Imaginen un pueblo del
Pirineo aragonés al que nadie, salvo los lugareños, puede acceder sin
permiso del gobierno franquista. Supongan que la aldea acoge una estación
ferroviaria internacional, que el mundo está en guerra y que eso la
convierte en paso un ideal para los minerales estratégicos que Franco
cambia a Hitler por oro.
Sientan miedo sí, derrotada Francia, el ejército alemán iza allí la
bandera nazi y se instala en sus andenes para vigilar la frontera. Añadan
judíos que huyen, pilotos derribados en zona enemiga que quieren volver a
casa y un grupo de espías aragoneses, vascos y franceses que facilitan al
Estado Mayor aliado informes vitales para ganar la guerra. Parece un guión
de película, pero es real. Bienvenidos a Canfranc.
La estación de Canfranc, hoy clausurada, se creó en 1928 para enlazar
Francia y España por el Pirineo central. Un tratado internacional le
confirió doble nacionalidad; por eso, aunque situada a ocho kilómetros de
la frontera, en sus andenes trabajaban guardias y agentes de aduanas
franceses como si estuviesen en su propio país.
Al estallar la II Guerra Mundial, los gobiernos de Franco y Hitler eligieron
ese recóndito paso entre montañas de más de 3.000 metros para
intercambiar toneladas de hierro y wolframio, mineral que Alemania precisaba
para blindar sus tanques y su artillería, por oro saqueado en los bancos
centrales de los países ocupados.
Hay documentos que prueban el paso por Canfranc de 86,6 toneladas de oro
entre 1942 y 1943. Por sus vías entraron también en España obras de arte,
armas y toneladas de relojes robados a los judíos en los campos de
concentración.
Curas y ferroviarios espías
Al inicio de la contienda, ese intercambio lo controlaba la Francia libre,
pero cuando Hitler mandó a su ejército a ocupar la frontera, una guarnición
germana llegó a Canfranc para hacerse cargo e impedir el paso de
refugiados, judíos y militares aliados que querían volver con los suyos.
El gris del uniforme alemán se adueñó de los andenes e invadió el
pueblo, que se convirtió así en el único de España invadido por tropas
nazis para ejercer su ilegítima autoridad. La bandera tricolor gala fue
arriada de la estación y en su lugar izaron la enseña de la cruz gamada.
Pero no sólo el Eje se fijó en Canfranc. Atraída por su emplazamiento
privilegiado, la embajada británica decidió usarlo como base de espías y
reclutó a una treintena de aragoneses, vascos y franceses que, en adelante,
harían de enlace con la Resistencia francesa.
Sus informes eran llevados por aduaneros, ferroviarios, camioneros e incluso
adolescentes, soldados y curas al consulado británico en San Sebastián,
que los remitía a la embajada en Madrid. De allí iban al mismísimo
cuartel general aliado, en Londres.
La red operó a pleno rendimiento entre enero de 1941 y marzo de 1942,
cuando fue desarticulada por las policías española y alemana. En sus
informes suministraron datos sobre movimientos de tropas nazis y construcción
de aeródromos en Francia, o la llegada de barcos de guerra a los puertos de
Hendaya y Pasajes.
Sus agentes recabaron también informes en Zaragoza, Logroño o Vitoria
sobre el potencial del Ejército español. Inglaterra temía que los nazis
entraran en España, porque eso alteraría su plan de invadir Europa.
Entre los espías destacó el aduanero vasco Juan Astier Echave, antiguo
falangista que había luchado con los nacionales en la Guerra Civil. Del
lado francés, su colega Albert Le Lay, a cargo de la aduana gala hasta que
llegaron los alemanes, fue clave por sus contactos en el interior de la
Francia sometida.
La existencia de ese nido de espionaje fue descubierta por el periodista Ramón
J. Campo, que en su libro La estación espía da a
conocer documentos relacionados con la trama y recoge testimonios de los
implicados y sus descendientes. Su investigación desveló que durante la
Guerra Mundial hubo en España juicios secretos conducidos por tribunales
especiales contra el espionaje. El vasco Juan Astier fue víctima de ellos,
y sufrió prisión.
‘Invasión’ de Bujaruelo
El autor también descubrió un incidente que el franquismo tachó de
“bochornoso” en sus informes secretos, pero luego silenció. Fue la
invasión por tropas nazis del pueblo fronterizo de Bujaruelo durante la
persecución de unos franceses evadidos. Armadas con metralletas, las
huestes de Hitler entraron en territorio español y realizaron un minucioso
registro en todas las casas del municipio. Un grupo de carabineros españoles
asistieron al suceso “sin oponer resistencia a tal atropello”, explica
el informe de la policía del régimen.
Ramón J. Campo destaca que la mayoría de los implicados en la red de
espionaje de Canfranc estaban unidos por “amistad” y no por su ideología.
De forma a veces inconsciente, asumen riesgos y actúan con valentía porque
admiran a la Francia pisoteada por tropas teutonas. “Ya no eran
republicanos o falangistas, sino amigos de los franceses, y su amistad ayudó
a salvar a Francia”, subraya.
Los protagonistas y el autor reclaman al Gobierno que rehabilite la vieja
estación, hoy en ruinas, y cree un museo e incluso que reabra el viejo paso
ferroviario con Francia. De momento, “falta voluntad”, dice el
investigador, que cierra su libro con una frase lapidaria de un canfranqués:
“Habrá de llegar otra guerra para que vuelvan a abrirla”.