La demora de más de tres años del
pronunciamiento del Tribunal Constitucional
sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya,
y la perspectiva de nuevos recortes al texto
aprobado en referéndum, han vuelto a poner
de manifiesto los límites del modelo
autonómico para dar una respuesta
democrática a la cuestión de la diversidad
nacional y del autogobierno en el Estado
español. Es en este contexto, de hecho, en
el que deberían analizarse reacciones como
el editorial
publicado por diferentes diarios catalanes
en defensa del Estatut
el pasado 26 de noviembre, o las consultas
soberanistas convocadas este domingo, 13 de
diciembre, de manera no oficial, en 167 de
los 964 municipios de Catalunya.
La incapacidad del Estado español para gestionar su
pluralidad nacional y dar respuesta a las exigencias de
autogobierno de los pueblos que lo integran es, en
realidad, todo menos una novedad. Ya desde la guerra de
sucesión de 1714, la monarquía borbónica impuso manu
militari una concepción centralista y autoritaria
del Estado que ha ido permeando de manera férrea y
sostenida los resortes de su aparato institucional.
Estos reflejos autoritarios y centralistas, de hecho,
segaron los diferentes ensayos de democratización
política y social que tuvieron lugar a lo largo del los
siglos XIX y XX, comenzando por las dos grandes
experiencias republicanas. No por casualidad, la I
República fue proclamada, antes que en ningún sitio, en
Barcelona, en cuyas calles, como recuerda el historiador
Josep Fontana, se llegaron a colgar carteles con la
leyenda: "Municipios autónomos. Estados soberanos.
República federal. ¡Viva la Confederación española!".
Sin embargo, estas aspiraciones federalistas, unidas a
un horizonte de reforma social y agraria, fueron
severamente reprimidas tras el levantamiento del general
Manuel Pavía, en 1874.
Al igual que la I República, la II se abrió con la
proclamación, también en Barcelona, de la "República
catalana como Estado integrado en una federación
ibérica". Una vez más, la perspectiva de que la
democratización territorial trajera consigo la
democratización política y social generó una amplia
coalición reaccionaria que apoyó el levantamiento del
general José Sanjurjo, en 1932.
En 1934, y como reacción al ascenso de la extrema
derecha de José María Gil Robles -el admirador de
Dolfuss, que acababa de destruir a cañonazos la
democracia republicana austríaca-, el president
de la Generalitat Lluis Companys proclamó el
"Estado catalán dentro de la República Federal
Española". La cosa terminó, como es sabido, con su
encarcelamiento y con la autonomía catalana suprimida.
Tras el estallido de la guerra civil, la lucha contra
los "rojos" y el "separatismo" ("España, antes roja que
rota", había dicho el también ultraderechista José Calvo
Sotelo) se convirtió en Leitmotiv de la
propaganda franquista.
El
férreo centralismo desplegado por el franquismo durante
casi cuatro décadas, y su ensañamiento contra todo
vestigio de pluralismo lingüístico y cultural interno,
convertirían las demandas identitarias y de autogobierno
(sobre todo en Catalunya y Euskadi) en bandera
irrenunciable de los movimientos de resistencia contra
la dictadura. Hacia 1977, una parte vasta del espectro
democrático y de izquierdas –incluidos el Partido
Socialista Obrero Español y el Partido Comunista de
España–
era partidaria de una forma de
organización territorial que incluyera de manera
explícita el derecho a la libre determinación de los
pueblos que integraban el Estado.
Con todo, la Constitución española de 1978 (en adelante,
CE), elaborada bajo la vigilancia de los poderes
fácticos heredados del aparato franquista (poderes que
negociaban con la "pistola sobre la mesa", como ha
escrito hace poco el periodista Ignacio Escolar), quedó
bastante por debajo de las aspiraciones expresadas
durante la transición. Lejos de consagrar, como mínimo,
un acuerdo federal construido de "abajo" hacia "arriba",
impuso un modelo abierto y limitado de descentralización
política que autorizaba, con un techo irrebasable, la
posible cesión de ciertas competencias a aquellos
territorios que decidieran constituirse en comunidades
autónomas y las reclamasen.
El tortuoso art. 2 CE, cuya redacción final fue decidida
en los despachos de Capitanía General, reconoció el
derecho a la autonomía de "nacionalidades y regiones",
pero siempre en el marco de la "indisoluble unidad de la
nación española", "patria común e indivisible –por si no
quedara claro- de todos los españoles". Este precepto no
sólo cerraba el paso a un ejercicio limpio del derecho
de autodeterminación sino que estrechaba, además, la vía
a una salida genuinamente federal.
