«No nos engañemos»,
escribe en El País Francisco Bustelo, profesor emérito de Historia
Económica de la Universidad Complutense y dirigente histórico del PSOE,
partido al que regresó tras una breve paso por Izquierda Unida. «Dividir a
estas alturas a nuestros antepasados en buenos y malos, a nada conduce.»
Ahora que, con retraso,
por la puerta trasera y a pesar de muchos, se empieza a reconocer el legado de
quien probablemente fue el personaje político más relevante en lo
intelectual y más digno del siglo XX español,
Juan
Negrín, se podría apelar a la amistad de Bustelo con Indalecio Prieto
para hacer una pequeña metáfora de las bajezas que han contribuido desde el
campo progresista a apuntalar el discurso del franquismo. Sin embargo, la
declaración del profesor emérito es más grave que el empeño que pudieran
tener en lo personal él y otros como él en sustituir la verdad por el cuento
del oro de Moscú: ataca directamente al proceso -débil en lo institucional,
más fuerte en la calle- de lo que se ha dado en llamar recuperación de la
memoria histórica y que yo llamaría simplemente, en todo caso, de recuperación
de la justicia.
Bustelo se esconde tras
las dos Españas, Bustelo reincide en la falsedad histórica de considerarnos
diferentes al resto, Bustelo habla de la década de 1930 como si la Península
Ibérica hubiera estado desgajada del mundo y como si los sucesos que llevaron
al 18 de julio de 1936 hubieran sido responsabilidad, a partes más o menos
iguales, del golpismo y de unos políticos excesivamente radicales en la
izquierda. Bustelo se expresa como si la gran mayoría de la población española
de la época no hubiera estado sometida a la falta de derechos, a un régimen
en muchas ocasiones feudal, al hambre, a la explotación generalizada, y
pontifica como si Hitler y Mussolini no hubieran existido.
Pero existieron. Lo sabe
Núremberg, lo sabe el pacto simbólico, político, jurídico, que después de
la II Guerra Mundial estableció las bases de una convivencia algo más democrática
y equitativa con el compromiso de aprender y recordar para que no se volvieran
a repetir aquellos hechos. ¿Qué sentido tiene dividir a nuestros antepasados
en buenos y malos? Al margen de esa dicotomía despreciablemente simplista,
que es en sí misma un insulto a la inteligencia del lector, la pregunta es
tan terrible que sería interesante escuchar la respuesta de alemanes e
italianos. Bustelo insinúa que mantener o insistir en la condena del
nacionalsocialismo y del fascismo «a estas alturas» no conduce a nada. O
eso, o estamos ante otra representación de la hipocresía y el miedo de un
sector de los progresistas de mi país, particularmente fuerte en las
generaciones que crecieron con el franquismo, según la cual lo que fue y es válido
para los culpables de Alemania e Italia no es válido para sus socios.
España está llena de
personas eméritas, y en no pocos casos es una distinción justa. También está
llena de cunetas, campos, fosas donde descansan los huesos de unas cuantas
decenas de miles de fusilados por el régimen que triunfó en 1939, sin hablar
de los cientos de miles que murieron lejos de su tierra, de los fallecidos
durante la guerra y de la destrucción de varias generaciones en la pira
cultural del franquismo. Entre todos ellos hay pocos eméritos, salvo que se
entienda por tal que se les retiró de la vida y que ahora disfrutan del
premio de la muerte en recompensa por sus buenos servicios. Pero puede que
ironizar con ciertas cosas no sea lo más adecuado, ni siquiera ante
personajes que, en mi opinión, son ejemplo práctico del desastre intelectual
y ético que supuso para España la derrota de la II República.
En lo esencial, se trata
de hacer justicia. No de hacer guiños mediante la retirada de placas y
monumentos lamentables. Se trata de que los españoles sepan, aprendan,
recuerden, y esto hay decirlo una y otra vez, que los militares golpistas
deberían haber terminado en el banquillo de los acusados de Núremberg y habrían
terminado así, por su participación directa en los acontecimientos que
llevaron a la guerra mundial y su complicidad con las potencias del Eje, si la
historia no se hubiera reservado otro giro contrario, guerra fría
mediante, a la justicia y a nuestro país. La guerra civil no fue un conflicto
interno, al que se pueda dar carpetazo con un par de condolencias. Ni siquiera
fue otro conflicto, uno más, en la lucha entre el progreso y la reacción en
España. Francisco Franco y los suyos fueron culpables de crímenes contra la
humanidad, y su asociación con Hitler y Mussolini implica que no se pueden
relativizar los delitos de los primeros sin caer en el revisionismo con los
segundos.
Nuestro gobierno actual
tiene miedo. Es un miedo con apellidos, como todos los que se encuentran en
encrucijadas similares. Podía elegir por el miedo a la injusticia o por el
miedo a los herederos de los golpistas de 1936, muy presentes en esa desgracia
de derecha que padecemos y sobre todo en la Iglesia católica. Por lo que
sabemos hasta ahora, está a punto de cometer la agresión peor, peor aún que
el olvido, peor aún que la mentira, contra la memoria de los que dieron sus
vidas por la democracia: una ley de punto final, una amnistía general
-encubierta bajo dos o tres detalles estéticos- de los delincuentes y
asesinos que hundieron a España.
Nuestro gobierno debería
elegir mejor sus miedos. Si no por ética, de la que al parecer no anda
sobrado, al menos por sentido de la responsabilidad. La aprobación de una ley
que no implique la anulación de los juicios franquistas no sólo sería un
paso atrás y una justificación, de facto, del fascismo; también supondría,
inevitablemente, una violación flagrante del derecho internacional y un
reconocimiento oficial, de consecuencias que se deberían valorar con más
detenimiento, del franquismo como base legal y política del actual régimen.
Los miedos que hoy
parecen tan grandes pueden resultar pequeños, a medio y largo plazo, en
comparación con los que hoy se desestima. Tengan cuidado con lo que hacen.
Demuestren que conocen el país que gobiernan, que no son una élite ciega y
sorda a los movimientos de fondo de nuestra sociedad. Si el Partido Socialista
comete el error de aprobar en el Parlamento una ley de punto final, debe saber
que en ese preciso instante, en cuanto empiecen con su espectáculo de
sonrisas y poses estúpidas de cara a su propia y cada vez más exigua galería,
muchos españoles nos sentiremos en la obligación de comprometernos no ya por
el fin de la monarquía, que debería formar parte de cualquier programa de
una organización progresista, sino de un sistema que se habrá reconocido,
formalmente, deudo y deudor del franquismo.
Madrid, 20 de
noviembre.