Los derechos humanos
José López
UCR 12 de Marzo
de 2009
¿Son los derechos humanos verdades absolutas? ¿Deben someterse a
votación? ¿Debe ser la Declaración Universal de los Derechos
Humanos vinculante? ¿Tiene la democracia sus límites?
El debate entre aquellos que defienden la universalidad y
atemporalidad de ciertos principios éticos (los derechos
humanos) y aquellos que defienden el relativismo cultural, la
ausencia de dichos principios universales, es un debate que no
está ni mucho menos resuelto (si es que alguna vez será posible
resolverlo). Incluso aun admitiendo la existencia de principios
universales en cierta época, tampoco está clara su atemporalidad.
Sin embargo, parece que poco a poco se va extendiendo la idea de
que sí existen dichos principios universales. La Declaración
Universal de los Derechos Humanos (cuyos claros antecedentes
fueron la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa
de 1789), redactada por un comité de “sabios” de la ONU y
aprobada mayoritariamente por ésta, supuso un avance importante
para la humanidad. A pesar de sus defectos, supone el
reconocimiento formal para todos los seres humanos, por igual,
de ciertos derechos irrenunciables e inalienables. De hecho, se
han convertido en referencia a nivel internacional. La mayoría
de las constituciones de los países llamados democráticos los
recogen, en mayor o menor medida. El problema es que no se
aplican en la práctica o se aplican insuficientemente o
parcialmente. La existencia de tribunales internacionales, como
la Corte Penal Internacional de La Haya, implica la aceptación
de ciertos principios éticos que trascienden fronteras. Porque
si no, ¿cómo podemos explicar la existencia de delitos de lesa
humanidad o de crímenes de guerra?
¿Es legítimo, tiene sentido, que dichos principios se sometan a
votación? Y en caso afirmativo, ¿quién debe participar en dicha
votación? Es decir, si admitimos que son verdades absolutas,
¿tiene sentido someterlas a votación? Y si, por el contrario,
admitimos que, en vez de verdades, son simplemente normas
básicas de convivencia que atañen a todos los seres humanos, ¿no
deben ser todos ellos los que tengan derecho a decidir sobre
ellas?
Si como dice la declaración de la ONU, la libertad, la justicia
y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la
dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de
todos los miembros de la familia humana y si como afirma dicha
declaración, es esencial que los derechos humanos sean
protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no
se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la
tiranía y la opresión, ¿no sería lógico que la aplicación de los
derechos humanos fuese obligatoria para todos los seres humanos?
¿No es contradictorio que dicha declaración diga eso, y al mismo
tiempo, no sea vinculante? ¿No sería lógico que si reconocemos
que dichos derechos son intrínsecos al ser humano, se aspire a
llevarlos a la práctica por un régimen de Derecho? ¿No sería
lógico que si hay ciertas cuestiones que competen al conjunto de
la humanidad, sean legisladas por el conjunto de la misma? ¿Debe
existir un Derecho internacional?
