La lucha por la República, algunos aspectos de la actualidad y
sus antecedentes
Manuel Blanco
Chivite
UCR
11 de Mayo de
2009
Si durante el
franquismo, incluidas sus últimas etapas, todos los anti-franquistas,
pese a los contactos de algunos con Juan de Borbón, hijo de
Alfonso XIII, se declaraban republicanos y en lucha por la
república, algunos contactos de tanteo, que constituyeron una
premonición de lo que pasaría tras la muerte de Franco, daban ya
que pensar. Todos republicanos, sí, pero…
Sectores más o menos
despegados de la dictadura sirvieron de puente. Areilza, Ruiz
Jiménez, la familia Garrigues (representantes de los intereses
de los Rockefeller en España), algún sector eclesiástico y hasta
Fraga Iribarne… de una u otra forma establecieron contactos,
directos o indirectos, ya sea con el PCE o con unos u otros
sectores socialistas, cuando no con ambos. Se especuló con la
opción del citado Juan, padre del ya príncipe y heredero oficial
de Franco, Juan Carlos de Borbón. Pero las presuntas garantías
democráticas del padre las cumpliría pronto el hijo que contaba,
además, con la aceptación del conjunto franquista (aparte
pequeñas tensiones más debidas al factor humano que a intereses
de clase diferenciados)
La derecha siempre fue
monárquica, pero la izquierda de la transición fue la base
principal de la monarquía juancarlista
Y así llegamos, tras
la muerte del tirano, a la llamada Transición: todos quieren
cambiar y todos tienen prisa por cambiar; sobre todo,
curiosamente, aquellos que desean que todo siga igual. Ganar
la guerra era la clave para ganar la transición. Los
ganadores del 39 seguían, lógicamente, teniendo firmemente la
sartén por el mango, pero no cabía duda de que tenían problemas
de todo tipo y todos graves (económicos., institucionales, de
aceptación internacional), lo que les imbuía muchas, muchas
prisas por resolverlos o, al menos, reencauzarlos en y a través
de instituciones más o menos democráticas.
No se podía, como se
llegó con el PSOE de González, reestructurar todo el tejido
industrial español con sus consecuencias de tres millones de
parados en condiciones de dictadura; no se podía regalar
billones de pesetas a la banca para su modernización, en
condiciones de dictadura; no se podía pedir congelación salarial
y aumentos acelerados de productividad (Pactos de la Moncloa) en
condiciones de dictadura; ni tampoco desestructurar el mercado
laboral facilitando los despidos en masa y un largo etcétera,
todo lo cual exigía dar algo a cambio: las libertades de
reunión, asociación y organización, por lo menos, y, en
principio, en determinados partidos de confianza (PSOE y PCE).
Además, la derecha franquista no podría nunca llevar a cabo esas
tareas así como el encuadramiento de España en la OTAN sin que
peligrase la estabilidad general del sistema, hostigado por las
organizaciones revolucionarias a la izquierda del PCE nacidas en
los años sesenta, por no hablar de las nuevas generaciones de
independentistas vascos, catalanes o gallegos que venían
pugnando, en algunos casos con un apoyo popular masivo.
La gestión de los
problemas citados y de las labores del gobierno en general, lo
sabía muy bien la oligarquía financiera española y el resto de
poderes reales (militar y eclesiástico), debía compartirse,
debía de abrirse a los nuevos colaboracionistas, a los nuevos
monárquicos; aun más, la gestión de los temas más delicados
debía dejarse en manos de un PSOE crecido ya y convertido en el
eje político fundamental sobre el que pivotaría la
monarquía. Sin el PCE, en primera instancia, para contener y
encauzar la calle en los primeros momentos de entusiasmo
popular, y sin PSOE jamás se habría restaurado la monarquía en
España. Una dulce monarquía, sobre todo para el PSOE, a cuya
sombra se han enriquecido y han pasado al club de los vencedores
las diferentes cúpulas socialistas.
No es afirmación
gratuita la que muchos elementos de la derecha repiten en sus
encuentros privados: “La monarquía en España se mantiene porque
lo quiere la izquierda”. Una afirmación obvia, desde luego, pero
que he tenido el gusto de oír, siempre en privado, en boca de
significativas figuras de la derecha más acendrada.
La clave de la
transición o transformación del franquismo, una transformación
que ya había sido preparada por el propio Franco, tenía nombre:
la monarquía juancarlista. La monarquía recuperada por Franco
fue el modelo de Estado indiscutible e indiscutido que se impuso
y se aceptó por el PCE, por el PSOE y por la mayoría de los
nacionalismos democrático-burgueses periféricos (PNV, CiU, etc)
Hubo contactos, y
muchos, para negociar y delimitar qué y cómo habría de ser la
monarquía y sus reglas.
Así se aclaró qué
cambiar exactamente para poder mantener intactos los mismos
poderes reales y, al mismo tiempo, ampliar la base social de la
dictadura y ampliar sus posibilidades de gestión, mediante la
incorporación a la misma de los partidos de la oposición que
aceptaban ya la salida monárquica. Se trataba de abrir las
puertas del club de los poderosos a los nuevos gestores.