Son varios los elementos que obstruyen la alternativa
federalista: desde la necesidad de que la reforma de los
Estatutos de Autonomía tenga que pasar para su
aprobación por las Cortes Generales (arts. 81 CE y 152
CE); hasta la imposibilidad de participación directa de
las comunidades autónomas en la reforma de la
Constitución estatal (arts. 166 CE y 87 CE); pasando por
la prohibición de que las comunidades autónomas puedan
convocar referenda sin autorización previa del Estado
central (art. 149.1.32 CE); la inexistencia de un poder
judicial federal (art. 117 CE), la posibilidad de
revocación de las competencias autonómicas (art. 150.3
CE) o la previsión de privilegios procesales a favor del
Estado frente al Tribunal Constitucional (art. 161.2
CE).
Todo ello en el marco de un Estado cuya integridad
territorial se confía a las fuerzas armadas (art. 8 CE),
dejando abierta la posibilidad de ejecución forzosa de
las obligaciones impuestas a las comunidades autónomas
en caso de que su actuación se considere gravemente
atentatoria al "interés general de España" (art. 155
CE).
Esta evocación de la intervención militar no tardaría en
concretarse: en febrero de 1981, un nuevo levantamiento,
esta vez del teniente coronel Antonio Tejero, dejó en
claro las inquietudes que un eventual desborde del
modelo autonómico generaba en el "partido militar". El
nuevo "ruido de sables" sirvió de excusa para frenar el
desarrollo de un Estado de las autonomías que, a partir
de entonces, se consolidaría a regañadientes, según la
capacidad de presión de la periferia y en medio de
constantes resistencias centralizadoras.
La Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico
(LOAPA), de infausta memoria, fue seguida de diversos
intentos de homologar, contra toda evidencia histórica,
realidades sociales y territoriales muy diversas. Tanto
el parlamento catalán, con una resolución de 1989, como
el parlamento vasco, tiempo después, reivindicaron para
sus respectivas comunidades territoriales el derecho a
la autodeterminación reconocido en los Pactos
Internacionales de Derechos Humanos de Naciones Unidas
de 1966 (art. 1.1).
Estas pretensiones, sin embargo, se vieron neutralizadas
por el nacionalismo español "sin complejos" desplegado
durante el segundo gobierno del Partido Popular
(2000-2004), muy señaladamente por su presidente José
María Aznar. Durante este período, la retahíla de
agravios gubernamentales fue interminable: exaltación de
la simbología española, defensa del pasado franquista,
arrinconamiento de las expresiones lingüísticas y
culturales no castellanas, concentración de poder
político, financiero, funcionarial y mediático en la
capital del Estado. No sorprende, en consecuencia, que
esta etapa se cerrara con una reforma del Código Penal
que tipificaba como delito y castigaba con pena de
privación de libertad de hasta 5 años la convocatoria de
referenda por parte de "una autoridad no competente" que
tuvieran un objeto "contrario al orden constitucional
vigente".
Tras el callejón sin salida al que había conducido la
última legislatura del "aznarato", el gobierno
socialista de José Luis Rodríguez Zapatero se
comprometió, condicionado por la necesidad de apoyo
parlamentario de diferentes fuerzas catalanistas y de
izquierdas, a dar vida a un proyecto de "España plural".
Desde Catalunya, se impulsó entonces un proyecto
estatutario de tipo federalizante, que incluía algunos
elementos de bilateralismo en la relación con el Estado
pero que partía de una lectura "abierta" del texto
constitucional. A pesar del amplio apoyo recabado por el
proyecto (un 88% de los miembros del parlamento), la
esperanza de que su contenido fuera respetado por el
gobierno del Reino de España pronto se desvaneció.
Tras un conato de alzamiento militar protagonizado por
el teniente general José Mena, el llamado Estatuto de
Miravet sufrió una suerte similar a los Estatutos de
Núria, de 1932, y de Sau, de 1979, y fue modificado a la
baja por las Cortes Generales, en mayo de 2006 (el
diputado del PSOE y presidente de la comisión
constitucional, Alfonso Guerra, llegó a jactarse de
haberse "cepillado" el Estatut). A despecho de
los recortes, la versión final fue aprobada en
referéndum por un 73% de los votos y una participación
del 49,4% del censo.
El control informal de constitucionalidad realizado por
las Cortes Generales y por el propio cuerpo electoral en
Catalunya, en cualquier caso, no disuadió al Partido
Popular (PP), que presentó un recurso de
inconstitucionalidad contra 136 artículos de la versión
finalmente aprobada (paradójicamente, 95 de los
artículos impugnados entrarían en vigor con una
redacción exactamente igual o con un significado similar
en otras comunidades autónomas, sin que el PP plantease
objeción alguna).
