La
memoria infiel y los tiranos
Gregorio
Morán
La
Vanguardia 14 de
Mayo de 2005
Nosotros tenemos un
problema con la historia. No sólo mi generación sino también los hijos de mi
generación. Porque nosotros no sólo no matamos al padre, como cualquier
generación que se precie, dicho sea en cruel metáfora freudiana, sino que lo
justificamos, e incluso, últimamente, lo ensalzamos. Nuestros padres fueron
fascistas españoles, es decir, franquistas. Y los que no fueron franquistas,
fueron colaboracionistas. Y los que no fueron fascistas españoles ni patriotas
colaboracionistas, ejercieron de resistentes y entonces sufrieron la represión
o la cárcel. No hay vuelta de hoja. Así son las cosas. No existe tercera vía,
ni los que se marcharon al exilio y volvieron de tapadillo e hicieron negocietes
o sobrevivieron, ni el criptoantifranquismo taciturno que los nietos posmodernos
se han inventado, ni la derrota de Catalunya y la de Euskadi como justificación
para el acomodamiento. Escuchar Radio París o la Pirenaica por las noches no
era un ejercicio de resistencia sino un paliativo. Aquí perdió la II República
Española. Y mientras no se subraye esta evidencia, que apenas si es
comprensible en los libros de historia que estudiaron nuestros hijos, ¡y no
quiero pensar los que estudiarán nuestros nietos!, podemos asistir a ejercicios
surrealistas, como la exigencia de los espurios herederos del nacionalismo vasco
y catalán que pactó con el fascismo, exigiendo al Partido Socialista en el
Gobierno que les pida perdón en nombre de España.
A ver si nos aclaramos y explicamos a la gente la realidad de las cosas. Cuando
J. J. Linz, eminente sociólogo -¿quién que es alguien en la sociología española
no consiguió una beca en Estados Unidos sin la benevolencia de Linz?-, se
inventó la teoría del franquismo como régimen autoritario y no totalitario,
nadie pudo resistirse a su encanto. ¿Por qué fascinó la teoría de Linz y fue
adoptada como canónica? Cubría toda la mala conciencia y sacaba a nuestros
progenitores de la sombra de Nüremberg.
Nada casualmente, Juan José Linz Storch de Gracia procedía de una familia de
inequívocas connotaciones totalitarias, de padre alemán y madre española
dirigente de Falange en sus años más vinculados a las Juventudes
Nacionalsocialistas germanas. Gracias a su peculiar teoría, de gran éxito académico
en España y fuera de ella, explicó a sus comilitones, rebotados ya de la
dictadura, que sus papás y sus mamás no habían sido totalitarios, sino católicos
fervientes, chapados a la antigua y un poco inclinados al autoritarismo. El
franquismo en España tuvo nombres, no ejercía el poder como la palomita del
Espíritu Santo.
La novedosa invención de una resistencia silenciosa me parece un
hallazgo digno de herederos de la desvergüenza.
Hacer el elogio, no del talento, lo cual siempre disculpa algunas cosas, sino
del cinismo, la cobardía y la complicidad con quien ejercía la represión, o
colaboraba en ella a partir de su silencioso asentimiento; aunque luego por las
noches se recogía y rezaba escuchando la BBC al tiempo que maldecía al Régimen
por sus excesos. Soy inequívocamente germanófilo -ya sé que no se estila-,
pero el brutal ejercicio de memoria al que se sometió lo mejor de las
generaciones de posguerra en Alemania impresiona por su valor y su autenticidad.
Por eso y por otras muchas cosas hago el elogio de Alemania siguiendo aquel
principio de Ortega y Gasset de que los alemanes son un pueblo excesivo, tanto
para el bien como para el mal. Detesto la doblez de esa clase media española
que quitó de la peana a su muerto por Dios y por la Patria e instaló allí, a
partir de 1977, al héroe de la República que tenían escondido en la familia.
Todos guardamos en nuestro interior algo de la curiosa historia del vizconde demediado
que contó Italo Calvino. Somos personajes divididos entre una parte
vencedora y otra parte vencida. Y no todos, porque algunos ni eso; a lo más,
una parte era falangista y la otra carlista. Llamar a esto liberales
silenciosos es un sarcasmo.
¿Alguna vez alguien en este país nuestro se ha preguntado por qué no hay ni
una sola historia de hijo de franquista notorio sobre su padre? No conozco ni
una. Ni siquiera aquel joven temerario cuyo nombre hoy nadie recuerda y que
dramatizó el autor francés Armand Gatti. Me refiero a Daniel Lacalle, un
nombre que debería ser pronunciado con algo más que respeto, con unción,
porque siendo hijo de un ministro de Franco y en ejercicio, osó romper la línea
infranqueable y pasarse al otro bando, hasta la cárcel y la calumnia. Hoy,
cuando muchos hijos de los fascistas que he conocido, y son muchos, disculpan,
justifican o literalmente tergiversan con impunidad la responsabilidad criminal
de sus padres, la actitud de ese hombre, aún vivo y un tanto olvidado, merecería
un homenaje.
