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La constitución tácita

Juan Ramón-Capella 

1. Limitaciones de la soberanía popular 

Que se sepa, el primer uso político de la palabra 'transición' aplicado a España se halla en un documento de los servicios secretos de los EE.UU de 1945. Incorporada España a la guerra fría antisoviética como "área vital", los sucesivos gobiernos norteamericanos mantuvieron una estrategia tendente a garantizar el relevo de Franco mediante una transición pacífica y ordenada a una monarquía apoyada en dos partidos, llamados provisionalmente el uno "socialista" y el otro "democrático", excluyendo la apertura de un proceso constituyente veraz.  

 

En la materialización de esta estrategia intervinieron también los principales partidos, gobernantes o no, de varios países de Europa Occidental con la función de instrumentar política y financieramente la formación o la consolidación en España de los partidos destinados a contraponerse a las fuerzas y movimientos sociales efectivamente antifranquistas, en particular el movimiento obrero, el Partido Comunista y algunas fuerzas nacionalistas.

 

El fundamento intelectual de tal estrategia, en el período decisivo, se explicita en el "Informe acerca de la gobernabilidad de las democracias" de la influyente Comisión Trilateral. Ese informe sostenía que un exceso de democracia pone en cuestión la gobernabilidad en las tres zonas centrales del capitalismo (Usa, Europa Occidental y Japón), y recomendaba políticas que procuraran la "moderación" de la democracia, el reforzamiento del poder de las instituciones propiamente gubernativas, y la producción de cierto grado de apatía política en las poblaciones.

 

Las fuerzas exteriores tendentes a la limitación de la soberanía instituyente de los españoles perseguían un objetivo estratégico obvio: una integración política, militar, económica y cultural más intensa de España en el sistema imperial occidental, lo que exigía la transición a un régimen moderadamente democrático.

 

El "estado mayor político" del ejército español, por su parte, aunque con divisiones internas respecto del grado de democracia soportable, estaba dispuesto a apoyar una democratización limitada, que transitara a otro sistema político sin ruptura con el anterior -lo cual hubiera supuesto deslegitimar su insurrección histórica-, y decidido a tutelar el proceso de cambio por encima del poder civil, tutela que hizo efectiva en diferentes momentos del proceso.

 

La soberanía popular se vio así limitada, en el período instituyente del régimen de libertades, por dos fuerzas coincidentes: las fuerzas exteriores hegemónicas y la tutela militar interna.

 

El resultado del proceso de cambios fue, por supuesto, un régimen constitucional. Pero por encima del sistema de libertades acabó imponiéndose una especie de superconstitución, una auténtica constitución tácita que establecía los límites de lo que habrían de ser la constitución de 1978 y el sistema político auspiciado por ella.

El presente trabajo pretende reconsiderar len su génesis el proceso constituyente real, tanto el expreso como el tácito y determinar el alcance de los contenidos de la constitución tácita que habrían de proyectar su sombra sobre el sistema de libertades.

 

 

2. Los problemas del tránsito

 

 

 

2.1. La legitimación de la monarquía instaurada

 

'Legitimar' tiene políticamente un significado complejo: no es, desde luego, simplemente legalizar. Es más bien hacer interiorizable, y en último término indiscutible, la existencia de una institución o de una política determinada en las cabezas de la mayoría de la población, en coherencia con los principios básicos de convivencia comúnmente reconocidos. La legitimación es una operación simbólica, que tiene lugar en el imaginario político colectivo, o al menos en el imaginario colectivo relevante.            .

 

La instauración monárquica realizada por Franco en la persona de Juan Carlos de Borbón al designarle "sucesor a título de rey" había sido en sí misma una operación legitimatoria de una especie particular. Había producido y produciría aún múltiples efectos -el principal de los cuales fue la atribución al designado de la Jefatura del Estado-, pero era, como se verá, una legitimación frágil en las nuevas condiciones, y no podía mantenerse intacta duraderamente sin más. Pues ante todo se había tratado, efectivamente, de una instauración: Franco había roto deliberadamente con la legalidad interna de la dinastía borbónica al preterir al titular 'de los derechos dinásticos, de una parte, y sobre todo al vincular la institución monárquica a las leyes orgánicas de su régimen, por otra. Con la forma de la instauración había buscado un efecto político muy preciso en el terreno de la legitimación: trasladar al régimen político que hubiera de conformarse, en su núcleo, la legitimidad del régimen del 18 de julio de 1936, esto es, la pretensión de legitimidad de una insurrección militar que logra imponerse por la fuerza. Se trataba de hacer incuestionables jurídico-políticamente, en cualquier eventualidad, las consecuencias de llevantamiento.

