El viento cálido
que sopla en esta primavera del 2006, además del polen y de la sempiterna
contaminación de nuestras ciudades, nos trae también un aroma del pasado. Se
cumplen 75 años de la proclamación de la II República y 70 del fin de la
guerra civil española. Desde hace algunos años la memoria de estos hechos históricos
se encuentra cada vez más presente en nuestra sociedad y no cabe duda que a lo
largo de este año veremos como se celebran multitud de actos de homenaje y
conmemoración de los mismos. La memoria histórica de estos acontecimientos
reclama un lugar -que durante años le fue negado por los mismos que ahora se
convierten en sus adalides- en la política española. La celebración de este
aniversario supondrá, sin duda, un antes y un después en la concepción que
tenemos de estos hechos y en la articulación de la memoria de ese pasado
respecto a la construcción del presente y el futuro. Por eso, es más necesario
que nunca reflexionar sobre los aspectos teóricos y prácticos que implican la
construcción de una memoria histórica, tratando de sortear las ilusiones y
espejismos que se nos presentarán como conclusiones definitivas y llegar hasta
las últimas consecuencias que se puedan extraer de la recuperación del pasado
y su implicación en el presente.
El siglo XX
dejó tras de sí un rastro de ruinas formado por las pilas de cadáveres de las
víctimas de la Historia, que, por primera vez se hicieron visibles y reclamaron
sus derechos. Después de la “monstruosidad” que supuso Auschwitz, las
reflexiones acerca de la memoria histórica han pasado a tener una importancia
crucial en el pensamiento filosófico y moral, pero las lecciones que debíamos
extraer del recuerdo de las barbaries que jalonan este siglo -que nos dijeron
traería el bienestar de la humanidad de la mano del progreso y nos dejó el
horror multiplicado ad infinitum- han sido ignoradas o, al menos, desarticuladas
y vaciadas de cualquier contenido práctico, puesto que esas enseñanzas suponían
poner en cuestión las bases de nuestra sociedad, sacar a la luz las
contradicciones entre los ideales de la Ilustración y el desarrollo de un
progreso técnico y económico independiente de los seres humanos[1].
La memoria se
concibe como un imperativo moral que nos obliga no sólo a recordar los crímenes
del pasado, sino, fundamentalmente, traerlos al presente para resarcir a las víctimas
y evitar que puedan volver a repetirse esos hechos. Según Reyes Mate habría
dos formas de entender la memoria: la de los políticos y filósofos, que
quieren recordar para que la historia no se repita, y la de las víctimas, que
entienden la memoria como un acto de justicia que debe resarcirlas de su dolor.
“No es lo mismo recordar para que la historia no se repita, que para que se
haga justicia: en el primer caso pensamos en nosotros mismos y, en el otro, en
las víctimas.”[2] Estas dos formas de entender la memoria son en realidad
complementarias. Ambas entienden que la barbarie ha sido superada y que las
implicaciones de la memoria corresponden al pasado -recordar y “compensar” a
las víctimas- y al futuro -evitar la repetición de los crímenes-, pasando por
alto que el presente que vivimos no es sino la consecuencia de ese pasado, el
resultado de ese huracán que llamamos progreso[3] y, por tanto, la repetición
de la barbarie sigue teniendo lugar, al no haber sido eliminados los factores
que la hicieron posible. La barbarie no es una excepción en la historia, sino
la regla y, por tanto, el presente que vivimos hunde sus raíces en una inmensa
fosa común en la que se encuentran los cadáveres de los vencidos, de los
eternos perdedores que jamás han contado para la historia.
