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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Canfranc, territorio nazi en suelo español

César Calvar

Las Provincias  22 de Agosto de 2006

 

La estación aragonesa fue ocupada en la II Guerra Mundial por los alemanes y albergó una red de espías aliados que ayudaron a salvar a Europa de Adolfo Hitler

El autor del libro Ramón J. Campo, a la derecha, junto a uno de los personajes citados en su historia.

Imaginen un pueblo del Pirineo aragonés al que nadie, salvo los lugareños, puede acceder sin permiso del gobierno franquista. Supongan que la aldea acoge una estación ferroviaria internacional, que el mundo está en guerra y que eso la convierte en paso un ideal para los minerales estratégicos que Franco cambia a Hitler por oro.

Sientan miedo sí, derrotada Francia, el ejército alemán iza allí la bandera nazi y se instala en sus andenes para vigilar la frontera. Añadan judíos que huyen, pilotos derribados en zona enemiga que quieren volver a casa y un grupo de espías aragoneses, vascos y franceses que facilitan al Estado Mayor aliado informes vitales para ganar la guerra. Parece un guión de película, pero es real. Bienvenidos a Canfranc.

La estación de Canfranc, hoy clausurada, se creó en 1928 para enlazar Francia y España por el Pirineo central. Un tratado internacional le confirió doble nacionalidad; por eso, aunque situada a ocho kilómetros de la frontera, en sus andenes trabajaban guardias y agentes de aduanas franceses como si estuviesen en su propio país.

Al estallar la II Guerra Mundial, los gobiernos de Franco y Hitler eligieron ese recóndito paso entre montañas de más de 3.000 metros para intercambiar toneladas de hierro y wolframio, mineral que Alemania precisaba para blindar sus tanques y su artillería, por oro saqueado en los bancos centrales de los países ocupados.

Hay documentos que prueban el paso por Canfranc de 86,6 toneladas de oro entre 1942 y 1943. Por sus vías entraron también en España obras de arte, armas y toneladas de relojes robados a los judíos en los campos de concentración.

Curas y ferroviarios espías
Al inicio de la contienda, ese intercambio lo controlaba la Francia libre, pero cuando Hitler mandó a su ejército a ocupar la frontera, una guarnición germana llegó a Canfranc para hacerse cargo e impedir el paso de refugiados, judíos y militares aliados que querían volver con los suyos. El gris del uniforme alemán se adueñó de los andenes e invadió el pueblo, que se convirtió así en el único de España invadido por tropas nazis para ejercer su ilegítima autoridad. La bandera tricolor gala fue arriada de la estación y en su lugar izaron la enseña de la cruz gamada.

Pero no sólo el Eje se fijó en Canfranc. Atraída por su emplazamiento privilegiado, la embajada británica decidió usarlo como base de espías y reclutó a una treintena de aragoneses, vascos y franceses que, en adelante, harían de enlace con la Resistencia francesa.

Sus informes eran llevados por aduaneros, ferroviarios, camioneros e incluso adolescentes, soldados y curas al consulado británico en San Sebastián, que los remitía a la embajada en Madrid. De allí iban al mismísimo cuartel general aliado, en Londres.

La red operó a pleno rendimiento entre enero de 1941 y marzo de 1942, cuando fue desarticulada por las policías española y alemana. En sus informes suministraron datos sobre movimientos de tropas nazis y construcción de aeródromos en Francia, o la llegada de barcos de guerra a los puertos de Hendaya y Pasajes.

Sus agentes recabaron también informes en Zaragoza, Logroño o Vitoria sobre el potencial del Ejército español. Inglaterra temía que los nazis entraran en España, porque eso alteraría su plan de invadir Europa.

Entre los espías destacó el aduanero vasco Juan Astier Echave, antiguo falangista que había luchado con los nacionales en la Guerra Civil. Del lado francés, su colega Albert Le Lay, a cargo de la aduana gala hasta que llegaron los alemanes, fue clave por sus contactos en el interior de la Francia sometida.

La existencia de ese nido de espionaje fue descubierta por el periodista Ramón J. Campo, que en su libro La estación espía da a conocer documentos relacionados con la trama y recoge testimonios de los implicados y sus descendientes. Su investigación desveló que durante la Guerra Mundial hubo en España juicios secretos conducidos por tribunales especiales contra el espionaje. El vasco Juan Astier fue víctima de ellos, y sufrió prisión.

‘Invasión’ de Bujaruelo
El autor también descubrió un incidente que el franquismo tachó de “bochornoso” en sus informes secretos, pero luego silenció. Fue la invasión por tropas nazis del pueblo fronterizo de Bujaruelo durante la persecución de unos franceses evadidos. Armadas con metralletas, las huestes de Hitler entraron en territorio español y realizaron un minucioso registro en todas las casas del municipio. Un grupo de carabineros españoles asistieron al suceso “sin oponer resistencia a tal atropello”, explica el informe de la policía del régimen.

Ramón J. Campo destaca que la mayoría de los implicados en la red de espionaje de Canfranc estaban unidos por “amistad” y no por su ideología. De forma a veces inconsciente, asumen riesgos y actúan con valentía porque admiran a la Francia pisoteada por tropas teutonas. “Ya no eran republicanos o falangistas, sino amigos de los franceses, y su amistad ayudó a salvar a Francia”, subraya.

Los protagonistas y el autor reclaman al Gobierno que rehabilite la vieja estación, hoy en ruinas, y cree un museo e incluso que reabra el viejo paso ferroviario con Francia. De momento, “falta voluntad”, dice el investigador, que cierra su libro con una frase lapidaria de un canfranqués: “Habrá de llegar otra guerra para que vuelvan a abrirla”.

 

 

 

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