La
Iglesia y los suyos
Josep Reig
Levante 3
de Septiembre de 2006
El papado
anterior podría pasar a la historia como el de la beatificación masiva: 900
beatificaciones tuvieron lugar bajo Juan Pablo II. Entre ellas unas 220
corresponden a mártires de la guerra civil española. Se trata de católicos,
religiosos o no, que habían sido vilmente asesinados por los exaltados del
bando republicano en los primeros meses de la contienda. Esta iniciativa papal
no ocasionó, ni de lejos, la polémica que ahora vivimos con la memoria histórica.
No se consideró revanchista ni se le acusó de reabrir las heridas de la
guerra.
Las derechas de este país tuvieron también su reparación por los sufrimientos
y las heroicidades del pasado. Una reparación que duró cuarenta años, durante
los cuales sus muertos fueron inhumados, reivindicados, recordados y
glorificados en voz alta, sin interrupción y sin que nadie pudiera discutir su
valía.
Los mismos cuarenta años durante los cuales nadie pudo inhumar, reivindicar,
recordar ni glorificar a los muertos de la otra España, la que perdió la
guerra y con ella el derecho a la dignidad y el reconocimiento. Los mismos
cuarenta años durante los cuales el régimen denigró la memoria de los
vencidos, mientras desplegaba una represión feroz, profundamente clasista,
contra los trabajadores, la gente de izquierdas, los demócratas, los sin Dios,
los homosexuales, los gitanos, los... Hasta el último día de los cuarenta años
más vergonzosos de nuestra historia reciente.
La Iglesia y las derechas tuvieron sus cuarenta años de gloria, pero ahora
encuentran intolerable que los perdedores de antaño, gracias a los cuales este
país ha vuelto a conocer la dignidad de la libertad, quieran rehabilitar a los
suyos. Las cosas son diferentes ahora, según parece. Esto sí que sería
revanchista y cainita, por eso debe ser rechazado o, como mucho, aplacado con
iniciativas más neutrales, como erigir otra placa a la memoria de todos los caídos.
El cinismo de la contrapropuesta no puede ser más evidente. La derecha, que legítimamente
venera a los suyos, negará una vez más a los otros el derecho a la memoria. La
Iglesia que perdió a tantos de sus mejores emblemas como mártires de su causa,
no reconocerá ahora la desaparición de tantos buenos ciudadanos, muchos de
ellos fervientes católicos, cuyo crimen fue creer en la legalidad republicana.
La jerarquía católica no se reconoce en el relato de tantas víctimas que
recuerdan su contribución, por acción u omisión, a la sangrienta venganza del
nuevo régimen. Notable insensibilidad la de esta Iglesia, que se escandaliza
tan evangélicamente cuando la sociedad amaga con regirse por sus propios cánones
en asuntos como el matrimonio, la investigación genética o la moral. Frente a
la inmoralidad y la mentira del franquismo habría hecho falta algo más de sana
indignación y algo menos de privilegio. La renta de crédito y autoridad moral
sería hoy infinitamente mayor.
Lo que ahora plantea la ley de reparación de la memoria... o como se llame, con
una timidez que tal vez mañana lamentemos, es sólo el derecho a que quienes
vieron durante cuarenta años rematar cada día a los vencidos y ensalzar a los
vencedores, puedan ahora rehabilitar la memoria de los suyos y reponer una ínfima
parte de lo que se les debe. En ninguna parte se habla de perseguir a los que
perseguían injustamente. En ninguna parte se propone desvelar sus nombres y sus
culpas. Pero recordar y reparar es más de lo que nuestra derecha, siempre
incompleta y tardíamente democratizada, y nuestra Iglesia, convertida en su
frente de masas, pueden tolerar. No tiene suerte este país con la derecha política
y religiosa.