Nos
encontramos ante una aparente contradicción. Por un lado tenemos la necesidad
de recuperar la memoria del pasado como un requisito necesario para pasar página
a un episodio trágico de la historia y continuar la vida, pero la recuperación
de esa misma memoria tiene una consecuencia no deseada, especialmente para
aquellos que detentan el poder, al mostrarnos como los pilares de la sociedad
están construidos sobre ese sufrimiento que se trata de resarcir, puesto que no
se puede hacer justicia a las víctimas sin eliminar las condiciones que las
crean, por tanto, no se puede hablar de la recuperación de una memoria histórica
y de resarcimiento a las víctimas sin cuestionar el tiempo homogéneo y vacío
en el que se inscribe nuestra forma de entender el mundo, dominado por la idea
de progreso, para la que el sufrimiento y la miseria de los seres humanos no son
nada en relación a una serie de ideas independientes del ser humano, ya sean la
economía, el progreso o la ideología. El dolor humano se supedita a los
intereses de minorías o, peor aún, al desarrollo casi-autónomo del sistema.
La forma de
resolver esa contradicción se lleva a cabo mediante la domesticación de la
memoria. La memoria es vaciada de su contenido revolucionario, entendiendo éste
en un sentido benjaminiano, como jetztzeit, tiempo-ahora que rompe el continuum
de la historia y traslada al presente la tradición de los oprimidos[4], haciéndoles
regresar de la inmensa fosa común a la que les relegó la Historia para traer
consigo sus reivindicaciones silenciadas y exigir del presente la auténtica
realización de la historia, aquella que tenga en cuenta el sufrimiento de la
humanidad, la realización, aquí y ahora, de una revolución que contenga las
reivindicaciones de una humanidad libre, en la que el ser humano sea el auténtico
sujeto de la historia y no un ente abstracto. Un proyecto revolucionario basado
en un imperativo ético: devolver la dignidad a los olvidados de la historia,
imperativo sin el cual no es posible hablar de libertad y justicia.
En ese
sentido de “domesticación” de la memoria en tanto que desarticulación de
su potencial emancipatorio, deben entenderse algunos de los fenómenos que están
teniendo lugar en los últimos años en relación a la memoria de la II República,
la guerra civil y el franquismo. La conmemoración de lo que supuso la
experiencia republicana y el recuerdo de las víctimas del fascismo se enmarcan
en un contexto político complejo en el que se halla en juego una reconfiguración
del modelo de Estado y una refundación de la democracia española. Nos
encontramos ante la “segunda transición” reclamada por buena parte de la
izquierda[5]. En este contexto deben inscribirse tanto las iniciativas sociales
para la recuperación de la “memoria histórica”, como la profusión de
publicaciones sobre la república y la guerra civil, los debates en los medios
de comunicación de masas y las acciones políticas de la izquierda -en un
primer momento desde el ámbito local para después ampliarse al autonómico y
estatal- tendentes a resarcir a las víctimas del fascismo o a condenar -después
de un silencio de dos décadas- al régimen criminal surgido de la guerra civil.
La
institucionalización de la memoria es una forma de controlarla, de evitar
cualquier discurso alternativo que cuestione la versión “oficial”
construida por los historiadores, los medios de comunicación y los “gestores
autorizados” de la memoria. Es una forma de silenciar y domesticar la memoria,
que queda reducida a su versión espectacular: homenajes, actos institucionales,
conmemoración de fechas clave, monumentos, etc. Aspectos necesarios para la
recuperación de la memoria pero claramente insuficientes y además fácilmente
controlables por el poder, el único que puede llevar a cabo estos proyectos[6].
La auténtica reivindicación de la memoria de aquellas personas, la de su lucha
práctica, queda silenciada tras el muro de palabras, conscientemente vaciadas
de cualquier contenido concreto: república, libertad, antifascismo,
democracia,...
