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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Hemeroteca: 'El reino de las contradicciones', 37 años atrás
España: de la guerra civil al referéndum

Eduardo Galeano
Cuadernos de Ruedo Ibérico

Publicado en Cuadernos de Ruedo ibérico nº 10, diciembre-enero 1967

uno

En la segunda vuelta de los comicios de 1936, Francisco Franco supo, de una vez para siempre, que las elecciones libres no le convenían. Había querido ser diputado por Cuenca, pero no pudo, y también allí triunfó el Frente Popular. Cinco meses y dos días después de la victoria republicana de febrero, se desencadenó la sublevación, el «Alzamiento Nacional». Al cabo de una lucha heroica pero inútil, cayó la república, ahogada en sangre por sus enemigos, traicionada por muchos de sus amigos. Los vencedores consagraron a Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios, como todavía puede leerse en las pesetas, y resolvieron que sólo debía rendir cuentas «ante Dios y la Historia». El prometió que aplicaría «las enseñanzas de la Iglesia» y que no habría « un solo español sin pan, un solo hogar sin luz». El cadáver de José Antonio Primo de Rivera fue trasladado desde Alicante hasta El Escorial, para que descansara con los reyes: a su paso, a modo de homenaje, los soldados iban fusilando republicanos por los pueblos.

Casi veintiocho años después, el referéndum consagra una nueva Constitución que en la práctica liquida a la Falange, el movimiento fundado por José Antonio, pero que remacha el poder a perpetuidad que Franco, su «Jefe Nacional», ejerce. La mayoría de votos fue aplastante. Tan aplastante, que la cifra de los votantes, poco menos que unánimes por el sí, excedía largamente en los cómputos originales, a la cifra de los inscritos establecida por el censo. Francisco Franco no olvidó aquella desagradable experiencia de febrero del 1936. Este hombre de setenta y tres años ha tenido tiempo de sobra, a lo largo de su interminable dictadura, para aprender a ganar.

En el país que le ha ratificado, así, su agradecida confianza, hay siete millones de pobres según cifras oficiales. Es el país que disfrutan cada año quince millones de turistas, pero no los dos millones de españoles que la miseria expulsó a Francia, Alemania, Suiza o Bélgica.

Es el reino sin rey; reino, más bien, de las contradicciones.

dos

No resulta nada recomendable recorrer España en vagones de tercera, pasar en los asientos de madera días y noches durmiendo poco o nada por el incesante traqueteo de trenes viejos. Pero es en esos vagones donde se comparte todo, el vino y el pescado frito, las canciones y los cigarrillos, las opiniones, las confidencias.

Aquella tarde, entre Bilbao y Santander, teníamos delante un matrimonio gallego que volvía a sus tierras, a pasar las fiestas, desde Barcelona. A nuestro costado, viajaba un estudiante, cuyo rostro no marcado por una vida de sufrimiento y trabajo, se distinguía de las caras curtidas de los demás ocupantes del vagón. «Habrá que bajarse y empujarla, a esta tartana», comentó como para sí la gorda señora mientras su marido dormitaba. Acababa de devorar una fotonovela de Corín Tellado y un chorizo estupendo. Me cedió la fotonovela: un médico joven incomprendido por su suegra, se entregaba al alcohol, pero era finalmente recuperado para la sociedad por su señora esposa. Para el próximo número: «Eres una pecadora». Los demás leían Marca o El caso, los dos periódicos de más venta en España: deportes y crímenes. Pero yo quería hablar sobre el referéndum, hacer preguntas, recibir respuestas. Como la pasión española puede más, afortunadamente, que las presiones del régimen, la comunicación no es difícil tampoco en este plano: desde Irún a Barcelona pudimos hacerlo mil veces y siempre espontáneamente. En invierno, por lo menos, hay en España más españoles que norteamericanos o franceses; el escaso turismo no despierta prevenciones ni malicia. Aquel trayecto no fue una excepción y la conversación nació sin dificultades. El joven estudiante me dijo que había votado por no: «Un NO grandote, sabes, con lápiz rojo, un redondel así, ves, y que si me pillan que me pillen, que yo ya estuve dos veces encerrado, cuando las huelgas». Dijo, además, que la mayor parte de la gente que había votado por sí, no sabía siquiera lo que significaba la palabra referéndum. Y fue entonces que la señora, que se hacía la distraída mirando por la ventanilla, se puso furiosa. Dijo que ella podía ser una ignorante, pero que sabía muy bien lo que significaba la paz, sí, todos estos años de paz franquista: «Y si he votado por si, es porque no quiero que a mi hijo, que ya es grande, le pase lo que a mí. Porque yo estuve en Madrid durante toda la guerra, toda, me oyes, hasta el fin de la guerra, y me salvé por el pelo de un calvo de que me mataran». La discusión me reveló un conflicto de generaciones que brinda una de las claves más importantes para comprender a la España de nuestros días, heredera del terror pero, a la vez, asomada a un mundo nuevo. Mientras el muchacho se quejaba del presente, muy enojado, la señora, no menos enojada, gritaba sus penurias del pasado, pobre mujer para la cual la tierra ha sido, como decía Huxley, el infierno de otro planeta: «Porque el hambre era lo de menos, ni las metralletas, lo peor eran los obuses, Dios mío, que una no veía de dónde salían y caían así, de golpe, y todos los muertos de golpe en la calle; ah no, que eso no quiero yo que se repita, no se lo deseo yo a nadie». El régimen no ignora que el país quedó marcado a fuego por la experiencia de la guerra civil. Por toda España vi los enormes murales: «Vota por la PAZ», «Piensa en tu hogar», toda la propaganda destinada a identificar la idea de la paz con el voto por sí. Televisión, radios, diarios, calles empapeladas: como a la oposición le estuvo prohibida la menor posibilidad de desacuerdo, la idea del voto por no o de la abstención, se asoció con la idea de la guerra en la cabeza de muchos españoles todavía abrumados por la pesadilla del millón de cadáveres.