 

Desde el punto de vista de la institución monárquica, consumada la sucesión en la Jefatura del Estado -y de los ejércitos-, esa legitimación resultó ser necesaria pero no suficiente. Necesaria en cuanto a los hechos pero insuficiente en lo tocante al imaginario colectivo. La monarquía necesitaba el aval democrático del que inicialmente carecía. Pero el aval democrático pleno que hubiera podido trasladarle una asamblea auténticamente constituyente quedaba excluido, pues tal asamblea sólo hubiera podido surgir de la ruptura con el régimen anterior (o, dicho de otra manera: sólo hubiera podido surgir de una asamblea capaz de considerar otras opciones).

 

De modo que así quedó establecido el problema de la legitimación de la monarquía. No podía proceder de una asamblea capaz de cuestionarla. Pero la institución precisaba adquirir una legitimación democrática. El camino elegido para zurcir ese desgarro insoluble fue extraordinariamente pragmático y moderno: construir la nueva legitimación usando los materiales autoritarios para asegurar la recepción de elementos legitimadores democráticos; llevar al "silencio a las voces sociales que hubieran podido plantear opciones alternativas; confiar a la industria mediática la producción simultánea de relato y olvido; y, finalmente, dejar transcurrir el tiempo, con sus acontecimientos que todo lo curan; hasta el problema de las legitimaciones espurias.

 

2.2. La relativa neutralización del inmovilismo

 

Aunque muy importante en su momento, la neutralización del inmovilismo institucional franquista fue relativamente fácil en sus principales aspectos civiles -no así en los militares, la columna vertebral del sistema-, realizada mediante" operaciones que podríamos llamar "de palacio". En otoño de 1975 el régimen de Franco había perdido ya sus más importantes apoyos activos; tras la muerte del dictador incluso el mundo de las finanzas percibió claramente que su futuro estaba vinculado a algún tipo de régimen democrático aceptable" para lo que entonces aún se llamaba la Comunidad Económica Europea. Sustituido el gobierno Arias-Fraga, cuyos proyectos de reforma mínima, a todas luces insuficientes, fueron boicoteados desde dentro, el nombramiento de un nuevo presidente del gobierno y la aprobación por las cortes franquistas de la Ley de Reforma Política solventaron lo esencial a propósito de la neutralización del inmovilismo institucional civil.

 

No se puede decir lo mismo de la institución militar. Ya los primeros contactos con los sindicatos aún ilegales al objeto de proceder a la reforma sindical fueron recibidos con protestas públicas de algunos generales. Pero el nuevo presidente del gobierno, A. Suárez, había obtenido días antes el tutelar beneplácito para las reformas en una reunión con una treintena de los principales mandos militares, condicionada, eso sí, al mantenimiento en la ilegalidad de la principal fuerza de la oposición entonces, el Partido Comunista. Entre los militares existía a la vez división y un acuerdo básico: el acuerdo básico se refería al mantenimiento de la tutela militar del proceso de cambio; la división, sin embargo, era doble: de un lado, entre quienes defendían un inmovilismo esencial con reformas meramente simbólicas y los que aceptaban reformas moderadamente democráticas; y, de otro, división entre los segundos, con diferencias respecto del alcance de las reformas mismas.

 

El "partido militar" -usando la palabra 'partido' en términos no formales pero sí significativos- contaba además con un componente civil: lo que sería llamado el búnker franquista, esto es, un sector social vinculado al núcleo del régimen dictatorial, que a lo largo de varios años sostuvo el proyecto de devolver el ejército al poder, un proyecto no deseado por los militares que aceptaban la reforma pero en algún momento instrumental izado por cierto sector de ellos para limitar el alcance de la reforma misma. Este búnker impulsaría primero acciones de terrorismo político -la más significativa de las cuales sería el provocador asesinato de abogados vinculados al PCE- y luego tentativas de golpe de estado.

 

2.3. Reforma versus ruptura

 

Las principales fuerzas activas en la lucha por la democracia no buscaban la reforma del régimen franquista sino la ruptura con él. Ruptura equivalía a instauración de la democracia, apoyada por el impulso popular. Sus modelos históricos eran la instauración republicana del 14 de abril de 1931, libre de ataduras con el régimen precedente, o la instauración de la república en Italia después de la segunda guerra mundial. Su instrumento previsto debía ser la movilización social contra la perduración de lo viejo.

 

El rupturismo discurría en un pantano poco propicio para su navegación: una parte muy importante de la sociedad española tenía muy presente la tragedia de la guerra civil y la represión, que nunca había cesado. Sectores amplios de los trabajadores habían sufrido el trauma de la emigración exterior o interior y padecido por ello fenómenos de aculturación. A la sociedad le había sido extirpado todo el tejido asociativo merecedor de este nombre. Predominaba un humor social de temor difuso. Las gentes eran, en general, prudentes: habían dado los primeros pasos por. el camino del consumismo pero justamente entonces experimentaban los efectos de una crisis económica en profundidad -la que iniciaba la tercera revolución industrial- con la que no había contado nadie. Las fuerzas rupturistas eran, propiamente hablando, vanguardias de la democracia: sólidas, ciertamente, pues habían logrado consolidarse en un medio hostil. Pero no lograron finalmente el efecto bola de nieve que aparentemente buscaban, sobre todo cuando la propia operación reformista empezó a ganar terreno.