El objetivo
es la utilización de la memoria de las víctimas para legitimar el presente,
obviando las cuestiones molestas y reduciendo la memoria a una cuestión
meramente simbólica. Así, la revolución obrera es silenciada y se nos muestra
a las miles de personas que lucharon y murieron por ella como defensores de una
democracia que se conecta con el actual régimen político. Con ello se matan
dos pájaros de un tiro. En primer lugar se obvia que el régimen actual es la
continuación directa de la Dictadura, resultado del pacto entre elites que
adaptó las arcaicas estructuras del régimen franquista a las necesidades del
nuevo capitalismo transnacional e integró en el mismo a los sectores
“progresistas” de la burguesía excluidos durante cuarenta años de los ámbitos
del poder. Además se borra el recuerdo de las realizaciones prácticas de una
revolución proletaria que, a pesar de los innumerables errores que tuvo,
constituye el ejemplo histórico más significativo de una alternativa al
capitalismo, de una democracia directa en la que la gente empezaba a tener su
propia vida en sus manos. La contrarrevolución estalinista que acabó, antes
que llegasen las tropas de Franco, con esta experiencia revolucionaria es pasada
por alto o reducida a las vicisitudes “normales” de la política partidista
de la izquierda de la época, condenable, pero no muy diferente de la llevada a
cabo por otros grupos políticos.
El ejemplo de
la revolución española ha de estar presente en nuestra memoria, aunque el
hecho de reivindicarla no impida que debamos insistir en sus limitaciones, como
la de querer cambiar las estructuras sociales simplemente haciendo pasar los
medios de producción de las manos de la burguesía a la de los obreros, sin
cuestionar la alienación y desposesión que implicaban la misma existencia de
esos medios de producción y de la propia civilización industrial. Pero el
recuerdo de esa experiencia no es nada sin el recuerdo de las víctimas, de
todas las víctimas de la barbarie, ya sean las del fascismo, las del gulag
estalinista o las de las miles de personas que mueren cada día -en guerras
fabricadas por intereses económicos, por la contaminación del medio y de las
especies o por la violencia diaria ímplicita en nuestra forma de vida- víctimas
de la sinrazón de un sistema que presume de racional. Debemos tener presente su
sufrimiento y no perderlo jamás de vista, puesto que “sólo para la humanidad
redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos”[7], sólo
podremos alcanzar la libertad cuando levantemos la losa de la historia y dejemos
salir de ella a los vencidos, a las víctimas de la historia, para que puedan
reunirse con nosotros. Ése y sólo ése será el momento de la redención, de
la revolución que permita al ángel de la historia podrá sonreir al fin.
NOTAS:
[1] La
bibliografía sobre el tema es más que abundante, me limito a citar aquí el
libro de Günther Anders: Nosotros los hijos de Eichmann. Carta abierta a Klaus
Eichmann. Paidós. Barcelona. 2001. Anders relaciona la barbarie que tuvo lugar
en los campos de exterminio con el desarrollo de una técnica independiente del
ser humano, que reduce a éste a un simple engranaje de una maquinaria y le
impide representarse los efectos de sus acciones. Esta deshumanización sería
una de las circunstancias que hizo posible el Holocausto. Las implicaciones están
claras, el Holocausto no sólo puede repetirse sino que se repite a diario, pues
las condiciones que lo hicieron posible no sólo no han desaparecido sino que no
han dejado de desarrollarse.
[2] Reyes
Mate: Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política. Trotta. Madrid. 2003.
p. 10
[3] Walter
Benjamin: “Tesis de Filosofía de la Historia”, Discursos interrumpidos I.
Taurus. Madrid. 1971. Tesis IX p. 183
[4] Ibid.,
especialmente la Tesis XIV-XVIII. pp. 188 y ss.
[5] Juan
Carlos Monedero: “Nocturno de la transición”, en: Emilio Silva (et alii):
La memoria de los olvidados. Un debate sobre el silencio de la represión
franquista. Ámbito Ediciones. Valladolid. 2004.
[6] “El
monumento, en tanto hecho monumentalizado, constituye la celebración del poder,
de tener el poder de monumentalizar [...] Pero al mismo tiempo [...] el
monumento borra, tacha, cancela toda otra posible representación que no sea la
representada por el monumento.” Hugo Achugar: “El lugar de la memoria, a próposito
de monumentos (motivos y paréntesis)”, en: Elisabeth Jelin y Victoria
Langland (comps.): Monumentos, memoeriales y marcas territoriales. Siglo XXI.
Madrid. 2003. p. 206
[7] Walter
Benjamin: Op. cit. Tesis III