De cabeza hacia otro atolladero: el americano impasible viaja a Yemen
Uri Avnery
Sin Permiso 18 de Enero de 2010
El americano impasible era el
personaje protagonista de la novela
de Graham Green sobre la primera
guerra de Vietnam, la que
combatieron los franceses. Era un
americano joven e ingenuo, hijo de
un profesor, alguien que había
disfrutado una buena educación en
Harvard, un idealista con la mejor
de las intenciones. Cuando fue
destinado a Vietnam quiso ayudar a
los nativos a superar dos males,
tales y como él los veía: el
colonialismo francés y el comunismo.
No conociendo absolutamente nada del
país en que actuaba, causó un
desastre. El libro finaliza con una
masacre, resultado de sus errados
esfuerzos. Era la ilustración del
viejo dicho de que “el camino al
infierno de buenas intenciones está
empedrado.”
Han pasado 54 años desde que este
libro fuera escrito, pero parece que
el americano impasible no ha
cambiado ni un ápice. Sigue siendo
un idealista (al menos, en lo que a
la opinión de sí mismo respecta),
aún quiere redimir a pueblos
extranjeros y lejanos de los que
apenas sabe nada, aún provoca
terribles desastres: en Irak,
Afganistán y ahora, según parece, en
Yemen.
El iraquí es el ejemplo más
palpable: los soldados americanos
fueron destinados con el objetivo de
derrocar el régimen tiránico de
Saddam Hussein. Hubo, por
descontado, algunos objetivos menos
altruistas, como tomar el control de
los recursos petrolíferos iraquíes y
estacionar un destacamento
estadounidense en el corazón de la
región petrolífera del Oriente
medio. Pero para el público
norteamericano la aventura fue
presentada como una empresa
idealista para derrocar a un
dictador sangriento que estaba
amenazando al mundo con bombas
nucleares.
Todo eso fue hace seis años, y la
guerra aún no ha terminado. Barack
Obama, que se opuso a la guerra
desde su inicio, prometió sacar a
los americanos de ella. En el
entretanto, a pesar de todas las
promesas, el fin no parece siquiera
despuntar en el horizonte.
¿Por qué? Porque quienes toman las
decisiones en Washington no tenían
ni idea del país ni del pueblo a los
que pretendían liberar y ayudar a
ser felices y comer perdices.
Irak fue desde un buen comienzo un
estado artificial. Los gobernantes
británicos cosieron varias
provincias otomanas para
confeccionarse un traje a la medida
de sus propios intereses coloniales.
Coronaron a un árabe suní como rey
de los kurdos, que no son árabes, y
de los chiitas, que no son suníes.
Sólo una sucesión de dictadores,
cada uno de ellos más brutal que su
antecesor, previno que el estado
estallara en pedazos.
Quienes planificaron la guerra en
Washington no estaban interesados en
la historia, la demografía o la
geografía del país en el que
entraron por la fuerza bruta. La
manera en que lo contemplaban era en
verdad sencilla: uno tenía que
derrocar al tirano, establecer
instituciones democráticas siguiendo
el modelo estadounidense, celebrar
elecciones libres y todo lo demás
marcharía por su propio pie.
Pero en contra de lo que esperaban,
no fueron recibidos con flores.
Tampoco descubrieron la terrible
bomba atómica de Saddam. Como el
proverbial elefante en la tienda de
porcelana, lo destrozaron todo,
destruyeron el país y se vieron
metidos en el cenagal hasta el
cuello.
Tras años de sangrientas operaciones
militares que no conducían a ninguna
parte encontraron un remedio
temporal. Al infierno el idealismo,
al infierno los nobles ideales, al
infierno las doctrinas militares.
Ahora se limitan a sobornar a los
jefes tribales, que constituyen la
realidad de Irak.
El americano impasible no tiene ni
idea de cómo salir. Sabe que, si lo
hace, el país podría desintegrarse
en medio de un baño de sangre.
* * *
Dos años antes de entrar en el
atolladero iraquí, los americanos se
habían adentrado en el afgano.
