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Republicanismo, catalanismo y derecho a decidir

 

 

Gerardo Pisarello · Daniel Raventós

Sin Permiso  14 de Diciembre de 2009
 

     La demora de más de tres años del pronunciamiento del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya, y la perspectiva de nuevos recortes al texto aprobado en referéndum, han vuelto a poner de manifiesto los límites del modelo autonómico para dar una respuesta democrática a la cuestión de la diversidad nacional y del autogobierno en el Estado español. Es en este contexto, de hecho, en el que deberían analizarse reacciones como el editorial publicado por diferentes diarios catalanes en defensa del Estatut el pasado 26 de noviembre, o las consultas soberanistas convocadas este domingo, 13 de diciembre, de manera no oficial, en 167 de los 964 municipios de Catalunya. 

     La incapacidad del Estado español para gestionar su pluralidad nacional y dar respuesta a las exigencias de autogobierno de los pueblos que lo integran es, en realidad, todo menos una novedad. Ya desde la guerra de sucesión de 1714, la monarquía borbónica impuso manu militari una concepción centralista y autoritaria del Estado que ha ido permeando de manera férrea y sostenida los resortes de su aparato institucional.

      Estos reflejos autoritarios y centralistas, de hecho, segaron los diferentes ensayos de democratización política y social que tuvieron lugar a lo largo del los siglos XIX y XX, comenzando por las dos grandes experiencias republicanas. No por casualidad, la I República fue proclamada, antes que en ningún sitio, en Barcelona, en cuyas calles, como recuerda el historiador Josep Fontana, se llegaron a colgar carteles con la leyenda: "Municipios autónomos. Estados soberanos. República federal. ¡Viva la Confederación española!". Sin embargo, estas aspiraciones federalistas, unidas a un horizonte de reforma social y agraria, fueron severamente reprimidas tras el levantamiento del general Manuel Pavía, en 1874.

       Al igual que la I República, la II se abrió con la proclamación, también en Barcelona, de la "República catalana como Estado integrado en una federación ibérica". Una vez más, la perspectiva de que la democratización territorial trajera consigo la democratización política y social generó una amplia coalición reaccionaria que apoyó el levantamiento del general José Sanjurjo, en 1932.

      En 1934, y como reacción al ascenso de la extrema derecha de José María Gil Robles -el admirador de Dolfuss, que acababa de destruir a cañonazos la democracia republicana austríaca-, el president de la Generalitat Lluis Companys proclamó el "Estado catalán dentro de la República Federal Española". La cosa terminó, como es sabido, con su encarcelamiento  y con la autonomía catalana suprimida. Tras el estallido de la guerra civil, la lucha contra los "rojos" y el "separatismo" ("España, antes roja que rota", había dicho el también ultraderechista José Calvo Sotelo) se convirtió en Leitmotiv de la propaganda franquista.  

      El férreo centralismo desplegado por el franquismo durante casi cuatro décadas, y su ensañamiento contra todo vestigio de pluralismo lingüístico y cultural interno, convertirían las demandas identitarias y de autogobierno (sobre todo en Catalunya y Euskadi) en bandera irrenunciable de los movimientos de resistencia contra la dictadura. Hacia 1977, una parte vasta del espectro democrático y de izquierdas –incluidos el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Comunista de España era partidaria de una forma de organización territorial que incluyera de manera explícita el derecho a la libre determinación de los pueblos que integraban el Estado.

      Con todo, la Constitución española de 1978 (en adelante, CE), elaborada bajo la vigilancia de los poderes fácticos heredados del aparato franquista (poderes que negociaban con la "pistola sobre la mesa", como ha escrito hace poco el periodista Ignacio Escolar), quedó bastante por debajo de las aspiraciones expresadas durante la transición. Lejos de consagrar, como mínimo, un acuerdo federal construido de "abajo" hacia "arriba", impuso un modelo abierto y limitado de descentralización política que autorizaba, con un techo irrebasable, la posible cesión de ciertas competencias a aquellos territorios que decidieran constituirse en comunidades autónomas y las reclamasen.

       El tortuoso art. 2 CE, cuya redacción final fue decidida en los despachos de Capitanía General, reconoció el derecho a la autonomía de "nacionalidades y regiones", pero siempre en el marco de la "indisoluble unidad de la nación española", "patria común e indivisible –por si no quedara claro- de todos los españoles". Este precepto no sólo cerraba el paso a un ejercicio limpio del derecho de autodeterminación sino que estrechaba, además, la vía a una salida genuinamente federal.