¡Qué emoción la de los filisteos-unidos-jamás-serán-vencidos ante la película
El hundimiento! ¡Qué impune desvergüenza! ¿Pero nadie ve a su propio
familiar allí entre los extras? Yo no viví el 45, pero los que lo sufrieron en
España recordarán, por más falsarios que sean, lo que sus padres vencedores
de la guerra civil les dijeron en aquel demoledor momento de su historia. No
olvidaré nunca aquello que me contó un prestigioso intelectual de la
resistencia antifranquista, nada silenciosa sino carcelaria, cuando en un alarde
de sinceridad me confesó cómo sus padres le despertaron de madrugada a él y a
sus hermanos el 16 de diciembre de 1944 para anunciarles, a unos niños
dormidos, atónitos e ignorantes, que el Ejército del III Reich había iniciado
al fin la ofensiva de las Ardenas.
Cuando los talentos intelectuales de este país miserable, me refiero a España
porque en esto no hay excepciones, se hacen cruces y exégesis sobre el
impecable filme alemán El hundimiento, no hay ni un ápice de vergüenza,
que es lo primero que deberíamos sentir, en vez de enseñorearnos sobre la
verosimilitud y la fidelidad de los guionistas germanos. Nosotros no podríamos
hacer algo similar a un filme así por varias razones. La primera es porque aquí
no hubo hundimiento y a lo más que llegaríamos sería a ponernos de
acuerdo en el término agonía de Franco. ¿Y luego? ¿Cómo ponemos al
Viejo Criminal? ¿Como un buen cristiano que entraba bajo palio en iglesias y
monasterios? ¿Seríamos capaces de representarle entrando en Montserrat y en
Poblet y en las catedrales de Toledo y de Sevilla y demás orbe hispánico, sin
que los obispos, fieros en su reconquistada soberbia, se echaran al monte y
hablaran de totalitarismo mediático? Y las figuras de su entorno ¿cómo las
ponemos?, ¿de frac o con el traje blanquinegro del Movimiento Nacional?
¿Entienden ustedes, sin mayores explicaciones, la imposibilidad del intento,
verdad? ¿Se han fijado en que la manera en que ha aparecido Franco en el cine
de la democracia es como chiste, como comedia? Quizá no haya condiciones para
hacer otra cosa. ¿Y saben por qué? Por algo tan obvio como esto: si no hemos
tenido el valor de retratar a nuestros padres, ¿cómo vamos a representar a los
tiranos?
Y todo este circunloquio era para venir a explicar una cosita que temo se nos
pase desapercibida. ¿Saben ustedes por qué Bush, y Chirac, y Schröder y otros
varios han ido a Moscú y a la Plaza Roja a contemplar el desfile del 60
aniversario de la victoria sobre el nazismo? Por algo que nosotros no podemos ni
imaginar porque estábamos en el lado de acá del búnker. Fueron porque más de
veinte millones de ciudadanos soviéticos dieron su vida, y sin saberlo
posiblemente, ¡qué importa eso en un soldado, seamos sinceros!, por nuestra
libertad. La guerra frente al nazismo se ganó en Rusia y eso ningún español
de posguerra debería olvidarlo. Cuando los sargentos Mijail Yegorov y Melitón
Kantaria subieron a la cúpula del Reichstag y colocaron la bandera roja con la
hoz y el martillo, millones de ciudadanos en el mundo sintieron aquel momento
como suyo: el nazismo había sido derrotado.
Y cuando despertaron el tirano seguía allí. Esa es la complejidad de un fenómeno
que hay que desentrañar, ¿cómo es posible que la tiranía estaliniana pueda
enmascararse en una manifestación de la más valiente libertad? Tenemos frágil
la memoria y poroso el caletre. ¿Acaso no festejamos en España el 2 de mayo de
1808 como el comienzo de la lucha por la independencia y la libertad? Pues tengo
a bien recordarles que el levantamiento del 2 de mayo contra Napoleón y los
franceses se produjo en defensa del que sería el más felón y criminal de los
monarcas españoles, Fernando VII.
Yo pensaba dedicar este artículo al fiscal nazi Franz Nüsslein, condenado en
Praga a veinte años de prisión por crímenes de guerra y que al salir de la cárcel
fue nombrado cónsul alemán en Barcelona, donde ejercería de 1962 a 1974. En
Alemania llevan meses debatiendo sobre este tipo, cuya necrológica oficial ha
provocado una crisis de Estado. Nosotros hemos de limitarnos a leer la magnífica
crónica del corresponsal Marc Bassets. ¿Lo entienden?