 

El rupturismo produjo, ciertamente, una movilización social importante atendidas las circunstancias. Dan su medida las horas de trabajo perdidas según las cifras oficiales: de 10 millones en 1975 se salta a 110 millones en 1976. El llamamiento de Comisiones Obreras a la huelga general, ya en diciembre de 1975, no tuvo éxito. Pero desde los primeros meses de 1976 las manifestaciones políticas menudearon en las grandes ciudades. El 1 de febrero se produjo en Barcelona una importante manifestación que reclamaba libertad, amnistía y autonomía; vinieron luego las huelgas generales de Sabadell y el Bajo Llobregat; en septiembre, un paro generalizado en el País Vasco y la gran concentración catalana del día 11 de ese mes. En noviembre una huelga general convocada por sindicatos y partidos -aún ilegales fue seguida parcialmente movilizando a un millón de personas.

 

Todo eso tenía lugar en un clima de violencia política auspiciada por la ultraderecha franquista, grupos parapoliciales y por la propia acción policial. De otra parte estaban las vacilaciones de un sector emergente del  bando rupturista: el PSOE, prácticamente inactivo en los años anteriores pero que en la fase decisiva del tránsito contaba con fuerte apoyo internacional, marcaba sus distancias con el PCE ante la eventualidad de ser legalizado sin que lo fuera el Partido Comunista en un régimen de semilibertades. Cuando se creó el primer organismo unitario de alcance estatal -la Junta Democrática, auspiciada por el PCE, Comisiones Obreras, PTE, PSP, etc.- el PSOE, lejos de integrarse en él, creó su propia plataforma -Coordinación democrática, excluyendo a las organizaciones sociales (o sea, condenando a la subalternidad al movimiento obrero), condición que puso también a la fusión de ambas plataformas en marzo de 1976. Tanto los gobiernos Arias-Fraga como Suárez explotaron esta fisura: con Fraga, por participar en un mismo acto los comunistas iban a la cárcel y los socialistas quedaban en libertad; en cuanto a Suárez, no tuvo problemas con tos militares al anunciarles su propósito de legalizar al PSOE. En realidad, este partido aún ilegal pudo celebrar en España su 27° congreso en diciembre de 1976 con la asistencia de la plana mayor de los gobernantes socialistas europeos: W. Brandt, O. Palme, F. Mitterrand, P. Nenni.

 

Eso, junto con la percepción de la insuficiencia de la movilización social rupturista y la aprobación y refrendo de la Ley de Reforma Política, indujo a la principal fuerza política de la ruptura, el PCE, a aceptar la perspectiva de la reforma. Sería en esta perspectiva donde se darían los pactos de la constitución tácita.

 

2.4. La desactivación de las organizaciones populares

 

Para el proyecto de la reforma era esencial desactivar a las organizaciones populares. Los objetivos de  esta operación política apuntaban a las Comisiones Obreras y al Partido Comunista.

 

Las Comisiones Obreras, afianzadas a mediados de los años sesenta, se autodefinían como un movimiento socio-político. Eso significaba un movimiento asambleario basado en los lugares de trabajo, de naturaleza unitaria, cuyos dirigentes aprovechaban los resquicios de legalidad del corporativismo franquista, lo que había provisto a las comisiones de cierta experiencia y organización sindical en las empresas aunque la sindical no fuera la única naturaleza de sus acciones. Desactivar a las Comisiones Obreras implicaba destruir su naturaleza unitaria para evitar tanto su carácter socio-político como su transformación en una organización sindical unificada del estilo de las existentes en Francia, Italia o Alemania.. Lo que en último término buscaban los operadores del reformismo era una interlocución débil para el clásico pacto social keynesiano: un contrato entre el estado, el empresariado y las clases trabajadoras por el que éstas aceptaran lo esencial de las políticas económicas del capitalismo.

 

En el pasado republicano la UGT había sido la central sindical auspiciada conjuntamente por socialistas y comunistas, diferenciada del poderoso sindicato anarquista, la CNT. Ahora, aunque los trabajadores de tradición ugetista habían estado en general integrados en el movimiento de comisiones, incluso los escasos pasos reformistas del gobierno Arias-Fraga se encaminaron a resucitar una UGT afín al partido socialista para contraponerla a las Comisiones Obreras. En la. fase de la reforma la UGT carecía inicialmente, en la práctica, de organización y experiencia sindicales. La resurrección de la UGT fue también una operación "de palacio", por emplear la eficaz metáfora pasoliniana. El gobierno Arias-Fraga autorizó la celebración en Madrid de su 30° congreso en abril de 1976; la organización recibió también del extranjero apoyo político y económico, principalmente alemán. Pudo oponerse así al proyecto constituyente de unidad sindical auspiciado por Comisiones Obreras -basado en el modelo italiano de los consejos de empresa-; al fracasar este intento las Comisiones Obreras aceptarían reconvertirse, unos meses después, en un sindicato tradicional. Con el gobierno Suárez la división sindical del movimiento obrero era ya un hecho, consagrado, paradójicamente, por la formación de la Coordinadora de organizaciones sindicales en septiembre de 1976. En pocos meses el reformismo había logrado afianzar la división institucional del movimiento obrero y el camino hacia el pacto social quedaba casi expedito.