tres

Pocos, muy pocos saben en España en qué consiste la nueva Constitución: su texto farragoso, confuso, ambiguo, desalienta a los más lúcidos. Las cosas fueron hechas de tal modo que la votación no resultó más que la expresión masiva de apoyo que Franco necesitaba para dar una apariencia de legitimidad a la dictadura que ejerce por derecho divino. El declaró una vez: «No soy yo: es la Providencia quien gobierna España». Pero la Providencia no proporciona suficientes credenciales políticas, por sí sola, a los ojos de las autoridades del Mercado Común Europeo. Y España necesita asociarse al MCE como los pulmones el aire: las declaraciones formuladas a Le Monde por el Ministro López Rodó, a fin de año, son suficientemente claras en este sentido, es decir, son suficientemente lastimeras. «Democratizarse», entrar en Europa y en el siglo veinte, significa aceptar los bikinis en la Costa Brava y las ediciones nacionales o extranjeras de Marx, Freud, Sartre, los Trópicos de Miller en los escaparates de las librerías y las obras de Brecht en los escenarios de Barcelona y Madrid, pero significa también, y sobre todo, dar al pueblo la oportunidad de expresar sus desacuerdos y sus acuerdos con las autoridades en voz alta y no poniendo traviesamente y a escondidas el sello de correos de Franco cabeza abajo en las cartas: significa, en fin, reconocer el derecho de los españoles a elegir su destino. El régimen franquista, nacido de un golpe de Estado apoyado por la intervención extranjera, inició en los últimos años un proceso de «democratización» y aceptó como inevitable el aflojamiento de los ya tradicionales torniquetes de la dictadura. Poco antes del referéndum, el gobierno recibió dos golpes duros en este sentido: las elecciones municipales y las elecciones en los sindicatos verticales. En las elecciones municipales, el descontento se expresó por omisión: en ninguna ciudad de España el porcentaje de votantes llegó al 40 %. En las elecciones sindicales, se expresó por acción: al nivel de «enlaces», o delegados de fábrica, la oposición, que venía actuando ilegalmente a través de las Comisiones Obreras paralelas, obtuvo una victoria resonante en los centros laborales más importantes del país. El régimen no podía admitir la profundización de este proceso, sin poner en peligro sus bases de sustentación. En consecuencia, se las arregló para que a nivel provincial no se reflejara de ningún modo el resultado de las elecciones de base: dividió, por ejemplo, el Sindicato del Metal en 27 ramas diferentes, para asegurarse una representación provincial adicta por medio del control de los talleres pequeños; como las autoridades son elegidas, en conjunto, por la rama obrera y la rama patronal, no le resultó en definitiva difícil neutralizar, al menos transitoriamente, esta desagradable resurrección de la «lucha de clases». Del mismo modo, se hacía intolerable para Franco que sólo el 14,70 % de los electores sufragara en Barcelona, y nada más que el 30,10 % en Madrid, como había ocurrido en las elecciones municipales. No: el referéndum debía ser un prodigio de buena organización; era preciso demostrar categóricamente al mundo entero que los españoles aman a su Caudillo por sobre todas las cosas. El fervor de los funcionarios, sumado a la eficacia de las I.B.M., se pensó, cumplirían la faena, que se desarrollaría al influjo de una aplastante propaganda destinada a estimular, en la memoria de los españoles, el negro recuerdo de la guerra civil. Así se hizo. La despolitización sistemática llevada a cabo por el régimen a lo largo de estos veintiocho años, facilitó las cosas. A la indiferencia de muchos jóvenes, se agrega, en la España de hoy, la desorientación y el miedo de las generaciones anteriores, para las cuales cualquier perspectiva de cambio parece implicar una promesa de violencia. El «lavado de cerebros» ha rendido sus frutos al punto de que no son pocos los españoles que creen que fue la república la que se sublevó, malvadas hordas marxistas, contra Franco.

Sin embargo, el frenesí resultó excesivo, y los resultados de esta mezcla de fantasía ibérica y métodos electrónicos no son nada convincentes. La noche del plebiscito, los locutores de la televisión leían con sus mejores caras los primeros resultados, la cantidad de votos excediendo en un caso sí y en otro también la de electores, la increíble masa de «transeúntes» que las máquinas contabilizaban, indiferentes a la dimensión del disparate, en las regiones más desoladas de España. En el primer distrito de La Coruña, por ejemplo, aparecieron 12159 votos por sí aunque sólo había 5936 inscritos; en Móstoles, un minúsculo pueblito cercano a Madrid, famoso porque fue el primero que se sublevó contra Napoleón, pero prácticamente deshabitado hoy día, brotaron de la nada 740 «transeúntes», de los cuales 736 votaron por sí y cuatro en blanco; en la casi invisible pedanía de Pozo de Cañada, en la provincia de Albacete, aparecieron votando, sobre un total de trescientos, 209 «transeúntes»: los ejemplos podrían repetirse al infinito. El alcalde de Gandía, en Valencia, primer puerto naranjero de España, fue más expeditivo: resolvió que conocía la voluntad de sus 22000 habitantes mejor que ellos mismos y votó él por todos: naturalmente, se pronunciaron con emocionante unanimidad por el sí. Un corresponsal extranjero amigo mío, hizo personalmente una prueba interesante : fue al Instituto San Isidro, en Madrid, y votó, aunque no era español. Obtuvo el certificado correspondiente.

Franco no podía permitir que el plebiscito del 1966 arrojara menos votos por sí que el del 1947, antecedente inmediato de «elecciones libres». Sin duda, cabe atribuir a la torpeza entusiasta de los funcionarios subalternos del régimen, el hecho de que los «transeúntes» hayan sido tan mal distribuidos que en algunos distritos de provincia no apareció ninguno, pero en otros, surgieron miles. El miedo y la ignorancia hicieron el resto. No en vano se decía en España, en los días de la votación, que las boletas en blanco, no escritas por sí, había que ir a pedirlas en algunos pueblos, a los cuarteles de la guardia civil: sin cuarto oscuro ni sobres, huérfano de toda garantía, el votante por no quedaba expuesto a represalia: era preciso votar por sí, y proclamarlo a voces. La consigna de la abstención, dada a conocer por los sectores mayoritarios de la oposición, se estrelló contra los temores que el régimen, hábilmente, difundió: no sólo el espectro de la guerra, sino también inseguridades materiales inmediatas. Se pegaban murales que decían: «Madre española: tus hijos no pueden votar. Tú sí. Vota por LA PAZ », pero también se daban a conocer amenazas oficiales y oficiosas, noticias y rumores, según los cuales quien no votara perdería el empleo o la jubilación o sufriría descuentos en su salario. El certificado de voto se convirtió en un amuleto imprescindible contra «la desgracia». «Había que votar por sí, por la paz. Porque si no, mi novio me dijo que iba a haber una guerra como ésa del Vietnam», nos explicó la criada de una posada de Ávila. El alcalde de Moncada Bifurcación, un pueblo a la salida de Barcelona, dio a conocer un bando según el cual a quien no votara se le aplicaría una ley que pena «la afrenta pública».

