Uno de los más
eminentes juristas de la historia contemporánea, Gustav Radbruch, decía,
muy plásticamente, que una orden es una orden y eso está muy bien
para mantener la disciplina militar, pero un jurista no puede
conformarse con una máxima tan esquemática. La ley no es todo texto
escrito que figure en los periódicos oficiales de los diversos regímenes
que en el mundo han sido y que, por desgracia, todavía se perpetúan
en diversos lugares. Mantener esta postura le ocasionó al profesor
alemán la persecución del régimen nazi y su exilio en Oxford, donde
siguió dándonos lecciones sobre el papel de los juristas como
buscadores del equilibrio entre los valores irrenunciables del Estado
de derecho y los textos legales, más o menos rígidos, que contienen
las hemerotecas jurídicas.
Si la ley se
reduce a una tabla pétrea, promulgada por el que se arroga la
exclusividad de la razón y la representación de los ciudadanos, sin
tener en cuenta su origen y su contenido, debemos advertir que estos
rupestres argumentos fueron laminados de forma irrefutable en los
procesos de desnazificación que culminan en los tribunales de Núremberg
y, especialmente, en el juicio que inmortalizó la película de
Stanley Kramer Vencedores o vencidos (1961), sobre las condenas
impuestas a los altos responsables de la magistratura alemana que
aceptaron o miraron hacia otro lado ante leyes que constituían
verdaderos crímenes contra la humanidad. Si los fervientes seguidores
de la seguridad jurídica elevan su salvaguarda a la categoría de
dogma intocable, incluso ante un sistema penal brutalmente represivo,
deben llegar a sus últimas consecuencias y extender esta teoría a
toda clase de leyes, procedan de donde procedan y sea cual sea su
contenido.
Desbocados por
esa pendiente, tendrán que admitir que la esterilización de los
asociales y la solución final de Hitler que dio paso a las cámaras
de gas son el producto legal de la voluntad de los gobernantes,
imposibles de anular. Según las tesis que se escuchan últimamente,
tengo la sensación de que anular todas las decisiones amparadas en
estos monstruos legislativos afectaría, también, a la seguridad jurídica.
¿Se han tomado la molestia de repasar los bandos de guerra y las
normas posteriores que regulaban los consejos de guerra sumarísimos?
A la vista de
las posturas, públicamente insinuadas por altos responsables del
Gobierno sobre la imposibilidad de anular los consejos de guerra sumarísimos
del franquismo, se me ocurre plantear algunas cuestiones:
¿Se puede
mantener en la Europa comunitaria y en el mundo civilizado que un
proceso con jueces designados a dedo por su fidelidad al fascismo debe
ser respetado frente a las exigencias del Estado de derecho? ¿Pueden
sostener que se garantizaba un juicio justo y con todas las garantías,
el derecho de defensa y la igualdad de oportunidades entre el acusador
y el acusado? ¿Tenían la posibilidad de utilizar medios de prueba de
descargo? ¿Podían exigir que la sentencia razonase las causas por
las que se imponían, una tras otra, innumerables condenas de muerte?
¿Se puede afirmar que existía alguna vía para recurrir a un
tribunal superior que revisase la condena? ¿Se puede sustraer a la
opinión pública que la última instancia era el caudillo de España
que, como señor de la vida y de la muerte, confirmaba la ejecución o
la conmutaba por 30 años de reclusión?
Los que, desde
el anonimato, asesoran al Gobierno sobre la intangibilidad de estos
traumáticos e inasumibles sucesos del pasado tienen que exponer sus
argumentos. Las decisiones políticas no nos competen a los juristas,
pero, en mi opinión, existen alternativas más adecuadas a las
respuestas que está dando la comunidad internacional a los crímenes
de las dictaduras militares. En el debate jurídico, toda postura está
sometida a contradicción. Es posible que esté equivocado, pero el
horror y la ignominia que supone para una sociedad ignorar estos
planteamientos puede marcarnos para el futuro y perpetuar una aspiración
de todos los fascismos: que los ciudadanos sientan el temor de
expresar sus opiniones con libertad. Espero humildemente, y con la
promesa de admitir mis errores, que alguien sostenga, con argumentos
jurídicos, que no es posible anular los juicios sumarísimos de un régimen
totalitario.
Confío en que
no repitan la fundamentación que se asumió en algunas resoluciones
de la Sala de lo Militar del Tribunal Supremo y del propio Tribunal
Constitucional. Parece que los asesores legales invocan la doctrina
del Tribunal Constitucional que considera las sentencias como
"pronunciamientos judiciales" emanados del poder político
constituido. El argumento final de una simple resolución que declara
la inadmisión de un recurso de amparo debe ser conocida: "La
dura realidad de la historia no puede soslayarse en lo jurídico con
procesos de revisión indefinida".
Creo, con todo
respeto, que despachar un recurso de revisión contra sentencias recaídas
en consejos de guerra sumarísimos con el argumento de que, al fin y
al cabo, era el ordenamiento jurídico vigente en la época, es
incompatible con las normas del Derecho Internacional de los derechos
humanos. Nos ha costado sangre, sudor y lágrimas construirlo en medio
de continuos fracasos. Por favor, no fracasemos una vez más.
(*) Magistrado
emérito del Tribunal Supremo de España.