El
gobierno español tiene que anular las sentencias del franquismo
Carlos
Jiménez Villarejo
23 de Mayo de 2006
El
texto que reproducimos a continuación fue leído por Carlos Jiménez Villarejo
en el acto celebrado el 25 de abril pasado en el Centro Cultural Blanquerna de
Madrid para reflexionar sobre las leyes elaboradas durante la II República y,
muy particularmente, sobre el franquismo como régimen de ilegalidades.
Intervinieron en dicho acto, presentado por Santiago de Torres, Delegado del
Gobierno de la Generalitat de Cataluña en Madrid, el Magistrado del Tribunal
Supremo, José Antonio Martín Pallín; el Ex Fiscal Jefe de la Fiscalía
General Anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo; la Magistrada del Tribunal
Supremo, Margarita Robles, y Miguel Nuñez, Presidente de la Asociación para la
Memoria Social y Democrática (AMESDE).
“La
ponencia de Carlos Jiménez Villarejo, miembro del consejo asesor de AMESDE,
pidiendo una declaración de nulidad
de las sentencias dictadas por los órganos represores de la dictadura
franquista, en aplicación de sus leyes de excepción, ilegales, pretende ser el
inicio de una campaña en todos los estamentos de la sociedad española, a fin
de reparar y rehabilitar, moral y jurídicamente, a las víctimas de la brutal
represión a lo largo de los cuarenta años de régimen dictatorial. Una
declaración de este carácter supondría un paso decisivo en la superación de
las heridas abiertas por el pasado reciente, la superación de las barreras aún
existentes y un camino seguro para fortalecer nuestro sistema de derecho y
nuestra democracia para alcanzar en plenitud la convivencia de todos los españoles,
en la pluralidad de sus opciones políticas o de cualquier índole”, dice
Miguel Núñez, veterano de la lucha antifranquista y Presidente de AMESDE.
El 20 de noviembre de
2002, el Congreso de Diputados aprobó una Declaración Institucional
condenando, sin mencionarlo expresamente, el golpe de Estado del 18 de julio de
1936.
Como dijo en aquel momento
un Diputado "la casa no será totalmente habitable" mientras no se
afronte la recuperación de la memoria histórica y la rehabilitación moral y
jurídica de los "ex presos, guerrilleros, represaliados, exiliados y los
enterrados clandestinamente".
La “casa”, nuestro
sistema democrático, pese a los avances producidos, sigue sin ser totalmente
habitable. Porque aún permanecen zonas de olvido como, entre otras, la
conservación de validez de los procesos ante los tribunales militares y
especiales subversivos que condenaron con terrible dureza a los republicanos y
demócratas y el insuficiente tratamiento por el Gobierno del gravísimo
problema de los desaparecidos.
El sistema impuesto de
barbarie,ese “terror saludable” de que hablaba el General Mola, es necesario
tenerlo presente este año 2006, setenta aniversario del golpe militar y del
comienzo de la guerra civil. Las elevadísimas cifras de fusilados y
encarcelados por las Autoridades franquistas, además de torturados, depurados
profesionalmente, exiliados, desposeídos de sus bienes y perseguidos personal y
familiarmente, justifican que el Consejo de Europa haya planteado no solo
instituir el 18 de julio de 2006 como Jornada de condena internacional del régimen
del General Franco sino que inste al Gobierno español, como ya lo había hecho
Amnistía Internacional, a la “constitución de una Comisión nacional de
investigación sobre las violaciones de los derechos humanos cometidas bajo el régimen
franquista”. Pero el Gobierno continua aplazando injustificadamente la
respuesta. Es más, el 21 de febrero rechazó, alineándose con el PP, las
Proposiciones de Ley sobre la Memoria histórica presentadas por Izquierda Verde
y Esquerra Republicana. Los datos que a continuación se exponen, de fuentes
oficiales franquistas, deben tenerse presente cuando se aborde cualquier solución
a los problemas que deben afrontarse. Los presos políticos, según el Director
General de Prisiones, Ángel B. Sanz, en 1943,el 7 de Enero de 1940 eran 270.719
y el 10 de abril de 1943 todavía eran 92.477. Según cifras facilitadas por el
Ministerio de Justicia, del Régimen, los presos políticos fallecidos, entre
los que incluía los ejecutados tras un proceso y los muertos en las cárceles,
desde abril de 1939 al 30 de junio de 1944 fueron 192.684. A estos datos habría
que añadir los 30.000 desaparecidos según la evaluación del Consejo de
Europa. Son datos que expresan, sin paliativos, un genocidio.