La verdad no tiene sentido someterla a
votación. Que la mayoría decida algo no lo convierte
necesariamente en verídico. Durante milenios la humanidad creía
que la Tierra era el centro del Universo y esto era
completamente falso. Un científico no somete su teoría a
votación para dilucidar si es verídica o no. Una teoría
científica se considera correcta cuando ha sido posible
demostrar su veracidad (viendo si en el campo de la pura teoría
no es contradictoria o no conduce a incongruencias y sobre todo
contrastándola con la práctica, con el experimento, con la
observación). ¿Pero esto mismo puede aplicarse a las verdades
relacionadas con los seres humanos, con su convivencia? ¿Cómo
podemos saber si mis aseveraciones teóricas son verídicas? Si el
enfoque que utilizo es incorrecto, o si parto de hipótesis
falsas (o que no se puede saber si son falsas, es decir, si no
son falsables), o si mis razonamientos contienen incoherencias o
contradicciones, o si no concuerdan con la práctica, con lo
observado, entonces las conclusiones a las que llego son
erróneas o no puede asegurarse que sean correctas. Sin embargo,
las “ciencias humanas” no son exactas, ciertas verdades hoy
pueden ser mentiras mañana, ciertas verdades para unos pueden
ser mentiras para otros, ciertas verdades en una cultura son
mentiras en otra. La sociedad humana, la sociedad de cualquier
especie más o menos inteligente, es compleja, es cambiante. Sus
normas, sus leyes, cambian, evolucionan. Si aceptamos que la
naturaleza tiene leyes universales inmutables, no parece que
pueda decirse lo mismo respecto de la sociedad humana. O bien,
si asumimos incluso que la propia naturaleza cambia sus leyes,
si admitimos que el cambio es inevitable también en la propia
naturaleza (aunque nosotros no hayamos sido capaces de
percibirlo todavía, aunque las leyes de la física que pensamos
atemporales sean sólo válidas para la época actual), entonces
podemos decir que las leyes de ésta cambian con una frecuencia
mucho menor que las leyes de la sociedad humana. El mundo
biológico evoluciona a una velocidad mucho mayor que la materia
inerte. La sociedad humana evoluciona a un ritmo mucho más
rápido que cualquier otra sociedad de otra especie (por lo menos
del planeta Tierra) y por supuesto que la naturaleza “muerta”.
Por tanto, por lo que respecta a los seres humanos, aparte de
ciertas verdades relativas (que dependen del espacio y del
tiempo), ¿hay también verdades absolutas?
Evidentemente, aparentemente, sí. No podemos huir de la ley
básica de que nacemos, crecemos y morimos (como el resto de
seres vivos). Pero esto que nos parece ahora tan evidente, tan
verídico, puede que no lo sea en el futuro si aprendemos a
controlar dicho ciclo de vida-muerte. De hecho, hemos conseguido
retrasar nuestra cita con la muerte, la esperanza de vida ha
aumentado notablemente a lo largo de la historia. Ya se habla de
que en el futuro podremos vivir más de un siglo. Incluso se
especula con la posibilidad de conseguir la inmortalidad, la
eterna juventud. Ya estamos jugando con el proceso básico de la
vida, algo que nos parecía impensable hace no tanto. Por
consiguiente, verdades que nos parecen ahora mismo absolutas,
inmutables, indiscutibles, puede que en realidad no lo sean.
Según lo veo yo, el marco de referencia ético de la sociedad
humana sería absoluto si lo analizamos con una ventana temporal
"estrecha" (los valores morales son más o menos fijos para
cierta época y para cierta cultura), pero cambia lentamente, y a
veces imperceptiblemente, si lo analizamos a lo largo de la
historia, e incluso en algunas épocas de profundos cambios,
épocas de transición como la actual, dicho marco cambia en muy
poco tiempo, se vuelve inestable. Esto provoca crisis de valores
morales o de principios. Los valores morales son como las
montañas, en nuestras cortas vidas humanas nos todos ellos. En
este caso sí tiene sentido someter dichos principios a votación.
Pero asumir que existen ciertos derechos comunes a todos los
seres humanos implica reconocer que la soberanía sobre el
establecimiento de las normas que se basen en ellos reside en
toda la humanidad. Es decir, si admitimos que existen los
derechos humanos, y si admitimos también que no son verdades
absolutas, sino simplemente ciertas normas de convivencia
comunes a toda la humanidad, entonces corresponde a la humanidad
entera su legislación y su aplicación práctica. En este caso no
es un contrasentido que hayan sido sometidos a votación por la
ONU (aunque sería deseable que fueran votados por toda la
humanidad directamente). Pero lo que sí es una contradicción es
que dichas normas no sean vinculantes o su aplicación se deje a
libre elección de los Estados. Los derechos humanos no son
competencia de un solo Estado o conjunto de Estados, sino de la
humanidad entera. Los Estados no tienen derecho a la
autodeterminación en asuntos relacionados con los derechos
humanos.