Con el recurso sobre el Estatuto catalán pendiente de
resolución, el TC tuvo ocasión de pronunciarse en el
ínterin sobre una ley de consultas impulsada por el
gobierno vasco tras el fallido intento de sacar adelante
una propuesta de reforma estatutaria de corte confederal
(el llamado
"Plan Ibarretxe"
que ni siquiera fue debatido en las Cortes Generales).
La ley de consultas pretendía apelar al "pueblo vasco"
con el propósito de someter a su discusión dos puntos:
la apertura de un proceso dialogado de fin de la
violencia (si ETA manifestaba de forma inequívoca su
voluntad de abandonarla) y el impulso de un acuerdo
democrático sobre el ejercicio "del derecho a decidir".
A instancias de un recurso del gobierno socialista, el
TC declaró de forma unánime la inconstitucionalidad de
la ley. Entre sus argumentos tuvieron un peso decisivo
la falta de competencia del gobierno vasco para convocar
referenda sin la autorización del gobierno estatal y la
convicción del TC de que la consulta tenía por objetivo
sortear la "voluntad soberana de la Nación española,
única e indivisible".
La decisión sobre la ley de consultas vascas dejó
expedito el camino para resolver los recursos contra el
Estatut catalán. El sector de magistrados afines al PP
logró recusar a Pablo Pérez Tremps, cercano al gobierno,
y con ello fortaleció la posición contraria a la
constitucionalidad del texto dentro del propio Tribunal.
Desde un inicio, la prensa filtró la existencia de una
mayoría partidaria de impugnar, como mínimo, el alcance
de los términos "nación" y "símbolos nacionales",
referidos a Catalunya, así como algunos aspectos
competenciales.
El vilo generado por la indecisión del TC y la sensación
de bloqueo de la vía estatutaria han provocado una
inédita movilización de diversas fuerzas políticas y
sociales catalanistas. Unas de las últimas expresiones
de esta reacción ha sido la publicación, el 24 de
noviembre, de una editorial conjunta en defensa del
Estatut por parte deuna docena de diarios
catalanes. La iniciativa, secundada por los sindicatos
mayoritarios (Comisiones Obreras, UGT y USOC), entidades
empresariales, culturales y deportivas, ha sido saludada
incluso por el president de la Generalitat, el
socialista José Montilla, quien ha advertido acerca del
peligro de una "desafección catalana de España". La
agrupación ecosocialista, Iniciativa per Catalunya-Verds
ha manifestado por su parte que si el Estatuto no cabe
en la Constitución, es esta última la que debe
reformarse en un sentido federal y plurinacional.
La
conciencia, en todo caso, de que una reforma
constitucional exigiría necesariamente pasar por los dos
grandes partidos de ámbito estatal, ninguno de ellos con
credenciales federalistas creíbles, también ha dado alas
a otras iniciativas. El 13 de septiembre, en la pequeña
localidad de Arenys de Munt, se convocó una consulta no
oficial en la que se preguntó a los vecinos si estaban
de acuerdo con que Catalunya "se convierta en un Estado
de Derecho independiente, democrático y social integrado
en la Unión Europea". Con una participación del 41,1%,
un 96,33% de los votantes (2.761 personas) respondió
afirmativamente. Una
consulta similar se
repetirá este domingo
13 de diciembre entre 700.000 vecinos (se calcula que
unos 125.000 de origen inmigrante) mayores de 16 años
pertenecientes a 167 municipios catalanes, el mayor de
los cuales, Sant Cugat del Vallés, tiene unos 60.000
electores. Ha sido necesario que más de 15.000 personas
voluntarias hayan trabajado para poder llevarlo a cabo.
Y ya se habla de una nueva tanda, que incluiría a
Barcelona y Girona.
Las reacciones contra estas iniciativas no se han hecho
esperar. Diferentes alas del gran españolismo, desde el
más rancio hasta el más iconoclasta, han condenado el
"furor identitario", la "estupidez" y las "patrañas" del
editorial. En una encuesta realizada por el diario
Público (10-11-2009) fuera de Euskadi y Catalunya,
un 65% de los entrevistados se manifestó contrario a la
celebración de cualquier consulta en materia de
autodeterminación y un 68% se mostró partidario de vetar
un resultado independentista incluso si una amplia
mayoría se pronunciara a su favor. En el plano interno
catalán, agrupaciones de extrema derecha, como
Alternativa Española, todavía presidida por Blas Piñar,
o Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, anunciaron
manifestaciones en Barcelona el día de las consultas
soberanistas.