Para avanzar en esa
dirección debe tenerse presente que los procesos ante los Consejos de Guerra y
los Tribunales especiales eran la culminación de un régimen de terror impuesto
a los encausados desde que eran detenidos. Eran detenidos ilegalmente por la
ausencia de causa que justificara la detención, detención policial que se
prolongaba indefinidamente, sin control judicial alguno, sus domicilios eran
registrados con ausencia de toda clase de garantías, eran salvajemente
torturados y, cuando ya habían sido condenados, aquellos a quienes se imponían
penas privativas de libertad era sometidos a un régimen penitenciario presidido
por la venganza y la crueldad, malos tratos sistemáticos, que prolongaban la
tortura policial, y trabajos forzados “para reparar los daños causados por su
cooperación a la rebelión marxista”, según decía el P. Pérez del Pulgar,
uno de los ideólogos de la represión en las prisiones.
Resulta ya urgente que
ante el derecho de las víctimas a la verdad histórica, el Estado asuma el
deber institucional de adoptar las normas necesarias para privar de toda validez
a los procesos a través de los cuales se consumó la represión. La respuesta
del Estado debe consistir en proclamar la anulación de las sentencias dictadas
en los procesos penales de los tribunales militares a través de los que se
impusieron condenas de cualquier clase a los demócratas españoles. Es urgente,
porque en el momento actual, mientras esa anulación no se produzca, miles de
españoles permanecen formalmente condenados como delincuentes por haber
defendido la República y las libertades democráticas. Es un estado de cosas
que no puede continuar. Para ello, el Estado debe dictar, como ya propuso el
PSOE en el Congreso, las disposiciones legales precisas para que dicha anulación
se produzca de oficio sin necesidad de que las partes, los condenados o sus
familiares, tengan que acudir a los Tribunales (¿a qué Tribunales?), en un
largo proceso que significaría añadir más humillación a la que ya
padecieron. Es evidente, que fueron procesos con vicios profundos de forma y con
ausencia radical de garantías, determinantes de una completa indefensión y,
por tanto, las sentencias eran nulas de pleno derecho. Afortunadamente, el
Parlamento de Cataluña ha abierto una vía en esa dirección. El 18 de junio de
2004 aprobó la Resolución 89/VII en la que se acordaba instar al Gobierno de
Cataluña para que traslade al Gobierno del Estado la necesidad de que
“s’adoptin les mesures adequades per a decretar la nul·litat de tots els
judicis i les sentències subsegüents dictades a l’empara de l’anomenada Instrucción
de la causa general i del Tribunal
del Honor y Jurisdicciones Antimasónicas y Anticomunistas i que es declari
el caràcter il·legítim d’aquells tribunals i de les normes en que s’emparaven”.
Los Consejos de Guerra
constituidos desde el 18 de julio de 1936, máxime por el procedimiento sumarísimo,
en modo alguno podían calificarse como Tribunales de Justicia. Eran, pura y
simplemente, una parte sustancial del aparato represor implantado por los
facciosos y posteriormente por la dictadura. Consejos constituidos con la activa
participación de jueces que, como los militares, también traicionaron la
Constitución republicana que, en el Art. 94, proclamaba que los “jueces son
independientes en su función”. Así, muchos jueces y fiscales, al servicio y
bajo las directrices de los Jefes y Oficiales sublevados, cooperaron, sumisos, a
la represión franquista.