 

Faltaba sortear el último escollo de la reforma: la desactivación del problema creado por la existencia de un fuerte partido comunista en la ilegalidad.

 

El PCE hacía todo lo posible para no quedar fuera del sistema en construcción; era visible, había salido casi enteramente a la superficie; desde agosto de 1976, si no antes, tenía contactos con el gobierno Suárez y en noviembre repartía públicamente carnets a sus militantes como signo de su esperada legalización. Por otra parte 'evitaba cuidadosamente las provocaciones. La historia venía de lejos. Pero la resistencia del "partido militar" era obvia. La puesta en libertad del principal dirigente comunista a la semana de su detención en Madrid activó un serio intento desestabilizador del búnker franquista con la matanza de Atocha a principios de 1977. El PCE reaccionó con una contención tal -decenas de miles de personas desfilaron por Madrid

en absoluto silencio- que hizo su legalización inevitable. Los contactos directos entre el presidente del gobierno y el secretario general comunista se iniciaron al mes siguiente.

 

Los hechos objetivos hablan por sí mismos mejor que los relatos con los que se reescribe la historia. El PCE fue legalizado a mitad de las vacaciones de Pascua para enfriar así las reacciones en caliente del "partido militar". Dos días 'después presentaba su dimisión el almirante ministro de Marina y al siguiente el Consejo Superior del Ejército publicaba un comunicado en que expresaba a la vez su repulsa por esa legalización y su acatamiento, aunque con la advertencia tutelar de que defendería "la unidad de la Patria, su bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas".

 

Como contrapartida a su legalización, en forma de harakiri de su patrimonio simbólico, el PCE escenificó pragmáticamente el 14 de abril, el día de la antigua fiesta republicana, su aceptación de monarquía, bandera y "unidad de la Patria". Así, el grupo humano que más había luchado por un régimen de libertades le sacrificó también algunos de sus principales signos de su identidad como grupo.

 

La operación reformista de desactivación había funcionado.

 

2.5. La problemática institucionalización de una nación de naciones

 

La unidad de la patria", expresión ambigua donde las haya, tiene un referente igualmente ambiguo. Éste parece expresar en lo fundamental -o así era para el partido militar- el mantenimiento unificado del dominio del estado sobre sus territorios. Naturalmente, no sobre todos ellos: el “partido militar” ni había pestañeado cuando el estado se desentendió de algunos territorios africanos cualificados en algún momento como “provincias" españolas. No. La “unidad de la patria" no se refiere a eso: alude a la problemática resolución en el plano estatal de la diversidad nacional o de raíces culturales de los gobernados.

 

A costa de incurrir en algunos lugares que debieran ser comunes, es preciso señalar que el estado español nació en los albores de la época moderna como una unión de reinos bajo un mismo soberano; que esta unificación de facto mantuvo durante siglos cierto carácter “protofederal", por decirlo así, con instituciones propias de los distintos reinos, pese a que la construcción política e ideal de la identidad estatal-nacional se basó en la unificación religiosa -a expensas de judíos primero y de moriscos después- y lingüística -a favor del castellano y a expensas de las restantes lenguas peninsulares-; que la dinastía borbónica, tras la primera de nuestras guerras civiles, procedió a unificar políticamente lo que estaba ”protofederado", y que desde entonces el estado español ha visto cuestionado su modelo de unidad política, a pesar de que la sociedad por él gobernada es internamente solidaria, se relaciona en un mismo mercado, usa el castellano como lingua franca y, si descendemos a eso, se interesa por las mismas competiciones deportivas. Pero el cuestionamiento es explicable: durante demasiado tiempo la institución pública fundamental de la sociedad moderna, el estado, ha ignorado la diversidad de algunas de las raíces culturales de los gobernados: multitud de niños no eran escolarizados en su lengua materna (y hasta podían ser castigados por usarla), ni se creaban equitativamente los equipamientos culturales públicos (hay que alcanzar a los últimos setenta para que el País Vasco tuviera una universidad pública), ni se aceptaban apropiadas instituciones locales de autogobierno. El cuestionamiento era, por otra parte, asimétrico: no se suscitaba en todos los territorios españoles; no en los de los sólo castellanoparlantes, en cierta medida ajenos al problema. En los territorios sólo castellanohablantes de España, las gentes, incluso podían ver como natural lo que en realidad era el resultado de dos políticas: una política lingüística y una política institucional -y hasta podían escandalizarse por el cuestionamiento de las demás gentes-.

