El
fardo de la memoria
El
Viejo Topo Noviembre
de 2006
Este
año, en que recordamos el setenta y cinco aniversario de la proclamación de
la Segunda República española y los setenta años transcurridos desde la
rebelión fascista de 1936, se han organizado miles de actos conmemorativos
por toda España, actos que han vuelto a celebrar el luminoso y esperanzado 14
de abril de 1931 y a señalar el siniestro 18 de julio de 1936 que trajo el
fascismo. Desde Murcia a Bilbao, y desde Barcelona a Huelva, la bandera
tricolor de la digna República española ha vuelto a recorrer las calles del
país. Es un fenómeno que se repite: de hecho, pese a la deliberada ocultación
de la memoria democrática española y a la elaboración de una leyenda monárquica
a mayor gloria de Juan Carlos de Borbón (que, por otra parte, contrasta
vivamente con la realidad de una familia Borbón instalada en el parasitismo
social), no hay ya manifestación pública o encuentro popular donde no se
vean las banderas republicanas, enarboladas con entusiasmo por jóvenes y
veteranos. Una de las iniciativas más interesantes de este año de
recordatorios se ha celebrado en Barcelona, donde el Museu d’Història de
Catalunya inauguró tres exposiciones simultáneas; una, sobre los carteles y
cartelistas de la Segunda República; otra, con el fondo fotográfico de la
Agencia Efe, que mostraba numerosas imágenes inéditas sobre la guerra civil;
y una tercera, con fotografías de Pérez Molinos, sobre la Cataluña de la
guerra y la postguerra, así, porque ambas son inseparables.
Allí, en el museo, estaban los carteles de la República, los pasquines de
organizaciones de izquierda y sindicatos, pero también de partidos y fuerzas
conservadoras. Algunos, muy ingenuos, sencillos. Además de los conocidos
carteles republicanos llamando a la resistencia contra el fascismo o
estimulando el trabajo y la defensa de la libertad, vi uno, poco conocido,
firmado por el Front Català d’Ordre (la coalición que se opuso al Front
d’Esquerres, nombre del Frente Popular en Cataluna para las elecciones de
febrero de 1936), que proclamaba “No passaran”, frase que cierra el paso a
la bandera roja de la hoz y el martillo: era para esas elecciones donde venció
el Frente Popular. Pero pese a su temprana utilización por la derecha, ese No
pasarán —que procedía de la Francia de la gran guerra—
lanzado al mundo por Dolores Ibárruri en los días hermosos y terribles de la
defensa de Madrid, simboliza el esfuerzo de la República española para
cerrar el paso al fascismo que empezaba a inundar y ensangrentar Europa.
En otras salas del museo estaban las fotografías de la agencia Efe (entidad
fundada en 1939 por el franquismo vencedor, aunque tenga raíces en la agencia
Fabra y en la francesa Havas), inéditas, que nos enseñan de nuevo la guerra
civil. Allí vi imágenes de la rebelión fascista, de Franco en Canarias, de
dos civiles muertos en la barcelonesa Plaza de Cataluña, en los primeros días
de la militarada. A uno de los cadáveres tendidos en esa plaza le habían
cubierto el rostro con un pañuelo. Otras imágenes, que no se habían podido
ver hasta hoy, son más cotidianas, esperanzadas, aun dentro de un tiempo de
excepción: allí estaba el rostro decidido de una miliciana, Marina Ginesta,
de la JCC, en la terraza del Hotel Colón, el 21 de agosto de 1936, en la
misma plaza barcelonesa. La muchacha lleva el pelo corto y, detrás de su
fusil, colgado del hombro, se ve la Puerta del Ángel, la catedral, el mar, el
futuro teñido de sonrisas, que parecía al alcance de la mano. Y, en Madrid,
ese mismo día de agosto, con la alegría de la victoria momentánea, una
chica alegre apunta con una pistola a la cámara, jugando, como si exorcizase
la muerte que los días anteriores se había apoderado de la ciudad.
Otras escenas documentan el drama. Unos milicianos comunistas de la columna
Del Barrio-Trueba están en una placa, detenidos en el tiempo, arrastrando un
ataúd (un pobre cajón desparejo) con los restos de un guardia civil, no
sabemos si leal a la República o partidario de los sublevados. Al lado, en
otra imagen, está el general Miguel Cabanellas Ferrer, presidente de la Junta
fascista, asistiendo a una concentración carlista el 25 de julio de 1936.