Los procesos ante los
Consejos de Guerra, especialmente los sumarísimos, según los Art. 649 a 662
del C.J.M, vigente el 18 de julio de 1936, eran radicalmente nulos por varias
causas. En primer lugar, no merecen la calificación de Tribunales de Justicia
en cuanto fueron siempre constituidos, ya desde el Decreto 55 del general
Franco, por el Poder Ejecutivo, es decir, por la máxima instancia de los
sublevados contra la República. En segundo lugar, los militares miembros de
dichos tribunales carecían radicalmente de cualquier atributo de independencia,
propio de un juez, en cuanto eran estrictos y fieles servidores de los jefes de
que dependían y compartían plenamente los fines políticos y objetivos
represivos de los sublevados. Basta la lectura de cualquier sentencia de las
dictadas por esos Tribunales en las que destaca su absoluta falta de objetividad
e imparcialidad tanto en la exposición de los hechos como en los fundamentos
jurídicos –si es que así pudieran calificarse– en los que asumen
expresamente como legítimos los motivos y fines del golpe militar. En tercer
lugar, era incompatible su posible independencia con la disciplina castrense
impuesta por todos los jefes. Son numerosos los procedimientos en los que el
Comandante Militar de la Plaza ordena al Juez Militar que eleve a
“Procedimiento sumarísimo” el procedimiento ordinario que estuviera
tramitando. Asimismo, las sentencias que dictaban carecían de todo valor en
cuanto debían ser supervisadas y aprobadas por el Auditor de guerra, condición
para que adquirieran firmeza y prueba indiscutible de la estructura jerarquizada
del tribunal. La sumisión a las más altas instancias del Poder Ejecutivo
quedaba de manifiesto cuando la ejecución de la pena de muerte exigía del
“enterado” del Jefe de Estado.
Pero, sobre todo, en los
procedimientos sumarísimos, también en menor grado en los ordinarios, concurría
una total vulneración de todas las garantías y derechos fundamentales. La
instrucción del procedimiento era inquisitiva y bajo el régimen de secreto,
sin ninguna intervención del defensor. El Juez Militar instructor, practicaba
diligencias con el auxilio exclusivo de las Fuerzas de Seguridad, Comisarías de
investigación y vigilancia y otros cuerpos policiales y militares, limitándose
la relación con los investigados, siempre en situación de prisión preventiva,
a la audiencia de los mismos, naturalmente sin asistencia de letrado. El
instructor acuerda una diligencia de procesamiento en la que relata los hechos y
su calificación penal y, finalmente, emite un dictamen que, conforme al Art.
532 del C.J.M., resumía los hechos, las pruebas y las imputaciones y que
elevaba a la Autoridad militar superior que solía ser el General jefe de la
División correspondiente. Resumen que prácticamente es el documento que va a
fundamentar la acusación y la sentencia ya que las diligencias practicadas por
el instructor no se reproducían en el plenario con una manifiesta infracción
del principio de inmediación en la práctica de la prueba y la correspondiente
indefensión de los acusados. A todos estos procesos se refería el apartado 57
de la Declaración de la Asamb
lea
de Parlamentarios del Consejo de Europa sobre el franquismo denominándolos un
“sistema de justicia militar expeditiva” en el marco de la imposición de la
“ley marcial”.
Por todo lo expuesto, es
procedente que el Gobierno del Estado promueva la declaración de nulidad de las
sentencias condenatorias dictadas por los Consejos de Guerra, en procedimientos
sumarísimos, en aplicación de las disposiciones citadas durante el periodo
comprendido entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975 por los
delitos de rebelión militar, traición militar, cualquiera que fuese el grado
de consumación y participación, los asimilados a ellos y conexos, de
naturaleza militar o común, con cancelación definitiva de cuantas anotaciones
pudieran haber producido aquellas sentencias. Para ello, tiene un fundamental
punto de referencia, el voto particular emitido en la sentencia de la Sala
Quinta del Tribunal Supremo sobre la revisión de la condena a muerte de Julián
Grimau: “la condena de Julián ha de reputarse inexistente”, fue un “acto
estremecedor para la conciencia jurídica”, mas que una sentencia era una
“apariencia de sentencia”. Aquella muerte, continuaba, “no fue el
desenlace de un proceso, fue “un acto despojado de todo respaldo jurídico”,
“un hecho máximamente reprobable por su absoluta contradicción con el
Derecho”. Criterio que debía haberse aplicado a miles de procedimientos sumarísimos.
Desde otro ámbito institucional, el Congreso de Diputados ha instado al
Gobierno para la “anulación” de los Consejos de Guerra que condenaron a
muerte al Presidente Companys y a Manuel Carrasco i Formiguera.