 

Este problema generado por no adoptar a tiempo una institucionalización federal culturalmente pluralista, había salido a la superficie sólitamente con los cambios políticos. Por eso ahora el “partido militar" -como otros grupos sociales en la historia anterior veía en el cuestionamiento del modelo institucional unitario una amenaza de disgregación de la institución pública fundamental, de "balkanización". En su particular visión invertida del mundo, la sociedad al servicio de sus instituciones y no éstas de aquélla, cualquier propuesta de articulación política distinta del “estado unitario" era percibida como una amenaza a la "unidad de la patria". Está claro, por otra parte, que para este grupo con una función tutelar autoatribuida, el reconocimiento del derecho de libre determinación era sencillamen1e  tabú.

 

La reforma había de afrontar también este problema. El unitarismo centralista quedaba excluido como políticamente inviable. Eso quedó claro al inicio de la segunda fase, ya decidido el sesgo reformista, del tránsito, tras las elecciones previstas por la Ley de Reforma Política: ante los resultados electorales catalanes desfavorables desde el punto de vista unitarista, el gobierno se apresuró a recuperar la iniciativa. Para controlar el proceso de cambios recurrió a J. Tarradellas (en junio), y restableció la Generalitat catalana en agosto de 1977 y. el Consejo General Vasco en diciembre. De este modo se reintroducía en un ordenamiento jurídico presidido por la Ley Fundamental de la Reforma Política un fragmento de la antigua legalidad republicana. Pero el diseño de lo que había de sustituir al unitarismo centralista estaba por decidir. Sus límites quedarían condicionados por la constitución tácita.

 

2.6. Una asamblea constituyente no constituyente

 

La legalización del PCE y la ceremonia del 14 de abril fueron decisivas para la reforma. Tanto que el gobierno convocó inmediatamente elecciones generales y un mes después de la citada fecha se escenificaba la renuncia por Juan de Barbón de sus derechos dinásticos en favor de su hijo, al haber desaparecido las principales circunstancias que hacían prudente conservarlos desde el punto de vista de los intereses generales de la institución de la corona.

 

La operación reformista, en su conjunto, impuso tres harakiris: el de las últimas cortes de la dictadura, el de los derechos dinásticos de Juan de Barbón y el de las señas de identidad del partido comunista.

 

Para las elecciones fue diseñado -y aprobado por Decreto-Ley- un sistema electoral inspirado en los antiguos proyectos de Fraga para el gabinete Arias, condicionado además por los preceptos de la Ley para la Reforma Política. Unas cortes de reducido número de diputados por relación al de los electoralmente censados, con candidaturas en listas cerradas y bloqueadas, y un sistema electoral mayoritario para el senado y muy débilmente proporcional para el congreso de los diputados aseguraban de antemano un sistema político de bipartidismo imperfecto (acaso los partidos "socialista" y "democrático" de las previsiones norteamericanas).

 

Para las primeras elecciones se contaría con un doble dispositivo de seguridad garante del reformismo: la designación real directa de un elevado número de senadores y el acuartelamiento de unidades del ejército en estado de alerta en el momento de los comicios. Sin olvidar que el conjunto de la reforma disponía de un mecanismo de seguridad general: la ley fundamental reguladora ~señalaba en su art. 5º que el rey podría someter directamente al pueblo "una opción política de interés nacional" para que fuera decidida mediante referéndum cuyos resultados serían obligatorios para todos los órganos del estado.

 

Las Cortes que habían de ser elegidas en el restrictivo marco de la Ley para la Reforma Política, la ley fundamental del tránsito, no podían ser formalmente constituyentes. El plazo para la celebración de elecciones -dos meses- fue muy breve, sobre todo si se tiene en cuenta que la opinión pública, en un sentido verdaderamente digno de este nombre, en aquellos momentos sólo empezaba a renacer. En ese plazo algunos de los partidos legalizados tenían no sólo que desarrollar su campaña: algunos estaban realmente en proceso de formación, entre ellos el propio partido del gobierno (y otros, aún no legalizados, hubieron de concurrir a las elecciones en forma de listas independientes). No hubo, propiamente hablando, campaña electoral ninguna que pudiera convocar a las gentes en nombre de alguna opción efectivamente constitucional. La asamblea iba a ser una asamblea constituyente sólo materialmente. Las opciones constitucionales, por tanto, quedaron excluidas del debate político. Iban a ser sólo cuestión de la nueva partitocracia -en sentido amplio-: incluyendo también al "partido militar"- y de sus asesores técnicos; sin el pueblo, según la vieja tradición ilustrada.

