Ayer
se cumplieron
ocho años desde
que el gobierno
de George W.
Bush empezó a
emplear la base
militar de
Guantánamo como
campo de
concentración de
sospechosos de
terrorismo que
fueron
secuestrados por
las fuerzas
policiales o
militares de
Estados Unidos y
sus aliados en
Europa, Asia y
África. Los
cautivos en ese
sitio no sólo
hubieron de
enfrentar un
trato
extremadamente
cruel, sino
también la
negación de
prácticamente
todos sus
derechos humanos
y la reducción a
la inexistencia
jurídica: no
fueron
considerados
presuntos
culpables a los
que debiera
presentarse ante
una autoridad
judicial, pero
tampoco se les
reconocieron
derechos como
prisioneros de
guerra; la
administración
Bush los puso en
la categoría
inexistente de
combatientes
enemigos
y
fueron situados
en una total
indefensión ante
sus captores del
Pentágono y de
la Agencia
Central de
Inteligencia
(CIA).
Ciertamente, Guantánamo no ha sido caso único, sino uno de los ejemplos más conocidos de la red criminal armada en muchos países por la Casa Blanca para secuestrar, desaparecer, torturar y asesinar a presuntos integrantes de Al Qaeda y de otras organizaciones del entorno del integrismo islámico, así como a personas del mundo árabe y musulmán que pudieran representar, según Washington, una amenaza de cualquier índole. Otro caso extremo fue la tristemente célebre prisión de Abu Ghraib, en el Irak ocupado, en la que la soldadesca fue instruida por mandos superiores –militares y civiles– para atormentar a sospechosos de simpatizar con el depuesto régimen de Saddam Hussein, supuestos miembros de la resistencia iraquí o simples civiles no involucrados en nada. Menos relevancia en los medios han tenido los abusos en la base militar de Bagram, Afganistán, donde las fuerzas estadounidenses asesinaron a varios combatientes afganos capturados. Otra expresión indignante de ese aparato de muerte y atropello ilegal es el conjunto de vuelos, escalas y conexiones aeroportuarias operado por la CIA para trasladar de un centro de tortura a otro a secuestrados de Medio Oriente y Asia Central, vuelos que en su momento contaron con la autorización cómplice de gobiernos que se dicen democráticos y respetuosos de los derechos humanos, como los de Francia, España, Italia y Alemania.
Es probable que la persistente condena internacional a ésas y otras acciones de terrorismo de Estado realizadas por el gobierno de Bush haya tenido un papel importante en la sensibilización de la ciudadanía estadounidense y en la gestación del designio mayoritario de sacar a los republicanos de la Casa Blanca y poner en ella a Barack Obama, quien, como candidato, prometió el cierre de Guantánamo en el curso del primer año de su administración.
Pero antes de ese plazo, Obama se rindió ante las dificultades burocráticas de la clausura del campo de concentración caribeño, y el cierre de esa prisión infame ha sido postergado de manera indefinida. Para mayor infortunio, un atentado frustrado, protagonizado por un pasajero nigeriano en un vuelo que cubría la ruta Ámsterdam-Detroit, a fines del mes pasado, ha sido aprovechado por el aparato político-mediático de Estados Unidos para revivir en alguna medida el ambiente de paranoia e inseguridad que vivió la superpotencia tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, con lo que se estrechan las posibilidades de un verdadero cambio de rumbo en materia de combate al terrorismo y de la proyección geoestratégica estadounidense en Medio Oriente y Asia Central.
Así, a ocho años de inaugurado, el campo de concentración de Guantánamo sigue siendo un símbolo de injusticia, de ilegalidad y de infamia, y una vergüenza para la humanidad.