¿Por qué? Porque una organización
llamada al-Qaeda (“la base”) había
reivindicado la responsabilidad de
la destrucción de las Torres Gemelas
en Nueva York. Los líderes de
al-Qaeda se encontraban en
Afganistán, sus campos de
entrenamiento de terroristas se
encontraban en Afganistán. Para los
americanos todo era claro como el
agua: no había necesidad de
pensárselo ni un segundo más (ni, de
hecho, de pensárselo en absoluto.)
Si hubieran tenido el conocimiento
del país que estaban a punto de
invadir puede que hubieran vacilado.
Afganistán ha sido siempre la tumba
de sus invasores. Poderosos imperios
han escapado de allí con el rabo
entre las piernas. A diferencia de
las llanuras iraquíes, Afganistán es
un país montañoso: un paraíso para
las guerrillas. Es la patria de
diferentes pueblos e incontables
tribus, cada una de ellas dispuesta
a defender celosamente su
independencia.
Pero nada de ello interesaba a
quienes planificaron la guerra de
Afganistán desde Washington. Para
ellos, por lo que parece, todos los
países son iguales, todas las
sociedades son iguales. En
Afganistán también habría de
establecerse una democracia
siguiendo el modelo estadounidense,
celebrarse unas elecciones libres y
justas y
¡voilà!
Todo lo demás se pondría al paso por
su propio pie.
El elefante entró en la tienda sin
llamar a la puerta y consiguió una
incontestable victoria. Las fuerzas
aéreas asfaltaron el país de bombas,
el ejército conquistó por doquiera
sin problemas, al-Qaeda se
desvaneció como un fantasma, los
talibanes huyeron. Las mujeres
podían reaparecer en las calles sin
haber de cubrirse el cabello, las
muchachas podían ir a la escuela y
los campos de opio florecieron
nuevamente a la par que los
protegés
de Washington en Kabul.
Sin embargo la guerra continúa, año
tras año, y año tras año la cifra de
americanos muertos aumenta
inexorablemente. ¿Para qué? Nadie lo
sabe. Parece que la guerra ha
adquirido vida propia y se
desarrolla sin objetivos y sin
razón.
Un
americano podría razonablemente
preguntarse: ¿Qué diablos estamos
haciendo aquí?
* * *
El objetivo inmediato, la expulsión
de al-Qaeda de Afganistán, ha sido
conseguido con creces. Al-Qaeda ya
no está en el país, si es que alguna
vez lo estuvo.
En una ocasión escribí que al-Qaeda
es una invención y que Osama Bin
Laden había sido enviado a
Afganistán por alguna agencia de
actores de Hollywood para
interpretar su papel. Era demasiado
bueno como para ser cierto.
Naturalmente que exageraba. Pero no
del todo. Los Estados Unidos
necesitan constantemente de un
enemigo mundial. En el pasado fue el
comunismo internacional, cuyos
agentes acechaban detrás de cada
árbol y debajo de cada adoquín. Pero
he aquí que la Unión Soviética y sus
satélites se desplomaron y hubo una
necesidad urgente de encontrar un
enemigo que llenase el hueco. Y ahí
estaba la yihad mundial de al-Qaeda.
La destrucción del “terrorismo
internacional” se convirtió en el
objetivo estadounidense por
excelencia.
Este objetivo es un sinsentido. El
terrorismo no es más que un
instrumento de la guerra. Es
empleado por organizaciones que
difieren enormemente las unas de las
otras, que están luchando en países
completamente diferentes por
objetivos completamente diferentes.
Librar una guerra contra el
“terrorismo internacional” es como
librarla contra la “artillería
internacional” o las “fuerzas
navales internacionales.”
No existe ningún movimiento mundial
dirigido por Osama Bin Laden.
Gracias a los americanos, al-Qaeda
se ha convertido en una franquicia
en el mercado guerrillero, bastante
parecida a lo que McDonald's y
Armani son para el mundo de la
comida rápida y la moda. Cada
organización islamista militante
puede emplear el nombre, incluso sin
ser una franquicia directa de Bin
Laden.
Los regímenes clientelares de los
Estados Unidos, que acostumbraban a
etiquetar como “comunistas” a sus
opositores para procurarse la ayuda
de sus patrones, ahora los etiquetan
como “terroristas de al-Qaeda.”
