La
banalización del franquismo
José
Vidal Beneyto
El
País
26
de noviembre de 2005
A
mi amigo Juan Goytisolo, cuya lectura de la transición es nuestro primer
disentimiento
Cada
año, el aniversario de la sublevación militar o de la muerte del dictador son
ocasiones para comprobar cómo se atenúa el rechazo del execrable régimen que
nos impuso durante 40 años el general Franco. Es más, para buen número de
lectores de EL PAÍS, el adjetivo con el que acabo de calificarlo les parecerá
excesivo y demagógico, cuando en Francia y en Alemania la mayoría de sus
ciudadanos lo considerarían adecuado si se tratase de designar al régimen de
Vichy o a la experiencia nazi.
Esta
distinta visión se ha traducido en la diferencia de tratamiento mediático del
30º aniversario de la muerte de Franco en España y en la Europa democrática.
Mientras en nuestro país la celebración del acceso de Juan Carlos a la
Jefatura del Estado ha fagocitado el fin del dictador, los medios franceses y
alemanes, entre otros, han hecho de la desaparición del general Franco su
noticia central. Preguntándose de paso por el resurgimiento de la voluntad política
de la Iglesia católica española, manifestada en su beligerancia contra la política
educativa del Gobierno y contra la permisividad en temas de moral sexual.
Los
obispos promoviendo manifestaciones y el clero reclutando manifestantes,
recordaba, según varias emisoras francesas, a Franco presidiendo procesiones
bajo palio y celebrando la alianza del trono y el altar. En un debate
universitario sobre la transición española, la cuestión central fue la de la
relación entre la modalidad de la transición y la creciente aceptabilidad del
franquismo como un periodo más de la historia de España. Allí se recordó que
el régimen de Franco, a diferencia de los de Vichy, el fascista y el nazi, no
fue derrotado, sino que se autotransformó en una democracia otorgada por las
fuerzas sociales dominantes y sus representantes políticos. De hecho, cuando a
partir de la primavera de 1976 el Partido Comunista renunció al enfrentamiento
político frontal y a las manifestaciones en la calle, al poder heredofranquista
le resultó fácil negociar consigo mismo. De todo ello me he ocupado con algún
detalle en mis libros Del franquismo a una democracia de clase, Akal editor,
1977, y Diario de una ocasión perdida, Editorial Kairós, 1981, y en los artículos,
publicados a lo largo de los últimos 20 años en este periódico. Se ha
pretendido que el establecimiento de la democracia sólo podía practicarse
pactando con los herederos del franquismo porque la derecha para autoritaria era
mucho más poderosa en aquellos años que la izquierda democrática. Pero el
argumento olvida que sólo ella tenía legitimidad para conceder patente democrática
al nuevo sistema político y que sin ella ese sistema no podía prosperar. El
gran argumento de los defensores de la autotransformación mansa del franquismo
era el riesgo de involución hacia un nuevo régimen autoritario, si se
intentaba ir más allá. Lo que es ignorar que desde que Vernon Walters se reunió
en 1971 con Franco en nombre de Nixon y se pactó la entronización de Juan
Carlos de Borbón como sucesor del dictador, todo quedó, como relata
certeramente Joan Garcés, "atado y bien atado". Se eliminaba con ello
la posibilidad de cualquier golpe de Estado involucionista, pero además la
existencia de un Ejército destinado a entrar en la OTAN y de una ciudadanía
particularmente moderada lo hacían inviable. Pero si esto fue así, ¿por qué
no se insistió en la negociación con los heredofranquistas en cerrar más
democráticamente los grandes temas y se nos transmitió una realidad político-institucional
que tenía que conducir al sectarismo de los partidos, al rechazo de la política
y con el "café para todos" en el tema de la organización territorial
a una situación permanentemente explosiva? Los vencidos de la Guerra Civil han
sido también los vencidos de la democracia. El Parlamento español no ha
condenado nunca el franquismo, y Fraga, apoyado en sus éxitos electorales en
Galicia, sigue afirmando que la dictadura es uno de los regímenes que más han
hecho por España; y en vez de procesarlo como se haría en Alemania si lo
afirmase del nazismo, se le eleva a la condición de padre de la patria democrática.
Frente a quienes piensan que nuestra transición fue modélica o que ya hemos
hablado bastante del tema, yo sigo opinando que la lucha por las libertades y la
resistencia ciudadana constituyen el inesquivable marco de la democracia española
y que sin él todo se queda en simple ingeniería institucional.
El
País, 26 de noviembre de 2005