Todo este razonamiento no es válido si asumimos, como dice el
relativismo cultural, que no existen principios generales (ya
sean verdades o normas) aplicables a todas las culturas. Sin
embargo, si se produce una uniformización de las culturas, una
globalización cultural, y por tanto también de los valores
morales, entonces la existencia de derechos humanos universales
(aplicables a toda la humanidad) no entraría en contradicción
con el relativismo cultural. Seguiría siendo válida la teoría de
que no hay principios universales (aplicables a todas las
culturas), pero al tender la humanidad hacia UNA cultura, tiende
a UN gobierno, a UNAS normas de convivencia. El relativismo
cultural seguiría siendo válido si lo aplicáramos por ejemplo a
otra especie. Probablemente el encuentro con otra sociedad
inteligente de otro planeta nos confirmaría la validez de dicha
teoría, sería muy probable que dicha especie extraterrestre
tuviera unos principios éticos distintos a los nuestros. Entre
otras cosas porque los principios cambian con el tiempo y las
distintas civilizaciones no tendrían el mismo estadio evolutivo.
De esta manera podría conciliarse dos posiciones aparentemente
contrapuestas, la de la universalidad de los derechos humanos
(que en realidad se referiría a la uniformización de ciertos
principios de una especie cuando ésta consigue cierto grado de
desarrollo) y la del relativismo cultural (que en realidad se
referiría bien a distintas culturas de una misma especie que en
cierto momento aún no ha alcanzado la uniformización cultural,
bien a distintas especies que no han tenido ningún contacto).
Haciendo un símil con la Termodinámica, así como dos cuerpos con
distintas temperaturas tienden a la misma temperatura cuando
entran en contacto, podríamos decir que el contacto entre
culturas o entre especies inteligentes, produce un intercambio
cultural que a la larga tiende a uniformizar ambas partes. Es
decir, en un estadio primitivo sería válido el relativismo
cultural pero en un estadio más evolucionado sería válida la
universalización de ciertos principios. Y en cualquier caso, los
cambios serían inevitables, aunque normalmente, salvo épocas de
aceleración de los mismos, imperceptibles.
Por tanto parece lógico asumir en la actualidad que existen
ciertos principios éticos universales, aplicables al conjunto de
la humanidad, bien porque son intrínsecos a la especie humana
(si asumimos que hay ciertas verdades absolutas atemporales,
aunque sólo ahora hayamos sido capaces de tomar conciencia de
ellas), bien porque la uniformización cultural (que en la
actualidad parece adquirir cierta importancia) todos ellos. En
este caso sí tiene sentido someter dichos principios a votación.
Pero asumir que existen ciertos derechos comunes a todos los
seres humanos implica reconocer que la soberanía sobre el
establecimiento de las normas que se basen en ellos reside en
toda la humanidad. Es decir, si admitimos que existen los
derechos humanos, y si admitimos también que no son verdades
absolutas, sino simplemente ciertas normas de convivencia
comunes a toda la humanidad, entonces corresponde a la humanidad
entera su legislación y su aplicación práctica. En este caso no
es un contrasentido que hayan sido sometidos a votación por la
ONU (aunque sería deseable que fueran votados por toda la
humanidad directamente). Pero lo que sí es una contradicción es
que dichas normas no sean vinculantes o su aplicación se deje a
libre elección de los Estados. Los derechos humanos no son
competencia de un solo Estado o conjunto de Estados, sino de la
humanidad entera. Los Estados no tienen derecho a la
autodeterminación en asuntos relacionados con los derechos
humanos.