       Son varios los elementos que obstruyen la alternativa federalista: desde la necesidad de que la reforma de los Estatutos de Autonomía tenga que pasar para su aprobación por las Cortes Generales (arts. 81 CE y 152 CE); hasta la imposibilidad de participación directa de las comunidades autónomas en la reforma de la Constitución estatal (arts. 166 CE y 87 CE); pasando por la prohibición de que las comunidades autónomas puedan convocar referenda sin autorización previa del Estado central (art. 149.1.32 CE); la inexistencia de un poder judicial federal (art. 117 CE), la posibilidad de revocación de las competencias autonómicas (art. 150.3 CE) o la previsión de privilegios procesales a favor del Estado frente al Tribunal Constitucional (art. 161.2 CE).

       Todo ello en el marco de un Estado cuya integridad territorial se confía a las fuerzas armadas (art. 8 CE), dejando abierta la posibilidad de ejecución forzosa de las obligaciones impuestas a las comunidades autónomas en caso de que su actuación se considere gravemente atentatoria al "interés general de España" (art. 155 CE).

      Esta evocación de la intervención militar no tardaría en concretarse: en febrero de 1981, un nuevo levantamiento, esta vez del teniente coronel Antonio Tejero, dejó en claro las inquietudes que un eventual desborde del modelo autonómico generaba en el "partido militar". El nuevo "ruido de sables" sirvió de excusa para frenar el desarrollo de un Estado de las autonomías que, a partir de entonces, se consolidaría a regañadientes, según la capacidad de presión de la periferia y en medio de constantes resistencias centralizadoras.

      La Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), de infausta memoria, fue seguida de diversos intentos de homologar, contra toda evidencia histórica, realidades sociales y territoriales muy diversas. Tanto el parlamento catalán, con una resolución de 1989, como el parlamento vasco, tiempo después, reivindicaron para sus respectivas comunidades territoriales el derecho a la autodeterminación reconocido en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 1966 (art. 1.1).

       Estas pretensiones, sin embargo, se vieron neutralizadas por el nacionalismo español "sin complejos" desplegado durante el segundo gobierno del Partido Popular (2000-2004), muy señaladamente por su presidente José María Aznar. Durante este período, la retahíla de agravios gubernamentales fue interminable: exaltación de la simbología española, defensa del pasado franquista, arrinconamiento de las expresiones lingüísticas y culturales no castellanas, concentración de poder político, financiero, funcionarial y mediático en la capital del Estado. No sorprende, en consecuencia, que esta etapa se cerrara con una reforma del Código Penal que tipificaba como delito y castigaba con pena de privación de libertad de hasta 5 años la convocatoria de referenda por parte de "una autoridad no competente" que tuvieran un objeto "contrario al orden constitucional vigente".

      Tras el callejón sin salida al que había conducido la última legislatura del "aznarato", el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero se comprometió, condicionado por la necesidad de apoyo parlamentario de diferentes fuerzas catalanistas y de izquierdas, a dar vida a un proyecto de "España plural". Desde Catalunya, se impulsó entonces un proyecto estatutario de tipo federalizante, que incluía algunos elementos de bilateralismo en la relación con el Estado pero que partía de una lectura "abierta" del texto constitucional. A pesar del amplio apoyo recabado por el proyecto (un 88% de los miembros del parlamento), la esperanza de que su contenido fuera respetado por el gobierno del Reino de España pronto se desvaneció. 

      Tras un conato de alzamiento militar protagonizado por el teniente general José Mena, el llamado Estatuto de Miravet sufrió una suerte similar a los Estatutos de Núria, de 1932, y de Sau, de 1979, y fue modificado a la baja por las Cortes Generales, en mayo de 2006 (el diputado del PSOE y presidente de la comisión constitucional, Alfonso Guerra, llegó a jactarse de haberse "cepillado" el Estatut). A despecho de los recortes, la versión final fue aprobada en referéndum por un 73% de los votos y una participación del 49,4% del censo.

      El control informal de constitucionalidad realizado por las Cortes Generales y por el propio cuerpo electoral en Catalunya, en cualquier caso, no disuadió al Partido Popular (PP), que presentó un recurso de inconstitucionalidad contra 136 artículos de la versión finalmente aprobada (paradójicamente, 95 de los artículos impugnados entrarían en vigor con una redacción exactamente igual o con un significado similar en otras comunidades autónomas, sin que el PP plantease objeción alguna).

