Carlos Echevarría
La Opinión de La Coruña 3 de Enero de 2010
Los acontecimientos
sobrevenidos tras el
golpe militar de
1936 contra el
gobierno legítimo de
la II República
fueron especialmente
sangrientos en
Galicia. En esta y
otras provincias
españolas donde
triunfó la asonada,
no hubo apenas
enfrentamiento entre
militares, por lo
que esos sucesos
adquieren
características de
crimen contra la
humanidad. Hombres y
mujeres de toda
condición fueron
represaliados,
sacados de sus casas
y encarcelados.
Buena parte de ellos
terminaron en las
cunetas con un tiro
en la cabeza y otros
muchos ejecutados
ante un paredón.
La democracia fue sustituida por el nuevo orden
fascista que perduró
cuarenta años. Los
verdugos no solo no
tuvieron
misericordia para
con los asesinados,
sino que la
persecución se
prolongó con
ensañamiento sobre
sus familiares.
Estos nunca
olvidaron su trágico
destino y,
finalmente, el
Estado les ofreció
el bálsamo del
reconocimiento a su
desgracia, aunque
tardíamente, pues
tal ignominia se
mantuvo durante
treinta años más
hasta la
promulgación de la
llamada ley de la
memoria histórica en
2007, que decidió
acabar con la
simbología y
alabanzas de tamaña
atrocidad.
Los autores de aquella masacre lo tenían todo
perfectamente
planificado hasta en
sus más mínimos
detalles, y nunca
tuvieron piedad para
los vencidos.
Justificaron la
orgía de sangre por
la irreal salvación
de la patria y se
sintieron orgullosos
de aquella maldad.
De los autores del
terror desatado
apenas quedan
supervivientes, que
comprensiblemente no
están en disposición
de comprender su
aberrante error. Lo
insólito del caso es
que sea la
generación siguiente
la que se rebele
contra la
reconstrucción del
pasado, al que nada
les une salvo el
apellido. Suscriben
aquellos hechos
abominables y
alborotan no poco
cuando se trata de
erradicar de los
lugares públicos su
recuerdo. En lugar
de guardar prudente
silencio.
La efigie del general Millán Astray al que el
Ayuntamiento priva
de su emplazamiento
está generando una
polémica que en nada
beneficia a sus
defensores. Mejor
harían en apaciguar
sus ánimos, salvo
que deseen mantener
en la picota del
desprecio público al
personaje.
Se entiende esa pasión por lo injusto, pues al fin y al
cabo son sus deudos
o comparten aquella
ideología, pero se
hacen mucho daño
defendiendo esa
causa. Ellos no son
culpables, pero con
sus reivindicaciones
atraen la atención
social que les
señalará como
cómplices.
En esta pequeña ciudad todos conocemos los orígenes de
cada uno, pero sería
un error no
distinguir entre
quienes
protagonizaron los
sucesos terribles y
sus familiares. Y
por supuesto lo peor
es que estos últimos
no lo comprendan.