Dos ciegos que encontramos en el metro de Madrid, nos dijeron que habían votado porque de otro modo les hubieran quitado los números de lotería con los que se ganaban la vida; un funcionario de ferrocarriles y el portero de un banco, coincidieron en que si no hubieran votado se hubieran quedado sin el aguinaldo de Navidad. Una viejita envuelta en trapos negros, doblada por el frío de las primeras horas de una mañana de Burgos, nos contó por qué era importante tener a mano el certificado de voto, mientras la ayudábamos a ascender la empinada cuesta, cerrada de niebla, que conduce a la catedral: «Es por si vuelven las cartillas de racionamiento», explicó. Era una amenaza que había escuchado, sin duda, veinte años antes.

El éxito fue, en estas condiciones, completo : hasta en el desierto del Sahara español, votó el 98% de los inscritos. Y no votó allí el 110%, porque ya el régimen había agotado todo su stock de «transeúntes» en territorio europeo.

cuatro

Tres mil obreros despedidos en Barreiros, la firma que fabrica el Dodge Dart y el Simca 1000 en España; diez mil obreros amenazados por la desocupación en las fábricas Standard Electric, Schneider, Hélice; tres mil obreros trabajando a bajo rendimiento en la SEAT, la empresa que produce los Fiat, el Sedan de cuatro puertas, la Rural: la crisis agazapada tras el deslumbrante boom económico español, empieza a asomarse peligrosamente. Una estructura agraria de hace 500 años levanta diques insuperables a la ola del «desarrollo», con toda su engañosa espuma de numeritos. Medio millón de televisores y seiscientas mil heladeras producidos en 1965, duplicación de la fabricación de automóviles prevista para cuatro años, aumento del 57 % en la renta por habitante entre 1959 y 1966: brotan los objetos mágicos y los extensos y resplandecientes automóviles «al nivel europeo» de las modernas plantas recién instaladas, pero España, tradicional exportadora de alimentos, se ve ahora obligada a importarlos a causa del estancamiento o la caída, según el caso, de sus propios rubros de producción agrícola. El enorme déficit de la balanza comercial no alcanza a ser cubierto por las remesas de moneda fuerte que envían a su patria perdida los albañiles y las sirvientas que España vende, cada año, a Ginebra, Hamburgo o París, ni por las cuantiosas divisas que traen los turistas extranjeros. Es la experiencia de un «desarrollo» en buena medida artificial, reflejo de la prosperidad europea, que no ha creado las condiciones para la ampliación del mercado interno que la naciente industria necesita y para el abastecimiento de la demanda creciente de alimentos que implica la elevación del nivel de ingresos. La propia industria tan impetuosamente surgida en los últimos años, está viciada de desequilibrios y contradicciones agudas. Debilidad del sistema de transportes y comunicaciones, hipertrofia de las industrias superfluas y desarrollo escaso de las industrias básicas, fábricas que producen artículos para mercados saturados y mercados que demandan artículos que las fábricas no producen: los primeros resultados de tanta incoherencia empieza a notarse en la crisis ya visible de la industria del automóvil. Por otra parte, en general, las técnicas de producción son todavía anticuadas, los obreros trabajan normalmente doce horas por día y el numero de accidentes de trabajo es tan alto que su valor económico resulta casi equivalente al ingreso total proveniente del turismo, según cifras oficiales. El Ministerio de Trabajo ha reconocido, incluso, que son aún más graves las pérdidas por enfermedades y envejecimiento precoz de los obreros.

cinco

Las malas condiciones de trabajo y las perspectivas de desocupación que amenazan a algunos sectores industriales, constituyen, y bien lo sabe el gobierno, caldos de cultivo propicios para la agitación obrera. Los resultados del referéndum se hicieron notar, en este sentido, de inmediato: una considerable cantidad de dirigentes de las Comisiones Obreras, cuyo prestigio había quedado de manifiesto en las elecciones sindicales oficiales, fueron a parar a la cárcel, en Madrid, Barcelona y otras ciudades, a lo largo de una serie de «batidas» policiales que tuvieron lugar entre las vísperas de Navidad y el fin del año.

El régimen franquista parece, pues, sentirse autorizado por tantos síes que él mismo sembró y cosechó, para desencadenar medidas de represión contra los militantes sindicales de la oposición. En los últimos tiempos, éstos venían actuando, en algunos casos, con relativa impunidad, aprovechando la apertura «neocapitalista» hacia formas más «modernas» de relación entre patronos y obreros.

Se ajustan, ahora, las clavijas. Esta es la significación primordial del plebiscito de diciembre: se consolida internamente el poder oficial, fisurado por toda clase de contradicciones y se hace externamente, a los ojos del mundo, una exhibición de fuerzas « democráticamente » avalada por la mayoría, la aplastante mayoría del pueblo español.

seis

Las reformas introducidas a la Carta Orgánica del Estado tienen, en sí, una importancia secundaria y son, por lo demás, un secreto para iniciados. Un taxista de Madrid me confesó: «No sé, no sé; no sé si me van a aumentar o a rebajar la paga». En cambio, un sereno de San Sebastián al que tuvimos que llamar, como es costumbre, batiendo palmas, para que nos abriera la puerta de entrada a la pensión, estaba, él sí, seguro: «¿La votación? De maravillas. Todo el mundo votó, y los que no podían votar porque no tenían la edad, daban gracias de todos modos, los hubiera usted visto, salieron en la tele. ¿Eh? Pues claro que voté por si. ¿Y qué es esta Constitución? Pues hombre: es para aumentar los salarios. Los aumentan un 50 %. Los precios no: eso ya lo habían prometido de antes». Un conscripto de Pontevedra, ocasional compañero de viaje en el ferrocarril, nos dio así su opinión: «Todos votaron por sí porque, ¿qué se ganaba con votar por no? Uno solo no puede hacer nada. Si todos votaran por no sería otro cantar, pero entonces habría una revolución, imagínate. El 14 nos llevaron al cuartel y el tío aquel nos dio a cada uno su papeleta con el sí ya escrito, nos pusieron en fila y a votar. ¿Qué le pasará al Caudillo, qué crees? Está viejo, ¿eh? Yo lo vi bien porque le hicimos la guardia en San Sebastián. Ahora, con la Constitución ésta, tiene a uno nombrado para cuando se muera». Intervino entonces, para corregirlo, un viejo con aspecto de obrero: «No no, qué va, no es que tenga de otro nombrado, que son tres, ahora, uno de ejército, el hijo del Rey y el otro es el Caudillo mismo. Porque así se evita que cualquiera de ellos se levante contra los otros, ¿me entiendes?». El soldadito insistía en que las cosas eran como él había dicho. El tren estaba por llegar a Bilbao. Fue entonces cuando un borracho que había subido en una de las últimas estaciones y que seguramente se había equivocado de tren porque decía que se iba para Francia, dejó de decir que se iba para Francia para advertir, con voz insólitamente clara: «Por suerte, pasado mañana nace Dios». Era el 20 de diciembre: también de fecha se había equivocado. No le pregunté en qué consistía la nueva Constitución.

siete

Hay un fatalismo español. No me resultó difícil darme cuenta de que aquel camarero de un café de Valencia no estaba conforme con su situación personal ni, por extensión, con la de su país. Pero reconocía, eso sí, que «Franco de todos modos ha hecho una gran obra, porque este país necesita una dictadura. No hay más remedio. Si los españoles no tenemos las manos atadas, ¡hala!, nos peleamos. Es por el temperamento, ¿sabe usted?». Hay muchos españoles para los cuales la dictadura ha llegado a ser una costumbre, en todo caso un mal necesario: se acepta a Franco como al frío en el invierno, como las mujeres educadas para la sumisión aceptan maridos que las maltratan, «porque es el Destino, la Cruz de cada cual, la voluntad de Dios».