Todo este razonamiento no es válido si asumimos, como dice el
relativismo cultural, que no existen principios generales (ya
sean verdades o normas) aplicables a todas las culturas. Sin
embargo, si se produce una uniformización de las culturas, una
globalización cultural, y por tanto también de los valores
morales, entonces la existencia de derechos humanos universales
(aplicables a toda la humanidad) no entraría en contradicción
con el relativismo cultural. Seguiría siendo válida la teoría de
que no hay principios universales (aplicables a todas las
culturas), pero al tender la humanidad hacia UNA cultura, tiende
a UN gobierno, a UNAS normas de convivencia. El relativismo
cultural seguiría siendo válido si lo aplicáramos por ejemplo a
otra especie. Probablemente el encuentro con otra sociedad
inteligente de otro planeta nos confirmaría la validez de dicha
teoría, sería muy probable que dicha especie extraterrestre
tuviera unos principios éticos distintos a los nuestros. Entre
otras cosas porque los principios cambian con el tiempo y las
distintas civilizaciones no tendrían el mismo estadio evolutivo.
De esta manera podría conciliarse dos posiciones aparentemente
contrapuestas, la de la universalidad de los derechos humanos
(que en realidad se referiría a la uniformización de ciertos
principios de una especie cuando ésta consigue cierto grado de
desarrollo) y la del relativismo cultural (que en realidad se
referiría bien a distintas culturas de una misma especie que en
cierto momento aún no ha alcanzado la uniformización cultural,
bien a distintas especies que no han tenido ningún contacto).
Haciendo un símil con la Termodinámica, así como dos cuerpos con
distintas temperaturas tienden a la misma temperatura cuando
entran en contacto, podríamos decir que el contacto entre
culturas o entre especies inteligentes, produce un intercambio
cultural que a la larga tiende a uniformizar ambas partes. Es
decir, en un estadio primitivo sería válido el relativismo
cultural pero en un estadio más evolucionado sería válida la
universalización de ciertos principios. Y en cualquier caso, los
cambios serían inevitables, aunque normalmente, salvo épocas de
aceleración de los mismos, imperceptibles.
Por tanto parece lógico asumir en la actualidad que existen
ciertos principios éticos universales, aplicables al conjunto de
la humanidad, bien porque son intrínsecos a la especie humana
(si asumimos que hay ciertas verdades absolutas atemporales,
aunque sólo ahora hayamos sido capaces de tomar conciencia de
ellas), bien porque la uniformización cultural (que en la
actualidad parece adquirir cierta importancia) implica la
unificación de los principios antaño dependientes de cada
cultura. Por lo que a mí respecta, y creo que los
acontecimientos históricos recientes lo demuestran, los derechos
humanos existen y son universales, son aplicables a toda la
especie humana. La humanidad tiende a un marco común de
convivencia a escala planetaria.
Que la Declaración Universal de los Derechos Humanos no sea aún
vinculante, que la ONU no tenga aún un papel efectivo de árbitro
internacional, que dicho organismo no sea aún realmente
democrático, que el derecho internacional no sea aún más que
prácticamente simbólico, probablemente, no son más que
consecuencias del miedo que tienen los Estados nacionales
actuales a perder su soberanía. Parece que estamos en un momento
de transición en el que ciertas formas de organización van a dar
paso a otras nuevas como consecuencia de la globalización,
aunque las viejas formas se resisten a morir. Resulta que los
Estados que niegan el derecho de autodeterminación a otras
entidades territoriales de menor envergadura, lo aplican (y se
aferran a no perderlo) incluso en cuestiones que no les competen
a ellos en exclusiva, es decir que competen a entidades de mayor
envergadura. Exigen respetar su soberanía y al mismo tiempo la
niegan a otras entidades y para colmo se autodeterminan en
cuestiones básicas como los derechos humanos, reconocidos por
los mismos Estados como universales. Los Estados actuales
monopolizan el derecho de autodeterminación. Esta aparente
contradicción por parte de los Estados de reconocer que hay
ciertos principios universales pero al mismo tiempo reservarse
el derecho de someterse a ellos o no, se resolvería en cuanto
los Estados cedieran parte de su soberanía (la que compete a
toda la humanidad y no sólo a una parte de ella) a quien
corresponde, es decir, a la ONU o al Estado mundial del que
hablo en mi libro Rumbo a la democracia. La forma ideal de que
dichos principios universales, los derechos humanos, vayan
siendo asumidos por el conjunto de la humanidad, es permitiendo
que toda ella participe en su elaboración, es fomentando el
debate a nivel mundial, no sólo en los organismos, sino también
en los medios de comunicación, en las escuelas, etc. La verdad
debe irse abriendo camino poco a poco. Pero también debe ser
cuestionada. La verdad siempre debe estar sujeta a
recuestionamiento, a prueba. O bien, si consideramos a los
derechos humanos no como verdades absolutas sino como normas de
convivencia básicas comunes a todos los seres humanos, entonces
todos éstos deben decidir sobre los mismos. La mejor forma de
garantizar el cumplimiento de los derechos humanos es, por un
lado que la mayoría de la población los vaya asumiendo,
comprendiendo, aplicando y exigiendo en su vida cotidiana, y por
otro lado, que los organismos, especialmente los
internacionales, los vayan fomentando, los vayan legislando. Y
esto supone, en determinado momento, hacer que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos sea vinculante para toda la
humanidad. Es decir, el Derecho internacional debe ser real y
efectivo.