       Con el recurso sobre el Estatuto catalán pendiente de resolución, el TC tuvo ocasión de pronunciarse en el ínterin sobre una ley de consultas impulsada por el gobierno vasco tras el fallido intento de sacar adelante una propuesta de reforma estatutaria de corte confederal (el llamado "Plan Ibarretxe" que ni siquiera fue debatido en las Cortes Generales). La ley de consultas pretendía apelar al "pueblo vasco" con el propósito de someter a su discusión dos puntos: la apertura de un proceso dialogado de fin de la violencia (si ETA manifestaba de forma inequívoca su voluntad de abandonarla) y el impulso de un acuerdo democrático sobre el ejercicio "del derecho a decidir". A instancias de un recurso del gobierno socialista, el TC declaró de forma unánime la inconstitucionalidad de la ley. Entre sus argumentos tuvieron un peso decisivo la falta de competencia del gobierno vasco para convocar referenda sin la autorización del gobierno estatal y la convicción del TC de que la consulta tenía por objetivo sortear la "voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible".

       La decisión sobre la ley de consultas vascas dejó expedito el camino para resolver los recursos contra el Estatut catalán. El sector de magistrados afines al PP logró recusar a Pablo Pérez Tremps, cercano al gobierno, y con ello fortaleció la posición contraria a la constitucionalidad del texto dentro del propio Tribunal. Desde un inicio, la prensa filtró la existencia de una mayoría partidaria de impugnar, como mínimo, el alcance de los términos "nación" y "símbolos nacionales", referidos a Catalunya, así como algunos aspectos competenciales.

       El vilo generado por la indecisión del TC y la sensación de bloqueo de la vía estatutaria han provocado una inédita movilización de diversas fuerzas políticas y sociales catalanistas. Unas de las últimas expresiones de esta reacción ha sido la publicación, el 24 de noviembre, de una editorial conjunta en defensa del Estatut por parte de una docena de diarios catalanes. La iniciativa, secundada por los sindicatos mayoritarios (Comisiones Obreras, UGT y USOC), entidades empresariales, culturales y deportivas, ha sido saludada incluso por el president de la Generalitat, el socialista José Montilla, quien ha advertido acerca del peligro de una "desafección catalana de España". La agrupación ecosocialista, Iniciativa per Catalunya-Verds ha manifestado por su parte que si el Estatuto no cabe en la Constitución, es esta última la que debe reformarse en un sentido federal y plurinacional.

      La conciencia, en todo caso, de que una reforma constitucional exigiría necesariamente pasar por los dos grandes partidos de ámbito estatal, ninguno de ellos con credenciales federalistas creíbles, también ha dado alas a otras iniciativas. El 13 de septiembre, en la pequeña localidad de Arenys de Munt, se convocó una consulta no oficial en la que se preguntó a los vecinos si estaban de acuerdo con que Catalunya "se convierta en un Estado de Derecho independiente, democrático y social integrado en la Unión Europea". Con una participación del 41,1%, un 96,33% de los votantes (2.761 personas) respondió afirmativamente. Una consulta similar se repetirá este domingo 13 de diciembre entre 700.000 vecinos (se calcula que unos 125.000 de origen inmigrante) mayores de 16 años pertenecientes a 167 municipios catalanes, el mayor de los cuales, Sant Cugat del Vallés, tiene unos 60.000 electores. Ha sido necesario que más de 15.000 personas voluntarias hayan trabajado para poder llevarlo a cabo. Y ya se habla de una nueva tanda, que incluiría a Barcelona y Girona.

      Las reacciones contra estas iniciativas no se han hecho esperar. Diferentes alas del gran españolismo, desde el más rancio hasta el más iconoclasta, han condenado el "furor identitario", la "estupidez" y las "patrañas" del editorial. En una encuesta realizada por el diario Público (10-11-2009) fuera de Euskadi y Catalunya, un 65% de los entrevistados se manifestó contrario a la celebración de cualquier consulta en materia de autodeterminación y un 68% se mostró partidario de vetar un resultado independentista incluso si una amplia mayoría se pronunciara a su favor. En el plano interno catalán, agrupaciones de extrema derecha, como Alternativa Española, todavía presidida por Blas Piñar, o Ciutadans-Partido de la Ciudadanía, anunciaron manifestaciones en Barcelona el día de las consultas soberanistas.