Pero hay también una rebeldía española, una furia legendaria que está todavía viva en esta sociedad desangrada por la tragedia. Es la rebeldía que el plebiscito no muestra, la de los hombres que dicen no, en castellano:

«No,
yo digo no,
digamos no,
nosotros no somos de ese mundo»,

o en catalán:

«No,
jo dic no,
diguem no.
Nosaltres no som d'eixe món».

Es la rebeldía de las huelgas de Asturias y las manifestaciones estudiantiles, la crispación y la protesta de la nueva España peleadora que canta por la boca del valenciano Raimón: la que no reniega de su forma de piel de toro, la que tendrá la palabra, de nuestra generación en adelante, las manos ya no atadas por la memoria.

ocho

«Tendría que escribir más canciones contra el miedo. Todas las canciones contra el miedo». Raimón vuelve la cara al sol que se alza, blanco, sol de invierno recién nacido, entre las montañas. Tiene ahora 26 años. Su padre, un carpintero anarquista, acababa de salir de la cárcel cuando él nació: la familia vivía, vive todavía, en el barrio obrero de Játiva, en una calle que se llamaba, pero ya no se llama, De la Libertad. En el 1939, al fin de la guerra, la calle perdió su nombre: las tropas franquistas le blanquearon el rótulo, a la cal, y desde entonces la gente la llama Calle Blanca, Carrer Blanc en catalán. Esta es la casa que Raimón debió abandonar, hace unos pocos años, «la cara al vent, al vent del món», «porque creo que puedo deciros, en mi maltratada lengua», en su lengua catalana dicha al modo de Valencia, paraules i fets que encare ens fan sentir homes entre els homes.

Raimón no es popular solamente entre los casi siete millones de españoles que hablan catalán; de norte a sur y de este a oeste, lo mejor de la nueva generación reconoce su naciente voluntad de afirmación y lucha en las canciones que Raimón, más que cantar, vocifera. Hasta en Madrid, que tradicionalmente mira de reojo cuanto viene de tierras catalanas, Raimón ha conquistado el segundo puesto en las encuestas de popularidad entre los jóvenes, según los resultados publicados por un diario del régimen: un cursilón inofensivo obtuvo el primer puesto. Primer Premio en el Festival de la Canción del Mediterráneo, Gran Premio al Disco de Cantante Extranjero en París: también las recompensas y el éxito estrepitoso de las funciones internacionales de Raimón señalan, más allá de fronteras, su creciente resonancia. Sin embargo, en España, Raimón no puede actuar en televisión, desde hace dos años, y la radio le está también prácticamente prohibida. El long-play que recoge su actuación en el Olympia de París, se vende a precio de oro, traído desde Andorra de contrabando: allí están grabadas las canciones que el régimen no le permite cantar, tampoco, en sus funciones públicas. Porque cada vez que Raimón canta, en programas organizados por los estudiantes en toda España, las funciones se transforman en mítines, la fiebre sube.

El no ignora, por cierto, el poder explosivo de sus canciones. A fines de noviembre del ano pasado, en Sabadell, populoso suburbio industrial de Barcelona, tuvo que cantar seis veces seguidas la misma canción -«La Nit», la noche- porque la censura le prohibió las otras que integraban el recital. Raimón sacó de su bolsillo un papelito y leyó los títulos de cada una de las canciones no permitidas: el publico acometió entonces, a coro, furiosamente, «Diguem no» -Digamos no- prohibida desde 1964:

Hemos visto el miedo
ser ley para todos.
Hemos visto el hambre
ser el pan de muchos,
y cómo han hecho callar
a muchos hombres
llenos de razón.

«El miedo. El miedo a las tradiciones, a lo que piensa el vecino, a perder la paga. Tendría que escribir más canciones contra el miedo»: Raimón sacude la cabeza, sonríe tristemente. Desde el alto peñón donde estamos sentados, escuchamos, en el silencio de la mañana, el tintineo de los cencerros de una manada de ovejas que marcha, por la quebrada, rumbo a la ermita de San José. Raimón me dice las letras de algunas canciones prohibidas:

Tú, tú que me escuchas
con cierto miedo.
Tú me obligas a gritar

y de otras que ni siquiera ha presentado nunca a la censura:

Así vengas o no vengas,
hará frío este invierno.
Y las viejas que venden tabaco
lo sentirán mucho más.

Desde el punto de vista de los comisarios, todos estos sencillos versos de Raimón, explicados y discutidos en cada recital, resultan más peligrosos que ciertas obras clásicas del marxismo o las herejías de Freud y los existencialistas franceses, ya editadas o de próxima aparición en Barcelona. Para la España conformista y temerosa, que elevó el certificado de voto en el referéndum a la categoría de talismán mágico, tales canciones son muy inconvenientes. Si en los días del plebiscito se prohibió actuar a un conjunto yé-yé por el solo hecho de que se llamaba «Los no», ¿cómo va a permitirse a Raimón cantar libremente sus canciones? Raimón revela y presiente a la otra España, a la nueva, habla de «un tiempo que ya es un poco nuestro» y de «un país que ya estamos haciendo»: es demasiado. ¿Acaso no se le han rechazado a Berlanga quince guiones de películas que ha ido presentando en vano, uno tras otro a la censura? Apenas pasada la guerra, se prohibió en España «La República » de Platón. En 1967, la censura demuestra que ha ganado sentido práctico.

nueve

Como el personaje célebre de Lampedusa, el régimen ha comprendido que «es preciso que algunas cosas cambien, para que todo siga como está». Ha perdido dramatismo, pero ha ganado astucia. En la flamante Carta Orgánica desaparece la terminología fascista, «verticalismo», «jerarquía», «totalitarismo», ya no se postula «organizar al mundo del trabajo como un ejército ordenado y creador»; para la misma Falange la nueva Constitución equivale a un certificado de defunción, expedido por su propio Jefe Nacional. La muerte llega cuando ya las cinco flechas y el yugo habían dejado de ser el símbolo que sellaba el ingreso a la fraternidad fascista de la violencia y la aventura, para convertirse no más que en una buena llave para llegar a una vida fácil y acomodada. También la «dialéctica de las pistolas» había alcanzado la etapa de la buena digestión: el humor popular decía en Madrid que a la Falange, como a los almacenes SEPU, se entra por la avenida José Antonio y se sale por la calle del Desengaño: de la romántica leyenda de los señoritos idealistas a la corrupción y el arribismo.