Nadie sabe a ciencia cierta dónde
está Bin Laden –si es que en alguna
parte– y no hay ninguna prueba de
que esté en Afganistán. Algunos
creen que se encuentra en la vecina
Pakistán. E incluso si se escondiera
en Afganistán, ¿qué justificación es
ésa de librar una guerra y asesinar
a miles de personas para capturar un
solo individuo?
Algunos dicen: OK, no está Bin
Laden. Pero hay que evitar el
retorno de los talibanes.
¿Y por qué? ¿En qué incumbe a los
EE.UU. quien gobierne en Afganistán?
Uno puede detestar a los fanáticos
religiosos en general y a los
talibanes en particular, ¿pero es
ése motivo para una guerra que no
parece tener fin?
Si los propios afganos prefieren los
talibanes a los traficantes de opio
que gobiernan en Kabul es su
problema. Y parece que así lo
prefieren, a la vista de cómo los
talibanes controlan nuevamente la
mayoría del país. No hay ninguna
razón de peso para librar una guerra
como la de Vietnam.
¿Pero cómo salir de ella? Obama no
lo sabe. Durante la campaña
electoral prometió, con la
insensatez del candidato, ampliar la
guerra en Afganistán como
compensación por retirarse de Irak.
Ahora está metido hasta la cintura
en ambos sitios y en el futuro
próximo todo apunta a que se sumará
una tercera guerra.
* * *
Durante los últimos días el nombre
de Yemen ha estado apareciendo aquí
y allá cada vez más y más. Yemen: un
segundo Afganistán, un tercer
Vietnam.
El elefante se muere de ganas de
entrar en una nueva tienda. Y en
esta ocasión tampoco le importa la
porcelana.
Yo no sé mucho sobre Yemen, pero sé
lo suficiente como para saber que
sólo un loco querría verse atrapado
allí. Se trata de otro estado
artificial, compuesto de dos partes:
el país de Saná en el norte y el
antiguo sur británico. La mayoría
del país es de terreno montañoso,
gobernado por beligerantes tribus
que recelan de su independencia.
Como Afganistán, es un territorio
ideal para la guerra de guerrillas.
Allí también existe una organización
que ha adoptado el altisonante
nombre de “Al-Qaeda de la Península
Árabe” (después de que los
militantes yemeníes se unieran a sus
hermanos saudíes). Pero sus jefes
están menos interesados en la
revolución mundial que en las
intrigas y batallas de estas tribus
entre ellas y contra el gobierno
“central”, una realidad con una
historia milenaria. Sólo un loco
pondría su pie en esta tierra.
El nombre de Yemen significa “país a
la derecha”. (Si se mira a la Meca
desde el Oeste, Yemen se encuentra a
la derecha y Siria a la izquierda.)
El lado derecho también connota
felicidad, y el nombre de Yemen está
relacionado con al-Yamana, la
palabra árabe que expresa el estar
feliz. Los romanos la llamaron
Arabia Felix porque existía un
rico comercio de especias. (Por
cierto, puede que Obama esté
interesado en prestar atención a que
otro líder de una superpotencia, el
César Augusto nada menos, intentó en
una ocasión invadir Yemen y
fracasó.)
Si el americano impasible, con su
mezcla habitual de idealismo e
ignorancia, decide llevar la
democracia y otras chucherías a la
zona, entonces será el fin de la
felicidad. Los americanos se
hundirán en otro cenagal, decenas de
miles de personas serán asesinadas y
todo terminará en un desastre.
* * *
Acaso la raíz del problema esté –inter
alia– en la arquitectura de
Washington D.C.
La ciudad está llena de enormes
edificios ocupados por los
ministerios y oficinas de la única
superpotencia del mundo. La gente
que allí trabaja puede sentir el
enorme poderío de su imperio. Miran
a los jefes tribales de Afganistán y
Yemen como los rinocerontes a las
hormigas que caminan bajo sus pies.
Pero el rinoceronte pasa por encima
de ellas sin darse cuenta y las
hormigas sobreviven.
Acaso nuestro americano impasible se
asemeje más bien al Mefistóteles del
Fausto de Goethe, que se
define a sí mismo como la fuerza que
“siempre quiere lo malo y siempre
crea lo mejor”. Salvo que lo hace en
el orden contrario.
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Uri Avnery es un escritor y veterano activista israelí por la paz.