No hay maniobra
fiable por arriba sin apoyo social por abajo.
Ese apoyo social por
abajo lo conformaron las nuevas clases medias profesionales
urbanas, nacidas al calor del desarrollismo franquista de los
años sesenta, con el apoyo de la también nueva aristocracia
obrera, es decir lo que llegó a ser y continua siendo la
clientela política electoral básica del PSOE y que en parte,
bajo el franquismo, militó en el PCE y en otros partidos
situados a su izquierda. Tal fue el eje sobre el que pivotó
socialmente toda la transición
La oferta para que el
anti-franquismo aceptara la transformación de dictadura a
monarquía fue clara y atractiva: enriquecimiento y poder de
gestión; es decir, poder de gestión para enriquecerse; y,
subsiguientemente, entrada en el club de los poderosos, de los
vencedores, y formar, amalgamados en los pasillos y bar del
Congreso, la misma clase política dedicada al saqueo del dinero
público, el deporte favorito de todos los clanes franquistas.
Una oferta a la que no
se podían negar ni se negaron; al fin y al cabo, uno esta en la
política por amor al poder y al dinerito, el resto es propaganda
electoral.
La transición fue el
momento más débil de la Monarquía y fue el momento que más
apoyos consiguió de la izquierda colaboracionista (PSOE - PCE),
en función de un sentido nacional – nacionalista de la
situación.
Algo así había
ocurrido tras la II Guerra Mundial en países como Francia e
Italia: las izquierdas (partidos comunistas en especial) optaron
por la salida de unidad nacional, capitaneada por De Gaulle en
Francia o por la Democracia Cristiana de De Gaspari en Italia,
frente a cualquier salida progresista o revolucionaria.
Ya entrados en el
siglo XXI, con la corona consolidada, el republicanismo repunta,
con algún problema de hostigamiento policial y judicial no
demasiado significativo, como una opción más de la mano, entre
otras, de alguna de las siglas que la apoyaron en sus momentos
más difíciles.
¿Retornarán tales
siglas a apoyar a la Monarquía, en otros eventuales momentos
difíciles? ¿Se busca, quizás, una república capitaneada, como
la monarquía en la transición, por los mismos poderes reales?
Ahí está la experiencia histórica, que cada cual se responda.
Pero es el caso que
existe un republicanismo posibilista y en ciernes en el seno del
actual régimen, que se plantea la eventualidad de una república
producto de un pacto parecido e igual de “sensato” que el que
dio origen al acuerdo constitucional de 1978, sobre la base de
la aceptación de la monarquía heredada de Franco.
En tal sentido,
pudimos leer el pasado 6 de diciembre de 2008, en el diario
monárquico EL PAÍS que: “La voluntad de establecer una
sociedad democrática avanzada, que declara el preámbulo de
la Constitución, aconseja caminar en una dirección republicana.
Pero esa empresa requeriría unas fuerzas políticas tan maduras y
cuerdas como las que pilotaron la tarea constituyente…”
República: ¿qué
sentido y que contenidos?
Lo que nos hace
plantearnos que las fuerzas políticas que “pilotaron” aquélla
nave son las mismas que hoy pilotan el estado monárquico y no
parecen muy inclinadas a una “democracia avanzada”. Por cierto,
¿qué es exactamente eso de una “democracia avanzada” y en qué
sentido es incompatible con la actual monarquía? No vendría mal
aclararlo, pues creemos que en tal aclaración está la avellana
de una alternativa republicana.
Todos estos elementos
existen hoy y están actuando. Si, por ejemplo, el PSOE hizo
posible la entrada de lleno de España en la OTAN; ese mismo
PSOE, base fundamental de la monarquía, pudiera ser la clave,
llegado el caso, de una república al gusto de los poderes reales
en España y fuera de España.
En 1983, siendo jefe
de gobierno, F. González declaró al periodista inglés Robert
Graham que el PSOE no era republicano, sino “accidentalista”…
“en cuanto al modelo de Jefatura del Estado”. Es decir, que para
él la república no era sino un mero accidente que sólo tiene que
ver con la titularidad en la Jefatura del Estado. Nada más allá,
nada diferente en cuanto a todo lo demás. Extremo a meditar,
pues si la república no va a significar otra cosa que el cambio
en la “titularidad de la Jefatura del Estado” no puede decirse
que sea capaz de despertar demasiados entusiasmos. Plantear así
las cosas era muy propio de González, accidentalista monárquico
hasta los tuétanos y muy en su papel de minusvalorar hasta
extremos meramente de etiqueta la cuestión republicana.
Por otro lado, sin
embargo y por ejemplo, la crisis económica podría facilitar el
avance de un republicanismo democráticamente avanzado pero,
desde luego, no lo está haciendo; al menos, no de manera
mínimamente apreciable. Se ha perdido el sentido de que las
crisis son una oportunidad para cambiar y no un momento de
“unión nacional” para salir de ella a costa de los de siempre,
que es, justamente, lo que está ocurriendo.