Franco reniega, pues, del vocabulario fascista, y hasta de la organización sobre la que empinó su poder, pero no reniega, por cierto, de sí mismo: la reforma crea el cargo de presidente de gobierno, nuevo puesto aún no provisto, en condiciones tales que el Jefe de Estado continúa siendo la autoridad absoluta: el propio Franco hasta el día de su muerte. Teóricamente, el presidente puede vetar sus resoluciones, pero el jefe de Estado podría devolverle la gentileza: se reserva el derecho de designarlo y de destituirlo. Los partidos políticos siguen prohibidos. En lo que respecta a la libre expresión de la voluntad popular, la «democratización» no llega demasiado lejos: sólo una sexta parte de los diputados será elegida por sufragio directo.

A pesar de todo, el deshielo español llega más allá de lo que revela la tímida liberalización que la nueva Constitución admite. Hay un visible «descongelamiento» del proceso histórico, determinado por profundas razones de adentro y poderosas influencias de afuera. El desafío de los nuevos tiempos pone en peligro las bases de estabilidad del sistema: el régimen, por lo tanto, se adapta para sobrevivir, admite ciertos cambios como una especie de precio que es preciso pagar para que no cambie, en lo hondo, el sistema de privilegios e injusticias que le dio origen y para cuya defensa nació.

diez

Conmoción en la máquina burocrática sindical: surgen las Comisiones Obreras, espontáneamente nacidas de las bases, de la manera más simple: porque los obreros de tal fábrica reclaman una ducha o porque los de tal otra quieren que su cumpla una ley que su patrón desconoce. Las Comisiones nacen bajo el signo de la lucha contra la estructura jerárquica oficial del movimiento sindical, absolutamente divorciada de la clase trabajadora, sus preocupaciones y sus intereses. Postulan un claro programa de reivindicaciones inmediatas y de fondo: sus miembros ganan abrumadoramente las elecciones en los propios sindicatos de gobierno, en el metalúrgico, en la banca, la electricidad, el papel, las artes gráficas, la minería. Los vetos interpuestos a algunas candidaturas, no bastan para contener la avalancha: se niega una, aparece otra. José Hernando, operario metalúrgico, uno de los principales organizadores de la gran rebelión que está sacudiendo al aparato sindical franquista, me lo con tó así, en la casa de unos amigos comunes de Madrid: «El pueblo español estaba futbolizado, no pensaba, en nada pensaba, para qué: ahí estaban Di Stéfano y Manolete, ahí está El Cordobés. Se creyó que con eso bastaba. Las Comisiones Obreras han venido a demostrar que no, que no bastaba, que el pueblo español quiere pensar y se dispone a actuar. Y no es como el sifón, vamos, que hace burbujitas y se le va la fuerza, no.» El régimen reacciona: evita, por un lado, que la victoria de las Comisiones Obreras se refleje en los niveles medios y altos de la estructura gremial; por el otro, la nueva Constitución anuncia cambios, aún no conocidos totalmente, en la organización sindical tradicional. Algunos de los dirigentes triunfantes van a parar a la cárcel, de la que entran y salen más o menos habitualmente, y casi todos figuran en las «listas negras » que las empresas hacen circular en nombre de la necesario profilaxis ante la contaminación comunista de sus obreros. Pero ya se está lejos de los tiempos en que bastaba que un trabajador fuera dirigente gremial, o que lo hubiera sido, para que se convirtiera en cadáver ante el pelotón de fusilamiento. El régimen se «moderniza», los ojos puestos en el Mercado Común Europeo: los ministros del Opus Dei saben muy bien que no es con los esclerosados sindicatos verticales como España podrá alcanzar el «nivel europeo», también imprescindible en este plano, para su asociación anhelada al MCE.

El ministro Castiella negocia en Bonn y el ministro López Rodó promete democracia en París, Rumania establece con España relaciones diplomáticas a nivel consular, nace y se desarrolla el turismo del Este, crece el comercio con Cuba: la apertura hacia Europa occidental y los países socialistas, no puede realizarse impunemente. Cuando España restableció relaciones diplomáticas y comerciales con otros países de Europa, y pudo ingresar en las Naciones Unidas, fueron los hijos de los vencedores quienes trajeron en sus maletas, al regreso de becas y viajes oficiales, los primeros libros «subversivos» que entraron a un país donde hasta Rousseau estaba prohibido. Ahora, muchos años después, esta segunda apertura no puede hacerse sin consecuencias, sin que el viento entre por las ya no tan clausuradas ventanas del régimen. No es sólo por hipocresía que diarios y ministros hablan, en la España actual, de socialismo y república, llenándose la boca -ya que no la cabeza- con ideas que la España vencida había levantado como banderas -tardío homenaje a la gloria de su derrota. La presión interna del boom económico, la industrialización acelerada, el ascenso de una «sociedad de consumo» en las ciudades, superpuesta a una sociedad agraria todavía medieval, obligan al país, por el dinamismo de los cambios que implican, a entrar también políticamente en nuestro siglo. La derecha «limpia» su mala conciencia: la monarquía se hace «popular», la Falange, en los estertores de su agonía, «democrática», la Democracia Cristiana pasa a ser «social». Para ubicarse al nivel de aceptación europea que sería menester al desarrollo interno de la economía española, los mismos que dispusieron la prohibición de las huelgas y el control de la información, la supresión de los partidos y la creación de sindicatos verticales, son hoy los «campeones» del derecho de huelga y la libertad de prensa, los sindicatos democráticos y el pluripartidismo. La expansión económica crea sus propias contradicciones, las estructuras se vuelven contra sí mismas: las Comisiones Obreras invaden los sindicatos oficiales, y la propia organización estudiantil del régimen incuba las primeras rebeldías juveniles, que la hicieron estallar en pedazos. El régimen asimila las tensiones tan hábilmente como puede, pero se encuentra a cada paso con que el desarrollo del país choca una y otra vez con los obstáculos que levantan las estructuras tradicionales a las que debe su propia existencia: la industria no puede crecer coherentemente en un país donde el campo produce y consume cada vez menos, con la mitad de las tierras en manos de menos del 1% de los propietarios, pero, ¿no fue acaso el propio Franco quien abolió la Reforma Agraria, por decreto del 28 de agosto de 1936, en la zona «nacional»? Del mismo modo, la existencia de sindicatos independientes y poderosos -una de las condiciones visibles de una sociedad europea moderna- es incompatible con un sistema que obliga a los obreros a trabajar doce horas al día, pero, ¿no fueron acaso los patrones quienes ganaron la guerra? ¿No se levantaron Franco y los suyos en defensa de un «orden» vulnerado, entre otras cosas, porque el poder sindical amenazaba dar fuerza de realidad a la ley de ocho horas y otras conquistas obreras?

