En
Asturias, hace unos días, en un lugar de pedigrí
combativo, hubo gente que recibió la visita de los
reyes con banderas republicanas, lo que enfureció a
unos políticos, mientras otros, más dulces Jeremías,
emitían guayas y trenos, porque el estamento
político quiere que todo sea siempre recto y
correcto, y sus miembros no pocas veces se ponen en
plan represores, como madres superioras severas,
institutrices tiesas y padres abades que funden y
confunden educación y buenas maneras con la falsedad
y la hipocresía.
Todas las banderas son odiosas en cuanto que suponen
fronteras, obstáculos, rivalidades, pandillas
hostiles, enemistades, diferencias, guerras, daños,
sufrimientos, sangre y muerte. Pero en tiempos de
paz, una situación que en modo alguno implica vivir
en una Arcadia feliz ni en una Jerusalén celestial,
donde las hienas sean mansas como corderos lechales,
la tricolor de la República no puede ser ofensiva
más que para monarcas montareces y producir iritis
de repugnancia en los ojos de siervos de sus
cortesanos. Los demás la verán ondear con fervor y
simpatía o con indiferencia, porque sus tres colores
son los de una enseña democrática, proscrita en
tiempos de la dictadura, mientras que la bicolor con
su aguilucho nazi era la franquista. Echarle
rapapolvos, largarle invectivas y dicterios y
ponerle un cero en conducta a la ciudadanía que
quiere una España republicana y que manifiesta sus
sentimientos, ante la llegada a su pueblo, villa y
ciudad del soberano y la soberana consorte, resulta
posible calificarlo de muchas maneras, una de ellas
es la de incongruencia soberanísima por parte de
toda política y político que no se sienta una
vasalla o un súbdito con nulo aprecio de sus
personas.
De todos modos, no es tampoco raro que existan aún
estos miedos reverenciales, estos temores viejos,
latentes e invisibles como bacterias silenciosas que
de repente causan graves males, y resurrectos de
pronto, y que se produzcan estos sustos ante
legítimas expresiones de libertad, porque sobre los
hombros de España y en el interior de su cabeza pesa
y aletea el espectro terrible de la vieja
Inquisición, rabiosamente rediviva tras la guerra y
cuya sombra todavía oscurece y enfría nuestras
vidas.