       No es de extrañar que, ante esta agresiva reacción, los sentimientos nacionales y la defensa del autogobierno se hayan extendido entre cada vez mayores sectores populares en Catalunya. Según la última encuesta del Centre d'Estudis d'Opinió (CEO), organismo de la administración autonómica, el porcentaje de catalanes favorables a la creación de "un Estado independiente" (un 21,6%) o de "un Estado dentro de una España federal" (un 29,9%) alcanza ya un 51,5%. Bloqueadas las vías institucionales, lo que esta movilización ciudadana está planteando es claro: el ejercicio directo del derecho a la autodeterminación por parte de un poder constituyente (el pueblo catalán) diferente del poder de reforma constitucional (las Cortes Generales y, eventualmente, el conjunto del pueblo español).

      Tradicionalmente, el derecho internacional ha reservado el reconocimiento de este derecho a procesos de descolonización o de salida de regímenes dictatoriales. No obstante, ha ganado cada vez mayor espacio la idea de que su ejercicio no puede descartarse en supuestos en los que simplemente exista una nación o comunidad políticamente minorizada por otra. Los casos de Quebec respecto de Canadá, de Montenegro respecto de Serbia, de Groenlandia respecto de Dinamarca, o de Escocia respecto del Reino Unido, son ejemplo de ello: en ninguno de estos sitios la constitución vigente permite (o permitía) el ejercicio unilateral del derecho a la autodeterminación. En todos ellos, sin embargo, se han invocado principios similares a los fijados por el Tribunal Supremo de Canadá en su Declaración de 1988, a propósito de la secesión de Quebec: si ante una pregunta clara, se produjera una respuesta clara, el Estado central estaría obligado a negociar; de lo contrario, la nación o comunidad política minoritaria tendría derecho a apelar a las instancias internacionales para hacer valer su derecho.

       Puede discutirse qué  debería entenderse por pregunta clara −¿las que están planteando las consultas soberanistas catalanas, por ejemplo?− y por respuesta clara −¿la mitad más uno, como exigiría el principio democrático? ¿Una mayoría cualificada, como la que exigió la Unión Europea en el referéndum celebrado en Montenegro en 2006: más del 50% de participación, y más del 55% de votos favorables?−. Lo que está claro es que un proceso de este tipo sólo sería políticamente legítimo si el pronunciamiento final viene precedido por un debate plural e informado, libre de coacciones y restricciones y respetuoso con las posiciones de las minorías (un elemento que no se daría, por ejemplo, en Euskadi, en razón de la violencia de ETA y de gran parte de las actuaciones estatales represivas supuestamente destinadas a combatirla).

      Es difícil saber cuál será el impacto del movimiento democrático por el derecho a decidir, que ha desbordado a los partidos políticos con representación parlamentaria, incluida la independentista Esquerra Republicana de Catalunya, y que ha reclutado simpatías sobre todo entre muchos jóvenes. Lo cierto es que, lejos de expresar un capricho pasajero, este movimiento conecta con viejas energías republicanas que el actual bloqueo de la vía autonómica no ha hecho sino reactivar. Que estas energías puedan utilizarse para plantear, junto a la cuestión nacional, aquéllas que tienen que ver con la democratización de la vida económica y con su reconversión energética y ecológica, con la erradicación del sexismo y el reconocimiento de plenos derechos para la población inmigrante, o con el establecimiento de lazos transparentes y equitativos de solidaridad con otros pueblos, dependerá, en buena medida, de la capacidad de la izquierda social y política, en Catalunya y fuera de ella, para hacer valer su agenda (y para neutralizar los arranques à la Espartero, quien para mantener "el orden en España" sugería, ya en la primera mitad del siglo XIX, "bombardear Barcelona cada 50 años").

       Cualquier salida limpia, en todo caso, a la situación actual, remite a una cuestión de legitimidad política, antes que jurídica. Recientemente, un constitucionalista andaluz nada sospechoso de veleidades catalanistas escribía: "si una mayoría clara quiere la independencia en una sociedad democrática, no hay quien la pare, diga lo que diga la Constitución". Vistos los antecedentes históricos, sólo cabría agregar: no hay quien la pare, democráticamente.  

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Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. Daniel Raventós es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, miembro del Comité de Redacción de SINPERMISO y presidente de la Red Renta Básica. Su último libro es Las condiciones materiales de la libertad (Ed. El Viejo Topo, 2007).

 

 

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