once

El exjefe nacional de propaganda de la Falange me recibió en Madrid, apenas salido de la cárcel. Así se expresó Dionisio Ridruejo, actual militante antifranquista: «Todo el lenguaje oficial es el lenguaje de la oposición. El régimen sabe que no tiene futuro, tiene conciencia de su provisionalidad. Está interesado en que sea lento el proceso de democratización, para que la dictadura dure tanto como las vidas de sus beneficiarios». Y por su parte, la duquesa de Medina-Sidonia, afirmó a lo largo de un extenso diálogo que sostuvimos: «El régimen se desintegra. No hay más que ver el desorden en los ministerios: se pelean, dan una orden aquí y otra allí, en fin. Es que son veintiocho años que llevan todos unidos bajo la dictadura de un señor, y este señor ya no puede mandar nada. Están acostumbrados a obedecer, todos, y por eso se desorientan así». Ocurre que, a su juicio, «los fuertes ya no son fuertes en España : ahora todo depende de la debilidad de los débiles».

Puede resultar extraño el caso de esta duquesa española abrumada de títulos, que se consagra a la lucha antiimperialista y se proclama socialista. Pero no es menos elocuente, al fin y al cabo, que haya sido condenado a ocho años de cárcel el hijo del Ministro del Aire, acusado de practicar la subversión comunista (salió de la prisión en estos días), o que sean de izquierda todos los hijos del gran retórico del falangismo, Sánchez Mazas, inventor de las frases: «¡Arriba España!» y «Por el Imperio hacia Dios»: uno de ellos ha sido obligado al exilio.

doce

Dando vueltas con un amigo en la noche de Madrid, llegamos a la Calle del Reloj. Del cuartel emana, en la oscuridad, un cierto esplendor helado, siniestro, como el que he sentido parándome en el centro de la desierta Plaza Mayor, en el exacto sitio donde la Inquisición, hace ya mucho tiempo, quemaba vivos a los herejes. Ocurre que en este cuartel funcionan los tribunales militares. Aquí, hace bien poco tiempo, aquellos anarquistas fueron condenados a morir por asfixia, por pena de garrote vil, al cabo de un juicio sumario en el que estuvieron, como todos los presos políticos, siempre de espaldas al público. Aquí se dictó sentencia sin pruebas contra Julián Grimau -y después se supo que el militar que lo acusó no había completado sus cursos de Derecho. Miro los fríos muros grises y no puedo dejar de pensar en las cinco de la mañana de aquel sábado en el Campo de Tiro de Retamares, el cuerpo de Grimau neblinosamente iluminado por los focos de los automóviles, la bruma lechosa de los focos, Grimau de pie, Grimau se cae, atadas las manos, acribillado por las balas de los soldados que creyeron que estaban ajusticiando a un delincuente común: no puedo dejar de pensar que si el silencio se está rompiendo en la España de fines de 1966, después de tantos años de insensibilidad que sucedieron al shock de la guerra civil, hubo hombres que pagaron por ello, bien recientemente, el precio de sus vidas. El amigo que me acompaña tiene, por cierto, más motivos que yo para que el frío le recorra el cuerpo. Es un obrero metalúrgico, anarquista, cuyo nombre me reservo: acaba de salir de la cárcel donde estuvo encerrado quince años, quince años enteros, como tantos otros, enterrado vivo.

Me cuenta la historia, desde el día en que lo acorralaron en un ferrocarril en marcha donde viajaba con documentos falsos («hubo un delator: estaba jodido») hasta la noche en que salió de la prisión, el mundo nuevo, diferente, que entonces encontró, cómo fue difícil reconocer la ciudad y la gente. Le duele que hayan prácticamente desaparecido aquellos cafés legendarios en los cuales los amigos transcurrían tardes y noches en interminables tertulias que eran como asambleas; le duele que desde el 1936 se haya triplicado la población de Madrid pero que se venda, ahora, la mitad de los diarios que se vendían entonces; le duele la influencia de la televisión transformando el lenguaje popular y difundiendo la mitología del éxito, la fiebre del oro: me habla de los jóvenes trabajadores que son sus compañeros de pensión, despolitizados, indiferentes a otra cosa que no sea el sueño del Fiat 600 o la millonaria norteamericana que vendrá, viuda, vieja y fea, pero con su varita mágica, para arrancarlos -para arrancar a uno, al elegido- de la humillación y el desamparo de la clase obrera; la sordidez de las conversaciones en que se clasifica a las mujeres en dos categorías distintas, según sirvan para casarse o para acostarse con ellas. Le duele que un pesebre con aire acondicionado pueda ser el ideal de vida de esta «sociedad de consumo» que ha encontrado, instalada en su patria, a la salida de la cárcel: «sociedad de consumo» que, por cierto, consume bien poco.

Pero la prisión no le dobló la espalda. Apenas conoció la libertad, se lanzó a militar en las Comisiones Obreras. Y dice que ya tiene convencidos a dos de la pensión.

trece

A pesar de la distensión, hay todavía presos políticos en España. Y son unos cuantos. El régimen mismo lo reconoce, sin proponérselo, cada vez que anuncia que se reduce una pena de once a nueve años, otra de veintitrés a quince. Aplicándoseles el rótulo común de «agitadores rojos», se ha encerrado y se encierra, en realidad, a hombres de todas las tendencias -en un país donde, por lo demás, se cultiva en estos últimos tiempos con particular dedicación la relación con los gobiernos de «agitadores rojos» que han tomado el poder.