No es de extrañar que, ante esta agresiva reacción, los
sentimientos nacionales y la defensa del autogobierno se
hayan extendido entre cada vez mayores sectores
populares en Catalunya. Según la última encuesta del
Centre d'Estudis d'Opinió (CEO), organismo de la
administración autonómica, el porcentaje de catalanes
favorables a la creación de "un Estado independiente"
(un 21,6%) o de "un Estado dentro de una España federal"
(un 29,9%) alcanza ya un 51,5%. Bloqueadas las vías
institucionales, lo que esta movilización ciudadana está
planteando es claro: el ejercicio directo del derecho a
la autodeterminación por parte de un poder
constituyente (el pueblo catalán) diferente del
poder de reforma constitucional (las Cortes
Generales y, eventualmente, el conjunto del pueblo
español).
Tradicionalmente, el derecho internacional ha reservado
el reconocimiento de este derecho a procesos de
descolonización o de salida de regímenes dictatoriales.
No obstante, ha ganado cada vez mayor espacio la idea de
que su ejercicio no puede descartarse en supuestos en
los que simplemente exista una nación o comunidad
políticamente minorizada por otra. Los casos de Quebec
respecto de Canadá, de Montenegro respecto de Serbia, de
Groenlandia respecto de Dinamarca, o de Escocia respecto
del Reino Unido, son ejemplo de ello: en ninguno de
estos sitios la constitución vigente permite (o
permitía) el ejercicio unilateral del derecho a la
autodeterminación. En todos ellos, sin embargo, se han
invocado principios similares a los fijados por el
Tribunal Supremo de Canadá en su Declaración de 1988, a
propósito de la secesión de Quebec: si ante una pregunta
clara, se produjera una respuesta clara, el Estado
central estaría obligado a negociar; de lo contrario, la
nación o comunidad política minoritaria tendría derecho
a apelar a las instancias internacionales para hacer
valer su derecho.
Puede discutirse qué debería entenderse por pregunta
clara −¿las que están planteando las consultas
soberanistas catalanas, por ejemplo?− y por respuesta
clara −¿la mitad más uno, como exigiría el principio
democrático? ¿Una mayoría cualificada, como la que
exigió la Unión Europea en el referéndum celebrado en
Montenegro en 2006: más del 50% de participación, y más
del 55% de votos favorables?−. Lo que está claro es que
un proceso de este tipo sólo sería políticamente
legítimo si el pronunciamiento final viene precedido por
un debate plural e informado, libre de coacciones y
restricciones y respetuoso con las posiciones de las
minorías (un elemento que no se daría, por ejemplo, en
Euskadi, en razón de la violencia de ETA y de gran parte
de las actuaciones estatales represivas supuestamente
destinadas a combatirla).
Es difícil saber cuál será el impacto del movimiento
democrático por el derecho a decidir, que ha desbordado
a los partidos políticos con representación
parlamentaria, incluida la independentista Esquerra
Republicana de Catalunya, y que ha reclutado
simpatías sobre todo entre muchos jóvenes. Lo cierto es
que, lejos de expresar un capricho pasajero, este
movimiento conecta con viejas energías republicanas que
el actual bloqueo de la vía autonómica no ha hecho sino
reactivar. Que estas energías puedan utilizarse para
plantear, junto a la cuestión nacional, aquéllas que
tienen que ver con la democratización de la vida
económica y con su reconversión energética y ecológica,
con la erradicación del sexismo y el reconocimiento de
plenos derechos para la población inmigrante, o con el
establecimiento de lazos transparentes y equitativos de
solidaridad con otros pueblos, dependerá, en buena
medida, de la capacidad de la izquierda social y
política, en Catalunya y fuera de ella, para hacer valer
su agenda (y para neutralizar los arranques à la
Espartero, quien para mantener "el orden en España"
sugería, ya en la primera mitad del siglo XIX,
"bombardear Barcelona cada 50 años").
Cualquier salida limpia, en todo caso, a la situación
actual, remite a una cuestión de legitimidad política,
antes que jurídica. Recientemente, un constitucionalista
andaluz nada sospechoso de veleidades catalanistas
escribía: "si una mayoría clara quiere la independencia
en una sociedad democrática, no hay quien la pare, diga
lo que diga la Constitución". Vistos los antecedentes
históricos, sólo cabría agregar: no hay quien la pare,
democráticamente.
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Gerardo
Pisarello es
profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de
Barcelona y miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.
Daniel Raventós es
profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la
Universidad de Barcelona, miembro del Comité de
Redacción de SINPERMISO y
presidente de la Red
Renta Básica. Su
último libro es Las
condiciones materiales de la libertad (Ed.
El Viejo Topo, 2007).