Otros instrumentos
esenciales de la represión constituidos por la dictadura fueron el Tribunal de
Represión de la masonería y del Comunismo y los Tribunales de
Responsabilidades Políticas. La opción por la anulación de las Resoluciones y
Sentencias sancionatorias dictadas por los mismos parte de la consideración del
carácter radicalmente ilegitimo de dichos tribunales tanto por su origen, como
por su composición y, sobre todo, por constituirse organismos de naturaleza
administrativa dotados de competencias penales y, por tanto, con facultades para
la imposición de sanciones penales.
La Ley de 1 de marzo de
1940, creadora del primero de aquellos tribunales, es la máxima expresión de
la arbitrariedad jurídica al servicio de la represión ideológica y política.
En primer lugar, crea figuras delictivas como “pertenecer a la masonería, al
comunismo y demás sociedades clandestinas...” que se oponen a todos los
principios inspiradores de un derecho penal basado en el respeto a la persona
humana, como los principios de tipicidad y legalidad. La Ley establece penas
gravísimas de reclusión menor y mayor para las conductas que describe, además
de las penas de separación o inhabilitación perpetua para ciertos cargos públicos
o privados, confinamiento y expulsión, lo que es de mayor gravedad, para la
persecución y castigo de los autores de dichos delitos constituye un Tribunal
Especial que designa y controla el Jefe del Estado y el Gobierno. Es el Poder
Ejecutivo constituido en Poder Judicial con unas amplias competencias penales y
procesales dado que puede “comisionar” a tribunales militares y ordinarios
para lo que se denomina “instrucción de expedientes y sumarios”. Es
importante destacar que el Jefe del Estado nombra al Presidente y a sus
miembros, que debían ser “un General del Ejército”, “un Jerarca de
Falange Española Tradicionalista y de las JONS” y dos letrados. Es la más
rotunda negación del Estado de Derecho.
De similar naturaleza son
los Tribunales establecidos por la Ley de 9 de Febrero de 1939, de
responsabilidades políticas. Son también Tribunales administrativos, el
Tribunal Nacional depende “de la Vicepresidencia del Gobierno”, los miembros
de los Tribunales Regionales, presididos por “un Jefe del Ejército”, son
nombrados por el Ministerio que corresponda y los “jueces instructores” son
militares. Resulta necesario describir cual es el fundamento de las
responsabilidades que se exigieron al amparo de esta Ley: “contribuir a crear
o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo victima a España desde
el primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro…” y, desde el
dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, haberse opuesto “al
Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”. A partir de
estas conductas, más especificadas en el art. 4º, esos tribunales, integrados
por responsables políticos de la dictadura, por falangistas y por militares,
con la colaboración de la magistratura, estaban facultados para imponer
sanciones de orden penal como las penas-en la Ley se denominan “sanciones”
de inhabilitación absoluta y especial, extrañamiento, confinamiento, destierro
y pérdida total o parcial de bienes, es decir, sanciones gravemente privativas
y restrictivas de derechos.
Los daños causados a las
víctimas fueron irreparables. Ahora, ante tanto y tan grave despropósito y
completa vulneración de derechos y garantías, es inaplazable una reparación
que la democracia debe a quienes sufrieron una represión tan brutal. Reparación
que también debe extenderse a los desaparecidos y sus familiares.
Las desapariciones
provocadas por el franquismo tienen su origen, en su mayor parte, en la comisión
masiva de delitos de detención ilegal sin que posteriormente se diera cuenta
del paradero de la persona detenida, que era ejecutada extrajudicialmente,
conducta delictiva en cualquier ordenamiento penal, tanto entonces como ahora.
Conductas gravísimas que, desde hace muchos años, constituyen delitos de lesa
humanidad, crímenes internacionales que atentan contra todos los derechos básicos
de la persona.
Se trata de un delito de
ejecución permanente, que sigue cometiéndose mientras se mantenga la detención
o desaparición. Así lo entiende Naciones Unidas: “Todo acto de desaparición
forzosa será considerado delito permanente mientras sus autores continúen
ocultando la suerte y el paradero de la persona desaparecida y mientras no se
hayan esclarecido los hechos.”