Contra lo que se cree habitualmente en el exterior, es alto el porcentaje de católicos que van a parar a la cárcel con cierta frecuencia en España. Tampoco se sabe, fuera de fronteras, que hubo agitadores católicos en el origen de las huelgas de Asturias, y se ignora que una considerable cantidad de revistas y publicaciones católicas han sido confiscadas o clausuradas por el régimen en estos últimos años. El convento de benedictinos de la Abadía de Montserrat, publica la revista más liberal de cuantas aparecen en España: Serra d'Or, en catalán; otro convento de Barcelona, el de los capuchinos de Sarria, fue sitiado por la policía durante tres días en marzo de este año: se había realizado allí una asamblea estudiantil prohibida por el régimen. Fue en el Instituto de Química de este mismo convento, donde Raimón realizó una de sus más espectaculares funciones-mitines, ante un público de 6 500 muchachos congregados por el Sindicato Democrático de Estudiantes (ilegal) y numerosos policías de uniforme o de civil que no se atrevieron a intervenir. En estos últimos tres o cuatro años, el movimiento juvenil católico de izquierda de Barcelona que ha funcionado siempre clandestinamente, varió su nombre tres veces: las sucesivas modificaciones dan la pauta de un proceso de cambio que va mucho más allá de las palabras. Comenzó llamándose «Católicos Catalanes», después «Cristianos Catalanes» y más tarde «Comunitarios Catalanes»: ahora se llama «Fuerzas Federales Socialistas». Es una editorial católica de Barcelona la que se apresta a publicar un texto del marxista Ernest Mandel, que verá la luz al mismo tiempo que una nueva edición de un manual de consejos sacros para jovencitas de quince años.

Conocí en Madrid al sacerdote José Baylo. Había salido de la cárcel hacía poco tiempo. Siendo capellán, un tribunal militar lo acusó y condenó, en 1962, por «mantener contactos con elementos del Partido Comunista». Se trataba de un «delito» eclesiástico, no militar ni civil: hay cánones y textos pontificios que condenan las relaciones con los marxistas. Baylo sufrió, pues, las consecuencias de un proceso eclesiástico sin haber pasado por él. Durante su larga detención, la Iglesia lo abandonó: fueron inútiles las cartas a los obispos, las reclamaciones, todos los propósitos de comunicación con la jerarquía. Sus propios colegas le hicieron el vacío : cuando le pidió a un capellán que sacara del cuartel unas líneas dirigidas a un abogado eclesiástico, el sacerdote le dijo que él era capellán y no cartero. El de Baylo fue un claro caso de cobardía colectiva de la Iglesia, todavía presa del pánico a la contaminación marxista, funcionando todavía dentro de los esquemas que la han convertido en una empresa de venta de entradas al Cielo. Pero ya en estos últimos tiempos soplan vientos de Concilio también para la Iglesia española: de 1962 a 1967, varios siglos han transcurrido. José María González Ruiz, canónigo de la Catedral de Málaga, una de las más altas autoridades de la Iglesia en el país, de prominente actuación también en Roma, mantiene relaciones públicas y notorias, hoy día, con marxistas de varias tiendas, publica libros y dicta conferencias en este sentido, envía cartas a L'Unità. Fue él quien organizó la manifestación de curas en Barcelona, en la primavera de 1966, severamente reprimida por la policía.

Hay en Madrid cincuenta mil niños sin escuela por falta de locales, pero se organizan campañas para levantar 186 nuevas Iglesias. Para inscribir a un niño en las escuelas españolas, se requiere el certificado de vacunación, pero también el de bautismo; en los pueblos, son los curas quienes expiden los certificados de buena conducta. Si un hombre y una mujer quieren casarse sin ceremonia religiosa, deben abjurar públicamente de la fe católica: quien no está casado por la Iglesia es soltero porque así lo han decidido las leyes y la moral pública. La «España negra», el imperio de curas, militares y señoritos, no es un invento. No por casualidad el régimen difundió, en los días del referéndum, papeletas sin pie de imprenta aconsejando votar «sí». Y sin embargo, dentro de esta misma Iglesia cuya jerarquía había decidido que el aplastamiento de la República era la última Cruzada de la Edad Media, surgen las más estridentes voces de protesta contra sus propios privilegios y las injusticias del régimen.

catorce

Viniendo de Altamira, donde hace veinte mil años los hombres invocaban la caza pintando con tierra y sangre los techos de sus cavernas, nos quedamos a pasar el día en un pueblito, Santillana del Mar, que parece detenido hace quinientos años en la historia. Mientras almorzábamos, un desfile de gran soirée, con modelos de una casa de alta costura de Madrid, se deslizó elegantemente, por la pantalla del televisor, ante nuestros ojos; a nuestras espaldas, los chicos de la casa repetían los jingles de propaganda de los chocolates «Tulicrem». A la caída de la noche, todo el pueblo se reunió, como de costumbre, frente al receptor, fija la atención de cada uno de aquellos hombres rudimentarios, en las imágenes que se sucedían, deslumbrantes, en la pantalla. Así escucharon el discurso de Nochebuena de Franco; así el rostro bondadoso del Caudillo estuvo presente también entre ellos. De algún modo, pienso, esto es España en la actualidad : una contradicción permanente, varias épocas mezcladas en una sola. Como son España, en el mismo sentido, los chicos que vimos jugando a la guerra en un parque de Barcelona, con cascos de la U.S. Army y... corazas de Cruzados.

Televisores en pueblitos medievales, mentalidades medievales en la televisión: el desarrollo de los medios de comunicación en masa no suprime por sí la resistencia a los cambios del país viejo; veintiocho años de terrorismo moral y político están presentes en la mediocridad irredimible de los programas, consagrados sin excepción al culto de Franco y las Buenas Costumbres; el hipócrita puritanismo obliga a Juliette Greco a alargar muchos centímetros la pollera, a la hora de la función, pero no impide, por cierto, que en la España que no aparece por las pantallas, existan bases norteamericanas como las de Rota, Torrejón y Zaragoza, en las que los españoles ponen las mujeres, y los yanquis el idioma, la moneda y la justicia. En este país donde el Barrio Chino de Barcelona figura en las guías de turismo, una revista puede ser confiscada y sus editores penados, si exhiben algo más que el nacimiento de un seno en alguna fotografía -y ya es un avance, porque antes sólo se permitía mostrar caras de mujeres. Nada puede sorprender: el régimen prohíbe las canciones de Raimón, pero los nietos de Franco contestan en Nochebuena un reportaje de Radio Barcelona, y dicen tan campantes que Raimón les gusta mucho y que «sería un placer para nosotros» verlo personalmente.

