"No ha
sido posible dar por sabidas ideas básicas antes expuestas, porque su verdad
no es demostrable matemáticamente; hubo así que tener presentes -en interés
de esta causa- a quienes razonan mediante «juicios antipáticos a priori»"
(Américo Castro. La Realidad histórica de España. Prólogo a la edición de
1965).
Parece una incursión en lo obvio descubrir ahora que la Revolución del 34
atentó contra la legalidad republicana. Tal cosa es indiscutible. Lo que
sorprende a estas alturas es que desde los más fieles defensores del
reaccionarismo veamos vestiduras rasgadas, cuando, desde esa misma adscripción
ideológica -es decir, desde la derecha más rancia y recia- los golpes de
Estado desde el siglo XIX estuvieron, nunca mejor dicho, a la orden del día.
En 2003 se cumplieron ochenta años del pronunciamiento de Primo de Rivera.
Hubiera sido sorprendente que por parte de los historiadores se pusiese el énfasis
en que aquel golpe no fue democrático. Sería un intento de solemnizar la
obviedad, de hacerla vociferante, sin necesidad alguna. Si tanto es el interés
en circunscribirse a la II República, en agosto de 1932, la intentona de
Sanjurjo no estaba encaminada precisamente a salvaguardar esencias democráticas.
Ergo, como la Revolución del 34 no fue democrática, todo lo que vino después
-la guerra y la dictadura franquista- no fueron más que la consecuencia de lo
anterior. Nada más que pequeños nubarrones apenas perceptibles en comparación
con los sucesos de 1934.
No les basta con que el invicto y glorioso caudillo ganase su cruzada. No es
suficiente con que el actual Estado hiciera tabla rasa de todo. Aquí no hubo
un Nüremberg por donde desfilasen gentes como Serrano Suñer, que altas
responsabilidades tuvo en los primeros y más represivos años del franquismo.
Aquí siguieron en sus puestos y con todos sus privilegios los que se ganaron
el pesebre del Estado presentándose a oposiciones con correajes y estrellas.
A la República sólo le quedaba una batalla en la que había salido
triunfante, la de los libros, como dijo muy bien Trapiello. Aquí estaba y está
su -arma virumque cano-.
Recordemos el espantoso episodio en que un militar tullido le gritó a don
Miguel de Unamuno mueras a la inteligencia y vivas a la muerte. Pongamos que
andaba por allí, dentro de las filas militares, un tal Pemán. Entre don
Miguel y el recién nombrado, Virgilio hubiera tenido muy diáfano a quién
poner del lado de los héroes. Ahora va a resultar que alguien como Camus, con
el coraje que siempre tuvo a favor de la libertad, en contra de tiranías, la
soviética incluida, estaba equivocado en cuanto escribió sobre la guerra
civil española y sobre la II República. Ahora va a resultar que quien
recuerda al PSOE que hay en sus sedes fotografías de Largo Caballero olvida
que el PP tiene como reina madre y patrón padre a un ministro de Franco. Que
alguien se tome la molestia de comprobar quiénes formaban parte del Consejo
de Ministros que se dio por «enterado» del fusilamiento de Grimau; proceso,
en el que, por cierto, actuó de fiscal, según se viene publicando estos días,
un sujeto que no había pasado de primero de Derecho.
Victoriosos en la guerra. Indemnes de pasar por tribunales al terminarse la
dictadura. Con pactos de silencio incluidos en los que colaboró la izquierda.
Y ahora, a la vuelta de tanto tiempo, vuelven a estar prietas las filas para
ganar la batalla de los libros. Todo está justificado, porque la revolución
del 34 fue un episodio antidemocrático. Pregunta ingenua formulo: ¿Cuántas
dictaduras tendría así justificadas la izquierda por cada movimiento de
sables, por cada pronunciamiento de espadones desde el tal Narizotas en
adelante? Ahora resulta que los adalides de la verdad son, como recordaba en
este periódico don Gabriel Santullano, gentes que pertenecieron a la prensa
azul, amén de publicistas con pasado escalofriante que exculpan a Franco, amén
asimismo de personajes que se refugian en supuestos escolasticismos de lo más
sistemático para servir de apoyatura a tesis que en su momento propagó la
historiografía oficial del franquismo, amén de grafómanos chusqueros cuyo
primer tropezón es con la gramática.
A propósito de libros y de la Revolución del 34, existe un ensayo magníficamente
escrito, Mi rebelión en Barcelona, cuyo autor fue Manuel Azaña, donde da
cuenta de la detención que sufrió como presunto instigador de dicha revolución
en Cataluña. ¿De veras es sostenible que Azaña fuera responsable de
aquello? Si comparamos talento y calidad en la prosa, el libro de don Manuel
está tan alto, tan alto, que se sitúa en altura inalcanzable para los que aún
quieren, a la vez, cazarle y salvarle. Cazarle como el ogro que acabó con el
catolicismo en España. Salvarle, porque siguen empeñados en que se confesó
para ponerse en paz con el Altísimo y con su Dios Padre.
Sobre la detención de Azaña como instigador del 34, escribió Valle-Inclán:
«La sombra taciturna de un agente policíaco apagaba sus pasos sobre los
pasos del señor Azaña. Tenía la dual obligación de proteger y espiar al
famoso político republicano. Para protegerle faltó ocasión, y el espionaje
tampoco le tuvo por dónde sospechar ni atribuir culpas revolucionarias al señor
Azaña. Pero no le valió la fe policíaca de aquel sabueso, puesto sobre sus
pasos, y fue encarcelado (...) Se acusaba al gran político republicano de
haber tenido parte en los sucesos revolucionarios de Barcelona (octubre 1934).
Fue concedido el suplicatorio y procesado el diputado don Manuel Azaña. Por
la calidad del reo correspondió entender a la Sala Segunda del Tribunal
Supremo. La sentencia puso en libertad, con todos los pronunciamientos
favorables, al austero político del primer bienio republicano. Tal es el
esquema del libro que estos días admira, suspende, esclarece y consterna a
los honrados y benéficos ciudadanos de esta Barataria» (diario «Ahora», 2
de octubre de 1935).