Lleva barba blanca, uniforme y boina: es un hombre del siglo XIX, pero muestra
ya la ferocidad fascista del momento. Y, más allá, están el general Mola y
su esposa, paseando solos por la muralla de Ávila. Al fondo de la fotografía,
se adivina un aleteo de sotanas negras. En una instantánea están Companys y
su esposa, partiendo al exilio desde Figueres, a París, el 1 de febrero de
1939, y, algo más lejos, encuentro un ingenuo y sentido poema de Octavio Paz
que podía haber sido escrito por cualquier miliciano de la República:
“Has
muerto camarada,
en el ardiente amanecer del mundo.
Has muerto cuando apenas
tu mundo, nuestro mundo, amanecía.
Llevabas en los ojos, en el pecho,
tras el gesto implacable en la boca,
un claro sonreír, un alba pura.”
Vi a
casi un centenar de milicianos, saludando durante la batalla de Guadalajara,
en marzo de 1937. Y la quema de libros en Tolosa, Guipúzcoa, en 1937, como un
siniestro aviso de lo que vendría después. En otra escena, estaba también
el gran cartel que llamaba, en febrero de 1937, por los bombardeos fascistas:
“Evacuad Madrid”. Y una estampa de la recogida de donativos en Madrid, en
diciembre de 1936: detrás de la imagen, se ve un cartel que anuncia la
“Nochebuena del Soldado Rojo”. Y, como si la vida normal fuese posible, un
partido de fútbol, en el Madrid de mayo de 1937, con los dos equipos
saludando con el puño cerrado, a la altura de la cabeza. Me fijé también en
un hospital musulmán, establecido en Burgos por el bando fascista, con
marroquíes reclutados por Franco convalecientes, casi todos ataviados con
turbantes. Y en Rafael Sánchez Mazas, ideólogo falangista, y Pilar Primo,
satisfechos en Barcelona, tras la derrota de la República.
Me llamó la atención el encuentro emocionante de dos hermanos, los Machuca,
en la Tarragona ocupada por las tropas fascistas: uno, era vencedor; el otro,
prisionero, era un vencido. Y una columna fascista entrando por la Diagonal
barcelonesa, el 26 de enero de 1939: al lado de los soldados, un hombre con
gafas que lleva una pequeña cesta en la mano, camina, como si quisiera seguir
la vida, aunque aún no sabía que lo peor estaba por llegar. Después, me
detuve ante las fotografías de los prisioneros republicanos, vigilados por
soldados fascistas, conducidos a pie por las calles de Madrid, hacia los
campos de concentración. Y ante el rostro desolado de una refugiada española,
varada entre sacos y bultos, en el caos y la desdicha, en la estación
francesa de Bourg-Madame. Y ante las fotografías de los miles de refugiados
republicanos, lavándose en el mar, en Argelers, en las frías playas
francesas cerradas por alambre de espino.
Vi, finalmente, las imágenes de Pérez Molinos (1921-2004). Era un fotógrafo
comunista, que fue al frente de Aragón enviado por el Comité Central de
Milicias Antifascistas, y que, a partir de 1937, colaboró con el diario Treball,
del PSUC. Después, tras la derrota, Pérez Molinos trabajó para el gobierno
civil de Barcelona durante los primeros momentos del franquismo, aunque,
cuando en 1942 descubrieron su militancia comunista, tuvo que abandonar la
fotografía, forzosamente. No volvería a dedicarse a ella hasta después de
la muerte del dictador Franco. Fue una de las muchas vidas truncadas por el
fascismo.
Miré sus imágenes. Allí estaba Companys, hablando en la plaza de Cataluña,
el 14 de marzo de 1937, ante un micrófono de Radio Barcelona, en el homenaje
al Ejército Popular de la República. Detrás de Companys, se ve la tienda
Siberia, donde se hallan hoy unos grandes almacenes. En otra fotografía, se
ve la gigantesca estatua al Soldado Desconocido, levantada por Miquel
Paredes, y, al fondo, el hotel Colón y Stalin. En otra escena, está
capturada la sede del PSUC en esa repetida plaza de Cataluña barcelonesa, y
grandes retratos de Lenin y Stalin, sobre una enorme pancarta que honra a las
Brigadas Internacionales. Y barricadas en la plaza de Sant Jaume (plaça de la
República, como se llamaba entonces), levantadas durante los enfrentamientos
fratricidas de mayo de 1937. En una fotografía, se ve a un miliciano sentado
en una silla de mimbre, en la esquina de la calle Jaume I con la plaza de Sant
Jaume, con el fusil apoyado en las piernas. En otra, aparece una escena de los
pioneros del PSUC, que llevan alpargatas y un pañuelo rojo al cuello.