Por su carácter de delito
permanente, las detenciones ilegales, determinantes de desapariciones, no
pudieron quedar comprendidas en la Ley de Amnistía, que solo alcanzaba a los
“actos” delictivos que relacionaba “realizados”, es decir consumados,
con anterioridad al 15 de diciembre de 1976. Por tanto, en ningún caso podía
incluir hechos delictivos que en esa fecha aun estaban produciéndose dado que
no era conocida la suerte de los desaparecidos. Por esta causa, tiene un
riguroso fundamento requerir a la Administración de Justicia que asuma un papel
más activo en la “localización de fosas, exhumaciones, identificación de
restos y restitución a sus familiares…” (A.I.) porque, sin lugar a dudas,
es a quien corresponde, de oficio o a denuncia de particulares, investigar y
esclarecer hechos de naturaleza penal. Es la jurisdicción penal la que, por
mandato del art.340 de la L. E. Criminal, debe, ante una posible “muerte
violenta o sospechosa de criminalidad”, proceder a la identificación y
reconocimiento del cadáver o los restos humanos. Lo que no podía continuar
ocurriendo es que el Estado abdicase de tan relevante responsabilidad trasladándola,
sin más, al esfuerzo personal y económico de los familiares de víctimas y
Asociaciones comprometidas en esa tarea. El Gobierno, a través de la Orden de
16 de diciembre de 2005 de la Vicepresidenta del Gobierno, ha corregido
parcialmente su anterior pasividad y se ha comprometido a otorgar subvenciones
publicas a aquellas iniciativas. Concretamente, podrán concederse a quienes
pretendan “la investigación, exhumación e identificación de las personas
desaparecidas violentamente durante la guerra civil o durante la represión política
posterior y cuyo paradero se ignore”. Es una decisión acertada pero tardía e
incompleta. Pero, en todo caso, la Fiscalía General del Estado, no necesita de
una decisión ni del impulso del Gobierno para actuar frente a las
“desapariciones violentas” producidas por la represión franquista. Está
obligada a ello por la Constitución y la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
¿Qué espera el
Gobierno?, Desde 1948 está vigente de Declaración Universal de Derechos
Humanos, que la Dictadura no solo ignoró sino que violó de forma generalizada
y sistemática. En 1948 se aprueba la Convención para la prevención y sanción
del Genocidio, que en ese momento estaba cometiéndose en España, que fue
igualmente ignorada y violada durante 20 años. Solo 20 años después de su
entrada en vigor, en 1971, se incorpora al C. Penal el delito de genocidio a
sabiendas de que nadie va plantear la exigencia de responsabilidades por la
comisión de ese delito por las Autoridades franquistas. La Ley de Amnistía,
salvo nen los supuestos de desaparecidos y de los delitos ya prescritos,
favorece de forma singular a los responsables franquistas de toda clase de
delitos y, en particular, a los miembros de los Consejos de Guerra, en muchas
ocasiones constituidos ilegalmente, y de aquellos pseudotribunales responsables
de gravísimos delitos como, entre otros, el de prevaricación y otros conexos.
En definitiva, no ha habido exigencia de responsabilidades penales. ¡Cuánta
impunidad! Y todavía el Partido Popular habla de reabrir heridas cuando la
realidad más patente es que algunas, las derivadas de represión de la
dictadura, aún no se han cerrado. Es inaplazable reparar tamaña injusticia y
tanta ofensa a las victimas de la represión franquista. Y solo puede repararse
y rehabilitarse moral y jurídicamente a esas victimas, por vía legislativa,
mediante una declaración de nulidad de las sentencias dictadas por los órganos
ya dichos en aplicación de las leyes, todas de excepción, de represión política
por los delitos referidos anteriormente. Es una exigencia perfectamente acorde
con el marco normativo del Estado de Derecho cuando está abordándose una
situación histórica de excepción, generada por un golpe de Estado, que
produjo una violación total absoluta de los Tratados internacionales suscritos
por España y ahora vigentes.— Madrid,
25 de abril de 2006
Carlos
Jiménez Villarejo, Ex
Fical Jefe de la Fiscalía General Anticorrupción –destituido por el gobierno
derechista de Aznar—, es un veterano de la lucha democrática en el ámbito de
la justicia, y fue un destacado y generoso militante de la resistencia
antifranquista.