Quizás, en este
sentido, no vendría mal reflexionar sobre qué práctica política
y qué objetivos políticos se propondría una tercera república.
Me preguntaba un
amigo, a modo de broma, pero no tan broma, si una república
mantendría los parquímetros, por que caso de hacerlo a él le
daría igual. También me preguntaba sobre las relaciones Iglesia
Católica – Estado español; ¿seguirán los privilegios de una
confesión históricamente nefasta?: privilegios en la educación,
privilegios económicos, privilegios políticos,… ¿Seguirá la
carcundia católica dominando las calles cuando le pete,
despreciando las normas democráticas de convivencia y
convirtiendo en problemas políticos lo que no ha de salir del
ámbito de las conciencias?
Una carcundia, por
cierto, supersticiosa y medievalista que está presente con
fuerza en dirigentes del PSOE como ese tal Bono, pintoresca
supervivencia filo-clerical donde las haya. No es un problema
fácil que pueda resolverse con una línea o una palabra
(laicidad) escrita en un programa supuestamente progresista.
Hay católicos, y
muchos, en España, con los que no es difícil dialogar en el
terreno social y hasta político, pero también hay católicos
ramplones, de escapulario y misa, de supersticiones muy
arraigadas y hasta no pocos jóvenes fanatizados, que constituyen
un problema social y humano a desentrañar con paciencia y
resolver sin traumas. Un problema que la misma esencia
monárquica y constitucional (constitución confesional) no hace
sino añadir dificultades para su resolución democrática.
Una república no es
una cuestión de mera imagen, de quitar una familia de parásitos
y poco o nada más. Se trata, y tenemos tiempo, de debatir sobre
contenidos. Contenidos que tienen que ver con lo que entendemos
o no entendemos por democracia, con lo que entendemos o no
entendemos sobre control político permanente de los electores
sobre los elegidos, de acabar con el aforamiento de los
diputados y senadores (un privilegio que echa por tierra la
igualdad ante la ley de todo los ciudadanos); de lo que
entendemos o no entendemos por reformas democráticas en la
estructura económica del país y en su sector financiero, y un
largo y espinoso etcétera que supera y plantea en términos
diferentes los discursitos que se recitan de carrerilla sobre lo
“sostenible”, lo “ecológico”, la “igualdad de derechos” y otros
recitados obligatorios en el profesionalismo político
institucional que, a base de tanto repetirlos como enunciado,
todo el mundo cree saber de qué se trata, pero que quedan en una
nebulosa y, en la mayoría de los casos, en pura patraña
electoralista por parte de todos, a la espera de otros cuatro
años para elegir a los mismos o a otros que hacen esencialmente
lo mismo y que olvida plantear seriamente el cómo, cuándo y de
qué manera, lo que exigiría la previa de establecer las bases de
una democracia de otro tipo, no perfecta, pues nada hay
perfecto, pero sí más avanzada en cuanto a unas leyes y
procedimientos específicos de control ciudadano que sean
ejecutivos y no meramente líricos. Una democracia que, para
serlo, se cuestione el poder real de unos pocos y la necesidad
de aumentar el poder real de la mayoría.
Una república que
plantee dar pasos hacia un sistema de menos política
electoralista y menos estado burocrático a cambio de más
sociedad, más intervención social y más control social.
La pensadora francesa
Simona Weil dijo en 1943 que no le importaba demasiado cómo se
elegían a los autodenominados representantes del pueblo, pero
que sí le interesaba y mucho cómo se les controlaba. En esto, el
aforamiento, por ejemplo, es un factor determinante de impunidad
y corporativismo político inadmisible en una democracia
medianamente seria. Por poner un ejemplo, vamos, de algo que
ningún diputado (por la cuenta que le trae) ha planteado y que
un republicano debería plantearse. O por no hablar del sistema
electoral o de la revocabilidad permanente de un elegido por sus
electores o de que se considere fraude electoral, con su
correspondiente inclusión en el código civil o, eventualmente,
en el penal, el incumplimiento del programa electoral… ¿Y de la
autodeterminación de los pueblos que así lo deseen? ¿O queremos
que la república meta los tanques en Euskadi? De hecho, algunos
republicanos así lo desean aunque no lo digan en público y
podría citar hasta nombres y apellidos.
En fin, como se ve, si
queremos una república que no sea una nueva transición,
correspondiente a los eventuales nuevos tiempos que puedan
venir, al servicio y conveniencia de los mismos que, aun
cediendo en algunos aspectos, mantuvieron lo esencial de su
poder e intereses intactos tras la muerte de su jefe el general
Franco, creo que se debería pensar en todo eso y, desde luego,
en muchas otras cosas. Al menos a mi, no me vale con que una
familia de listillos parásitos pase a ganarse la vida trabajando
como casi todo el mundo o al exilio dorado. No es suficiente
para dar cuerpo a una república del futuro y con futuro para el
pueblo.
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