Después, todas las placas de Pérez Molinos son imágenes de la postguerra,
de la derrota. Un numeroso grupo de mujeres que saludan alborozadas la entrada
de las tropas fascistas en Barcelona, el 26 de enero de 1939. Van en un camión,
donde han escrito “Salamanca” y llevan la bandera rojigualda del fascismo
y la monarquía. En otra, se ve la Plaza de Cataluña llena de gente, ese
aciago día 26. Y, dos días después, una misa de campaña en el mismo lugar,
con la muchedumbre arrodillada. También, un desfile en la Avenida María
Cristina, en Montjuïc, el 1 de abril de 1939, reunido para celebrar la
victoria: pasan soldados, mujeres de la Sección Femenina de Falange
(todas, ataviadas con uniforme negro), Flechas Navales, carlistas. Los Flechas
Navales eran niños pobres, huérfanos, que querían ser marineros, y que,
rehenes del régimen, desfilan en uniforme por la avenida, haciendo el saludo
fascista.
Allí, en otra fotografía, estaba Serrano Suñer, el ministro de Asuntos
Exteriores del régimen franquista, paseando triunfante, en coche descubierto,
por la acera central de la Rambla barcelonesa. Y podía verse el viejo cine
Savoy, que estrenó el 26 de mayo de 1939 El Flecha Quex, que se
anunciaba como “la película de las Juventudes Hitlerianas”. Y, ante la
estatua de Colón, el arco construido en honor del conde Ciano, ministro de
Asuntos Extranjeros de Mussolini, que llegaba a Barcelona. Y la demostración
atlética de Falange en el estadio de Monjuïch, el 14 de junio de 1939,
cuando el partido fascista ya tenía 11.758 miembros en Barcelona. Algunas imágenes
muestran escenas que parecen haberse olvidado: en el Festival gimnástico de
las Juventudes Hitlerianas que se celebró en los talleres de La España
Industrial, en octubre de 1941, con presencia de los propietarios, los España
Muntadas, se ve una gran svástica colgando de las paredes de la fábrica.
Los trabajadores habían perdido la guerra y el fascismo marcaba así a fuego
el territorio de las luchas obreras, haciendo más evidente, más humillante,
la derrota y la venganza.
En las fotografías de Pérez Molinos estaba también el tren adornado con la
cruz gamada nazi y las flechas falangistas, donde viajaron, el 27 de noviembre
de 1941, los seiscientos obreros españoles que fueron a trabajar a fábricas
alemanas, para colaborar en el esfuerzo de guerra alemán. El fascismo del régimen
nacional-sindicalista colaboraba con Hitler con el trabajo esclavo de los
obreros españoles y con los divisionarios falangistas que acabarían luchando
en el cerco nazi a Leningrado. En la exposición estaba también la escena de
la salida de un tren de la División Azul en la estación de Francia
barcelonesa: todos saludan con el brazo en alto. Vi, en fin, a Himmler y al
general Orgaz, capitán general de Cataluña, cuando, el 23 de octubre de
1940, el jefe de las SS visita Barcelona y es agasajado por el régimen
fascista con muchedumbres entusiastas o cautivas. Barcelona, y España entera,
vivían los años de la victoria, de la venganza, del botín, los años de la
miseria y el hambre.
* * *
Sin embargo, todas esas imágenes imprescindibles para saber de dónde
venimos, que siguen emocionando setenta años después del inicio de la guerra
civil, constituyen para otros un pesado recordatorio, un fardo insoportable,
el fardo de la memoria. Si la transición política, tras la muerte del
dictador, sancionó un temeroso olvido del pasado, amordazadas todavía las
conciencias por el temor a una nueva guerra civil, treinta años después nada
justifica que el Estado rechace las demandas de las asociaciones y partidos
que reclaman que se haga justicia, que se anulen los infames juicios militares
y civiles en los que tantas personas inocentes fueron condenadas a muerte; que
se repare el dolor de sus familiares, aunque sea de manera tardía y simbólica;
que se reconozca la libertad germinal que fue defendida por los soldados
republicanos en las trincheras de la guerra civil y por los trabajadores en
las fábricas de la dictadura.
El presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, se había
comprometido, a inicios de su mandato, a elaborar una ley que diera satisfacción
a las víctimas del fascismo, una iniciativa que vino a llamarse Ley de
memoria histórica, pero su propuesta —presentada este verano— es
insatisfactoria para las asociaciones que han trabajado en la exigencia de
justicia, mezquina para los familiares de los presos políticos y de los
asesinados por el régimen, injusta para la memoria democrática del país y
para sectores del propio Partido Socialista. La ley tampoco ha sido bien
recibida por Amnistía Internacional, que considera que el contenido de la
propuesta gubernamental “es decepcionante, se aleja de las normas
internacionales de derechos humanos, olvida la justicia, no repara
adecuadamente a las víctimas y no avanza de manera sustancial en la búsqueda
de verdad”; ni por las fuerzas de izquierda, hasta el punto de que Francesc
Frutos, secretario general del Partido Comunista de España, PCE, cree que el
proyecto del gobierno “consolida el modelo español de impunidad”. Por
eso, a mediados de agosto, Francesc Frutos hablaba de la “crónica de una
claudicación”, tras examinar la propuesta del gobierno de Rodríguez
Zapatero sobre la memoria histórica.
Es cierto: con ese proyecto, setenta años después del inicio de la guerra
civil, seguirán sin anularse los miles de juicios ilegales celebrados por los
tribunales franquistas, el Valle de los Caídos seguirá siendo un monumento
al fascismo y las decenas de miles de personas honestas enterradas como alimañas
en las cunetas y ante las tapias de los cementerios, seguirán siendo los
olvidados de la historia. Porque, con ese proyecto, el sacrificio de quienes
lucharon contra la dictadura seguirá permaneciendo parcialmente oculto: el
imperdonable olvido de la transición política de finales de los años
setenta se refuerza. Por eso, es imprescindible que se anulen los juicios
fascistas, que se investiguen y abran las fosas donde enterraron
ignominiosamente a tantos antifascistas, que se eliminen los símbolos
franquistas que siguen existiendo por todo el país, que se cambien los
nombres de calles y plazas que siguen honrando a destacados miembros del régimen
fascista, que se retiren los lemas y nombres que siguen ofendiendo a la razón
democrática desde las paredes de tantas iglesias, que se investiguen los crímenes
de la dictadura, que se devuelvan los bienes robados por el franquismo. Debe
recordarse que, según el derecho internacional, la desaparición forzada de
personas (los desaparecidos, figuras que después harían
desgraciadamente célebres los militares argentinos o chilenos en la represión
sobre América Latina, pero que se iniciaron en la España de la militarada
fascista) se considera un crimen contra la humanidad y no prescribe, ni sus
autores pueden ser amnistiados.
El fardo de la memoria sigue aplastando a la derecha nostálgica del
franquismo o heredera del régimen, que no cede en su exigencia de falsear la
historia de la guerra civil y de la dictadura, añadiendo al olvido las patrañas
de los nuevos revisionistas de la historia que proliferan en los medios
de la derecha política, acusando, contra toda evidencia, a la izquierda del
estallido de la guerra civil. Si finalmente no se consigue enmendar la ley de
Rodríguez Zapatero se habrá perdido una nueva oportunidad de reparar el
injustificable olvido al que fueron condenados tantos españoles, cuando cada
vez quedan menos veteranos vivos, precisamente en el año en que conmemoramos
el setenta y cinco aniversario de la Segunda República. No podemos saber qué
pasará, pero no hay duda de que las asociaciones que luchan por conservar la
memoria histórica, para que no se olvide la ignominia fascista ni el
sacrificio de tantos seres humanos, y las nuevas generaciones que han nacido
con la libertad duramente conquistada, seguirán trabajando para que una
ley de memoria histórica haga, por fin, justicia. No será fácil, pero,
después de todo, ¿cuándo fueron sencillas las cosas? Algo de eso intuían
los soldados de la República que cantaban al puente en el paso del Ebro, en
los días de una de las batallas más sangrientas de la guerra civil. “¿Y
si nos tiran el puente, y, después, la pasarela?”, se preguntaban,
contestando enseguida:
“Si nos
tiran el puente y después la pasarela,
nos verás cruzar el Ebro, en un barquito de vela”.
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