El fin último de la democracia es la garantía de los derechos
humanos. Por consiguiente, si admitimos la universalidad de
éstos, entonces debemos admitir también la universalidad de la
democracia, de sus principios básicos. Es decir, la democracia
tendría un marco de referencia absoluto que la limitaría. Sus
principios deben ser respetados y no deben entrar en
contradicción. Si cierto grupo humano decidiera mediante
decisión mayoritaria anular o limitar alguno de sus principios
básicos, por ejemplo la libertad de expresión, entonces no
podríamos considerar al sistema político de dicho grupo como
democrático porque aun cumpliendo alguno de sus principios, el
sufragio universal, se incumple otro principio elemental
relacionado con libertades fundamentales. La democracia debe
propugnar la hegemonía de la mayoría pero al mismo tiempo debe
proteger a las minorías de la “tiranía de la mayoría”. Es decir,
la democracia tiene ciertas reglas básicas que no pueden ser
sometidas a votación.
La lucha de la humanidad para que los derechos humanos sean una
realidad para todos los seres humanos implica primero que sean
reconocidos universalmente (esto ya se consiguió en la
declaración de la ONU), pero también implica que dichos derechos
no se queden en papel mojado. Y para esto es imprescindible, por
un lado que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sea
de obligado cumplimiento para todos los Estados, pero también
implica que los Estados que ya los reconocen, en mayor o menor
medida, en sus constituciones, los apliquen en la práctica. Es
decir, esta batalla es teórica y práctica. Deben estipularse
leyes nacionales (supeditadas a las internacionales) que los
reconozcan adecuadamente y además deben establecerse los
mecanismos necesarios para que sean además de formales, de
facto.
Como expreso en mi libro, el desarrollo de la democracia
implica, entre otras muchas cosas, una Constitución que
garantice los pilares de la democracia (separación de poderes,
elección de los cargos públicos, etc.) y sobre todo que
garantice los derechos humanos, estableciendo límites a los
mismos para poder compatibilizarlos, haciendo especial hincapié
en dar prioridad a los derechos más básicos. Si es evidente que
hay necesidades humanas más básicas que otras y es evidente que
los derechos humanos tratan de garantizar la satisfacción de
dichas necesidades, entonces es evidente que hay derechos más
básicos (más importantes) que otros. Muchas democracias actuales
dan una preponderancia exagerada a ciertos derechos (a los que
normalmente sólo puede acceder una minoría privilegiada) en
detrimento de otros derechos más básicos de la mayoría de la
población. Debe llegarse a un “equilibrio” para garantizar un
mínimo cumplimiento de todos los derechos pero a su vez para dar
prioridad a ciertos derechos fundamentales sobre otros más
“secundarios”. Los derechos básicos relacionados con la
subsistencia o las libertades fundamentales deberían estar
siempre garantizados (derecho a la alimentación, a la
vestimenta, a la vivienda, al trabajo, a la educación, a la
sanidad, a la justicia, a la seguridad, a la libertad de
expresión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de
reunión, a la información, etc.) y tener la máxima prioridad.
