a que se conozca nuestro pasado
reciente), nadie se atreve a decir que tales discusiones son inútiles, no
por su contenido, sino porque el tiempo de la memoria ya se ha pasado.
Ahora es el tiempo de la posmemoria, que es la que nos corresponde
a quienes,
como la mayoría de
los españoles vivos, conocimos la guerra y la posguerra a través de
nuestros antepasados; o sea, tenemos una memoria de esas dos épocas
modificada por el distanciamiento. Y es que, como dice Elina Liikanen,
"la transmisión de la memoria de una generación a otra implica
inevitablemente una transformación, ya que la persona que se apropia de
esa memoria la completa y transforma mediante su imaginación".
Así pues, oponer
resistencia al ejercicio de esa memoria heredada, como ocurre todavía
entre nosotros, no sólo es una injusticia, sino que constituye un absurdo
técnico. Injusticia por lo que supone de negarles el derecho a recordar a
unas personas que lo único que quieren es que se sepa lo que ocurrió de
verdad, ni siquiera que se pidan responsabilidades a los supervivientes, y
absurdo por cuanto lo que se rechaza no es la memoria de éstos,
desaparecida ya o simplemente testimonial por desgracia, sino la de sus
herederos, que somos todos, vengamos de donde vengamos y pensemos como
pensemos.
Que en nuestro país
haya habido un conflicto con la memoria propiciado por las circunstancias
políticas que se prolongó en el tiempo más de lo que sería normal no
significa que pueda prolongarse eternamente ni, mucho menos, que se vaya a
arreglar por la vía de ocultarlo. Las heridas nunca curan por sí solas y
la memoria, al final, se abre paso como el agua, como demuestra la
experiencia histórica. Así pues, se equivocan quienes pretenden, por las
razones que sean, incluso sin razón alguna, que la Guerra Civil y la
posguerra sean un limbo en nuestra memoria, una página sin escribir en
los libros de texto de los colegios, porque, primero, tarde o temprano
alguien la rellenará, y no siempre para bien, como ya está sucediendo
ahora, y, segundo, porque ninguna sociedad puede mirar tranquilamente al
futuro sin conocer cuál fue su pasado.
Si los alemanes y
los judíos lo han hecho ya, si los rusos del poscomunismo lo están
haciendo también ahora, si hasta los argentinos o los chilenos revisan
sus dictaduras a pesar de su proximidad histórica, no se entiende por qué
los españoles nos enfrentamos aún a la hora de hablar de una época que,
al fin y al cabo, pasó ya hace muchos años y que casi ninguno de los que
vivimos vivió en directo.
Como no sea -y eso
sería lo más terrible- que, como dicen algunos, la guerra aún no ha
terminado y se prolonga precisamente a través de la memoria de la gente,
aunque ésta sea ya una memoria heredada y transformada por la imaginación.