No son éstas, por cierto, las contradicciones más graves, ni las más elocuentes asincronías que España exhibe en estos tiempos de desarrollo económico y de galanteos con el Mercado Común. Las playas de Marbella y Torremolinos congregan a multimillonarios de todos los países, son lugares de moda en cada temporada, las revistas publican coloridas fotografías de una de las costas más hermosas del mundo, paisajes reservados por la naturaleza para los dioses y los hombres con abultadas cuentas bancarias : turismo y prosperidad, los dólares flotan en el aire. Pero esas playas alucinantes están ubicadas en una de las provincias más pobres del país, Málaga, y el nivel de vida miserable de los trabajadores de allí no ha sido alterado por el turismo. Mientras millones de españoles carecen de un hogar decente y otros pagan por el alquiler la mitad de su salario, la especulación inmobiliaria prospera a sus anchas a costa del turismo y la vivienda sufre un alza exorbitante de precios. Sí, el país produce sus propios Dodge Dart y Renault Dauphine, pero hay a la vez millones de minifundistas tan pobres, tan estrangulados por los intermediarios, tan condenados a los caprichos de la tierra y el cielo, que no puedan pagar ni impuestos. En el campo español, cinco millones de familias son propietarias de menos de una hectárea de tierra, a la que ni siquiera pueden arrancar los frutos necesarios para su subsistencia: muchas abandonan ese océano de pobreza y huyen a los islotes de prosperidad, los centros industriales, las ciudades: allí, cien familias controlan el ochenta por ciento del capital total de las sociedades anónimas; allí, los obreros andaluces legendariamente haraganes, trabajan doce horas por día y pagan a los prestamistas de mano de obra más de la mitad de lo que ganan: yo vi a los «gestores» alquilar hombres en la Plaza Urquinaona de Barcelona. El salario mínimo actual de un obrero español, cubre menos de la mitad del costo de la vida que el régimen reconoce en sus cifras oficiales. Es preciso trabajar doce horas, catorce, acceder a los privilegios que la naciente «sociedad de consumo» otorga a sus esclavos para que los compren y los exhiban pero no tengan tiempo de usarlos -ya se trate de un televisor o una heladera o un gadget para el baño o la cocina. En los dos primeros años del Plan de Desarrollo, el ingreso nacional crece un 15,6 %, es la manteca al techo, el auge económico, el lo «neocapitalismo español»: pero en esos mismos dos años, disminuye la participación de los salarios en el ingreso nacional, lo que no impide al marqués de Deleitosa afirmar que «el más grave defecto de la empresa española es que no produce bastantes beneficios». José María Aguirre Gonzalo, que integra los directorios de treinta y dos sociedades anónimas, escribe que, para un gran impulso a la economía española, «creo que hay que crear millonarios».

quince

El soldadito escucha con brillo en los ojos, los relatos de dos obreros españoles que vuelven de Lausanne y Stuttgart, respectivamente: «Allá te pagan 130 pelas la hora, y siempre andan con prisa. Trabajas tus ocho horas y después puedes trabajar las que quieras y las ganas aparte». Uno de los dos emigrados, tiene la mirada clavada en el paisaje al otro lado de la ventanilla : de las altas montañas bajan riachuelos y burritos agobiados por las alforjas, fragmentos de mar y cielo asoman entre los Cantábricos, grupos de casas van anunciando una parada, otra, él descubre construcciones que no conocía. Le han cambiado el país: «Hace tres años y medio que salí de Durango y desde entonces no me tomaba vacaciones. Vengo por un mes. Después, me vuelvo a Alemania siete años». Se queja de la comida y de los alemanes, «que se te ofenden por cualquier cosita», pero a la vez estimula el entusiasmo del soldadito gallego: «Tú encontrarías trabajo fácil, hombre, porque allá necesitan mucho a los carpinteros. Los tejados los hacen de madera, sabes, no como acá que te ponen cemento y esas cosas. Pero sin una contrata no puedes ir. Antes sí, iba cualquiera, cualquiera podía ir sin contrata ni nada. Mientras gobernaba aquel Adenauer, las cosas marchaban bien».

Entramos a España por Irún; saldremos por Port-Bou. A la vuelta, el ferrocarril vendrá repleto de andaluces que se marcharán de sus tierras, con sus valijas de madera hechas por ellos mismos, mal atadas con cualquier cordel, arrastrando consigo niños de todas las edades. No todos los niños, claro: ha sido preciso desprenderse de algunos hijos. Yo miraré a las mujeres que intercambiarán fotografías y comentarios, hablarán sin cesar de los que se han quedado, llorarán y se consolarán entre sí, a lo largo de las interminables horas de viaje, apagadas aquí y allá las voces por el estrépito de la máquina y los berridos de los chiquilines que les han cabido entre los brazos. Pensaré en los millones de niños y adolescentes españoles a los que se enseña en escuelas y liceos que Franco salvó a la familia, que los comunistas «querían introducir la lucha de clases en los hogares españoles y se proponían desintegrar la familia». Echaré una ojeada al diario, mientras el tren atraviesa los Pirineos, leeré los titulares: «No hay todavía despidos en masa de españoles en Alemania», leeré las noticias: «en los nuevos planes del gabinete germano, entra la posibilidad de prescindir de un número superior al de los 250 000 obreros extranjeros que se dice han sido despedidos antes de Navidad... Pero no se ha producido todavía un número alarmante de despidos de trabajadores españoles...» Pensaré que estos trabajadores que abandonan sus tierras agotadas, dejando los campos poblados por niños y viejos, no saben, en su mayoría, leer ni escribir. No hay peligro: ni se inquietarán ni se consolarán leyendo los diarios. Harán sus trámites en Port- Bou, donde los «gestores» les arrancarán el poco dinero que puedan haberse llevado, y de allí irán a parar a ciudades que no conocen, donde se habla un idioma que ignoran y se vive una vida que nada tiene que ver con la suya. Pensaré que según datos oficiales, que se quedan cortos, sólo en 1965 emigraron 227 000 trabajadores como éstos de España; pensaré que al precio de alejarse de su gente, su sol y sus canciones, su comarca, al precio, en fin, de alejarse de sí mismos, también estos contribuirán a nivelar la balanza de pagos del país, aunque casi ninguno sepa qué quiere decir eso y muy pocos tengan conciencia de que los 300 millones de dólares enviados a sus familias desde el exterior, ayudan a que se amortigüe parte de los 2300 millones de dólares de pérdida de la balanza comercial: España exporta españoles e importa turistas: son dos fuentes de divisas. Me vendrá a la memoria una de las canciones prohibidas de Raimón, dedicada «al que se queda», al que no sube al autobús que cada día parte del pueblito de Oliva rumbo a Francia:

¿Qué hace el cielo con nosotros,
pobres hombres de hambre y carne?
Y llueve,
cinco días que llueve,
cinco días que vivimos
sin sueldo.
Y llueve.
Pero yo no quiero las fábricas,
las extranjeras fábricas
donde mueren más que viven
tantos amigos que yo tengo,
tantos amigos que se han ido.
Y llueve.
Cinco días que llueve
y no se puede trabajar.
Y llueve, y llueve, y llueve.
(« I plou, i plou, i plou »).

 

 

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