Por ejemplo, el derecho a la propiedad privada (aun siendo
reconocido) no debe eliminar o limitar excesivamente otros
derechos más fundamentales, el Estado debe establecer una
“jerarquía” de derechos para garantizar sobre todo (aunque no
sólo) los más importantes. Un derecho es más importante cuando
tiene que ver con la satisfacción de las necesidades (físicas o
psicológicas) más básicas y cuando afecta a muchas personas.
No es posible que los derechos “secundarios” de unos pocos se
impongan sobre los derechos básicos de la mayoría. No es justo
ni lógico. Contradice uno de los principios básicos de la
democracia como es la preponderancia (no confundir con la falta
de respeto) de la mayoría sobre las minorías. Por ejemplo, la
libertad empresarial de unos pocos no debe contradecir los
derechos laborales de la mayoría. Como dijo Benjamín Constant,
El objetivo es la seguridad en el goce privado, la libertad es
la garantía dada por las instituciones para ese goce.
La libertad de uno acaba donde empieza la de otro. Este
principio sólo puede llevarse a la práctica mediante la igualdad
de oportunidades. Si no PUEDO elegir, si no tengo OPCIÓN,
entonces realmente no ELIJO (aunque quiera) y por tanto no soy
libre (o soy mucho menos libre que otro que sí tiene más
opciones, su libertad no acaba donde empieza la mía porque la
mía simplemente no empieza, su libertad traspasa el límite de la
mía). Igualdad y libertad son dos caras indisociables de los
derechos del hombre. La libertad debe estar “equitativamente
distribuida” entre los individuos de una sociedad. Como dijo
Noam Chomsky, Una libertad sin opciones es un regalo del diablo.
Por tanto, además de compatibilizar unos derechos humanos con
otros, hay que “democratizarlos” para que TODOS los ciudadanos
tengan las mismas oportunidades reales de tener acceso a ellos
(los derechos humanos son universales y se reconocen por igual
para todos). Se trata de cumplir en la práctica los principios
de la declaración de los derechos del hombre. Se trata por tanto
de dar la importancia adecuada a cada derecho humano (respecto
del resto de derechos) y de garantizar las mismas oportunidades
de acceso a cada derecho. Este doble desafío es ahora mismo
totalmente utópico, pero la utopía es necesaria. No debemos
consentir que se nos venda la idea de que libertad implica
inevitablemente desigualdad porque es justo lo contrario. No
puede existir libertad (en la vida en sociedad) sin igualdad de
oportunidades. Las grandes desigualdades sociales son realmente
consecuencia del libertinaje (de la desigualdad de
oportunidades, de la preponderancia de unas libertades
“secundarias” de una minoría sobre las libertades “básicas” de
la mayoría, del “acaparamiento desigual” de las libertades).
Admitiendo que la igualdad absoluta es imposible (y también
injusta), es antinatural, la desigualdad excesiva tampoco es
lógica ni justa ni natural. No todos tenemos las mismas
capacidades, no todos debemos ganar igual, pero nadie puede
trabajar cientos (ni siquiera decenas) de veces lo que otros y
por tanto tampoco debería ganar cientos (ni decenas) de veces lo
que otros (no digamos ya el caso de unos pocos que se enriquecen
con el trabajo ajeno). Es lógico que haya ciertas desigualdades
(debido a nuestra desigualdad “natural”) pero no es lógico que
sean excesivas (debido a las desigualdades “antinaturales”). Los
seres humanos somos distintos pero tampoco demasiado distintos.
Es necesario que la sociedad vuelva a ser “natural”. Si no, la
sociedad está condenada, tarde o pronto, a su extinción, no se
puede ir contra-natura. |