 

Sólo a posteriori podrían ser calificadas de constituyentes las nuevas cortes; en realidad tenían el carácter que expresa un oxímoron. Entre los analistas que pretenden salvar como sea la calificación de 'democráticos" para ciertos sistemas políticos no es infrecuente hablar hoy, a propósito de éstos y como tendencia contemporánea, de una evolución de lo que llaman una "democracia de representación" a una "democracia de legitimación", esto es, a sistemas cuya voluntad no está informada por el demos pero sí legitimada por éste. Pues bien: si hubiera que usar esta académica terminología" podría considerarse que el sistema político español, dada la naturaleza de su constituyente, ha sido "Iegitimatorio" desde el principio.

 

3. La constitución tácita 

 

No fueron las cortes materialmente constituyentes las que establecieron los puntos cardinales del orden constitucional; éstos fueron producto de un conjunto previo de pactos y acatamientos formalizados entre distintos sujetos políticos: el "partido militar" (extraparlamentario por supuesto), el gobierno y los partidos políticos recién legalizados relevantes. La supralegalidad tácita afectaba a lo que pudiera decidir el poder constituyente visible, pues establecía algunas de sus determinaciones y sus límites.

 

Como cualquier constitución, tampoco la supraconstitución tácita es una norma cerrada de una vez para siempre, inalterable. Es hija de una determinada correlación de fuerzas políticas, y está sujeta a la  acción de los operadores políticos, a los cambios en las condiciones que la han suscitado, a la variación de los poderes que han buscado en ella sus equilibrios, a las interpretaciones de los actores determinantes; y ello en medida mucho mayor que la constitución expresa, pues se sostiene sólo sobre las voluntades políticas de quienes la pactaron. Sin embargo, en su momento, fue cumplida a rajatabla. Cuestión distinta es si aquel pacto para la fase materialmente constituyente, pues había de desplegar sus efectos en ella, se halla en vigor veinticinco años después. Pero no conviene hablar de esto antes de haberlo examinado.

 

° Así pues, corresponde describir ahora sus preceptos básicos.

 

3. 1. Intangibilidad de la monarquía instaurada

 

Ni la forma monárquica del estado decidida en 1947 ni el titular instaurado de la corona podían ser puestos en cuestión. El constituyente material visible no podría discutir este punto. Al rey le correspondería también el mando supremo de las fuerzas armadas, que venía detentando en los términos de la Ley Orgánica del Estado franquista.

 

Este último aspecto crearía cierta ambigüedad en torno a los poderes políticos del rey. De hecho, los espadones implicados en el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981 afirmarían siempre su lealtad al rey aunque no hicieran lo mismo con su lealtad democrática; aquella lealtad contradictoria remite a la legitimación preconstitucional de la monarquía.

 

La constitución expresa consagra a la monarquía parlamentaria como forma política del estado y proclama que La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. Don Juan Carlos de Barbón, “legítimo heredero de la dinastía histórica". Paradójicamente, reintroduce acto seguido la ley sálica, en contradicción con la legitimidad de la dinastía histórica, que había costado otra de nuestras guerras civiles.

 

La constitución expresa exige refrendo para los actos jurídicos del rey; pero lo hace inviolable, y en unos términos inconsistentes con nuestra historia constitucional democrática y con el derecho constitucional comparado.

 

La constitución tácita incluía, con la forma monárquica, la indiscutibilidad de la bandera roja y gualda, un símbolo enlazado además con la materia del siguiente punto del pacto tácito.

 

3.2. Reconocimiento de la tutela militar

 

La admisión por el sistema político civil de la tutela militar se puede inferir como punto central de la constitución tácita a partir de varios indicadores objetivos.

 

El primero es la atribución al ejército, en la constitución de 1978 (art. 8,1), además de la defensa de la integridad territorial, lo que es común a algunas constituciones (otras ni mencionan al ejército), algo que ya no lo es: la defensa “del orden constitucional". Esta atribución procede de la legalidad del estado franquista (sin más cambio que el de 'institucional' por 'constitucional'), y carece de equivalente en el constitucionalismo de otros países europeos..            .

 

El segundo indicador es la inmunidad del ejército a la amnistía. La amnistía era un inteligente (aunque discutible en la forma en que se materializó) punto del programa rupturista. Pretendía garantizar que nadie pudiera ser perseguido penalmente desde los términos de la legalidad franquista ni por la futura legalidad democrática por hechos anteriores a su promulgación, al objeto de facilitar la reconciliación de los españoles. Y, efectivamente, los gobiernos preconstitucionales de la monarquía dispusieron sucesivas normas de indulto, reformas del código penal y finalmente amnistía hasta recoger este punto. En lo tocante al ejército, sin embargo, la amnistía tuvo consecuencias estrictamente limitadas. Los militares de la Unión Militar Democrática, encarcelados por participar en la lucha por la democracia, fueron puestos en libertad. Pero no pudieron reincorporarse al ejército. La amnistía sólo afectaba a los aspectos civiles de sus actos. Ello pone de manifiesto una excepción militar al predominio de la ley civil. (Habría de ser aprobada la constitución de 1978, producirse la incorporación a la Otan y transcurrir varias legislaturas antes de que desaparecieran algunos de los efectos de esta excepción)

 

Un indicador no sólo de la tutela militar sino de su efectivo ejercicio la proporciona el modo en que se llegó a la redacción del art., 2º de la constitución de 1978. Se trata del precepto constitucional relativo a la "indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", que será analizado más adelante. Este texto se concretó como sigue en la ponencia constitucional, según el relato de J. M. Colomer:

 

 

“La discusión ya fue muy viva a propósito del artículo 2, en el que se incluyó, por un lado, la "unidad de España" y, por otro, el "derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones". El término "nacionalidades" resultó particularmente desagradable para AP y para el Ejército y de hecho la redacción final no fue obra de la ponencia sino que llegó a ella en forma de un papel escrito a mano, procedente del palacio de la Moncloa, en el que a los términos citados se habían añadido los de "patria común e indivisible" e "indisoluble unidad de la nación española". El mensajero de UCD que lo llevó hizo observar a los demás ponentes que el texto tenía las "licencias necesarias" y no se podía variar ni una coma del mismo porque respondía a un compromiso literal entre la presidencia del Gobierno y los interlocutores fácticos, intensamente interesados en el tema. Ante ello el. ponente Pérez L/orca se cuadró y, llevándose la mano extendida a la sien, hizo el saludo militar."

 

La función tutelar del ejército sobre el poder civil se extendería de hecho más allá del proceso materialmente constituyente. Se debe recordar que tras el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 fueron adoptadas dos decisiones políticas de capital importancia: el ingreso en la Otan y la plasmada en la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico. La LOAPA sólo tuvo gran importancia como pieza política durante un breve tiempo, pues en realidad nunca llegó a entrar plenamente en vigor. Aquella ley pretendía poner limitaciones adicionales a los estatutos de autonomía, esto es, reforzar la "unidad de España" que el "partido militar" consideraba en peligro a causa del aún inacabado proceso autonómico. En cuanto al ingreso en la Otan, era el primer paso, justamente, para la transferencia de la tutela militar sobre la política civil a las manos, más poderosas, del Imperio, transferencia que se consolidaría, al menos aparentemente, con la integración en la estructura militar de la alianza atlántica.

 

3.3. La ”unidad de /a Patria"

 

La "unidad de la Patria" expresada en la advertencia contenida en el comunicado del Consejo Superior del Ejército del 12 de abril de 197745 se plasmó, del insólito modo que se ha visto en el epígrafe anterior, en el art. 2º de la constitución: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas".

 

Lo primero que llama la atención de este artículo constitucional -las redundancias, el uso de 'Nación' y 'nacionalidades'- no es en realidad lo más sorprendente o problemático. Lo más importante es su verbo principal: 'se fundamenta'; "La Constitución se fundamenta en..."

 

¿En qué se fundamenta realmente la constitución? No en otra cosa que en lo que le ha dado legitimidad: bien en la soberanía popular, en la voluntad de los ciudadanos, de acuerdo con el discurso teorético al uso sobre los sistemas representativos; bien, si se quiere, en la democracia misma; o bien, si se desea ser más realista, la constitución se fundamenta en el acuerdo básico entre las fuerzas políticas a que se ha aludido anteriormente, en el acuerdo tácito pactado para la formulación de una constitución expresa. En una de esas fórmulas hay que buscar el fundamento de la constitución, esto es, lo que la sostiene. Sin embargo nada de esto aparece en el texto del artículo 2 de la constitución de 1978. Por otra parte, en el pasado, "la indisoluble unidad de la Nación" se mantuvo durante décadas sin fundamentar constitución ninguna. De modo que es preciso buscar el significado real de 'se fundamenta' en otro lugar. Y la respuesta, a la que cualquier aficionado al análisis textual habrá llegado ya, es obvia: 'se fundamenta en' tiene el significado de "se condiciona a", El artículo 2 expresa el condicionamiento puesto a la legalidad democrática por el "partido militar": sólo puede haber constitución democrática si se mantiene "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles".

 

Este condicionamiento, que a la vista de lo estipulado por el art. 8 de la constitución parece una espada de Damocles suspendida sobre el sistema de libertades, ¿autoriza a las fuerzas armadas al "mantenimiento del orden constitucional" en el caso de que por el debido proceso en derecho se adoptara alguna norma jurídica que pudiera ser interpretada como lesiva para la "indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible"?

 

Éste es uno de los grandes interrogantes del sistema político español; y un interrogante, por lo demás, no puramente hipotético,, a la vista de la irresolución de lo que se ha dado en llamar "el problema vasco", esto es, la falta de un acomodo pacífico y definitivo, tras veinticinco años de vigencia de la constitución de 1978, de las instituciones de la sociedad vasca en el sistema institucional general.

 

Por lo demás, el "derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" del propio art. 2, junto con la Disposición Adicional primera de la Constitución y sus Disposiciones Transitorias, al igual que las normas de la Comunidad Europea, por no hablar del propio Nomos de la Tierra expresado por el derecho internacional, no parecen permitir una respuesta afirmativa legítima al interrogante planteado.

 

Desde otro punto de vista, qué sea la "Nación" y qué sean las "nacionalidades" es asunto que se presta al análisis de historiadores y sociólogos. La "unidad de la Nación" no impide que sigan existiendo, como dijo el poeta, dos Españas. En otro orden de cosas lo seguro es que ningún precepto, legal o social, es inmune a la interpretación; y también -a veces hay que recordarlo- que nada puede detener los procesos históricos, aunque el derecho puede modularlos. El derecho puede aspirar a neutralizar las formas violentas de conflicto social.

 

3.4. La Ley del Olvido

 

Se ha señalado anteriormente que la amnistía fue un elemento integrado en el pacto tácito. La amnistía extingue las responsabilidades penales. Pero hubo más: hubo acuerdo en torno a una auténtica Ley del Olvido, un acuerdo de no evocar el pasado trágico de la guerra civil, ni sus consecuencias, ni los papeles representados desde entonces por los principales actores políticos.

 

Lo que se llama aquí "ley del olvido" va más allá de la amnistía. Es un acuerdo de "punto final". Punto final, ante todo, a cuanto había quedado fuera de todas las legalidades de nuestra historia pasada, la republicana y la franquista. Gracias a esta ley tácita de punto final, durante veinticinco años han sido silenciados los asesinatos sin juicio de la guerra civil, han permanecido intactos los enterramientos. No se han podido exigir responsabilidades civiles por las víctimas de ambos bandos. Por los desaparecidos. A diferencia de las tragedias civiles de otros pueblos, la española no ha tenido siquiera ese sucedáneo de reparación que se procura por medio del derecho.

 

3.5. El acuerdo de gobemabilidad

 

El último de los puntos de la constitución tácita lo constituye un acuerdo de "gobernabilidad", esto es, un acuerdo por el que se buscó un poder gubernativo fuerte y una fuerte dificultad de acceso de las demandas sociales al núcleo del estado..

 

Un destacado reflejo de ese acuerdo lo presentan los artículos 99, 108 Y 113 de la constitución de 1978, relativos al gobierno ya. sus relaciones con el parlamento.

 

A tenor de los artículos 99 y 108, el presidente del gobierno recibe la investidura y en realidad es el único responsable ante el congreso de los diputados. No hay "examen previo" de los candidatos a la titularidad de los ministerios (como en el sistema presidencial norteamericano) ni responsabilidad de cada ministro ante la cámara (como ocurre en los sistemas políticos de Israel o de Irán, entre otros): sólo responsabilidad solidaria del gobierno, a través de su presidente, aunque se trata de una responsabilidad prácticamente imposible de exigir por la previsión por el art. 113 de la llamada "moción de censura constructiva" que desvirtúa toda responsabilidad ante el poder legislativo.

 

La "moción de censura constructiva" es un constructo excepcional que sólo aparece en la constitución alemana de postguerra -con la tutela política de las potencias ocupantes- y está encaminada a obtener idéntico efecto de gobernabilidad": la censura al presidente del gobierno implica la aceptación simultánea de un presidente alternativo y exige para ambas cosas mayoría absoluta de los miembros del congreso. Es una condición de imposible cumplimiento.

 

El jefe del ejecutivo acumula en España más gobernabilidad que el de cualquier otro sistema político. Pues o bien dispone de mayoría absoluta en el congreso, y entonces es inatacable, o ha sido designado por mayoría relativa exigiéndose mayoría absoluta para otro candidato en el caso de que la cámara quiera censurarle. Eso convierte al sistema político español en un sistema de gobierno inmune a la responsabilidad política formal.

 

Se trata de un sistema parlamentario sin responsabilidad parlamentaria.

 

Si esto no bastara para garantizar la gobernabilidad, cabe recordar cabe recordar que las fuerzas políticas aceptaron concurrir a las elecciones para las cortes materialmente constituyentes a través de un sistema electoral que asigna pesos diferentes a los votos de los ciudadanos según el lugar donde ejercitan el derecho de sufragio y en realidad, además según la opción política ejercida: un sistema de escasa proporcionalidad, para listas cerradas y bloqueadas, que canaliza necesariamente las opciones políticas a través de la partitocracia parlamentaria; este sistema se ha mantenido desde entonces salvo retoques de detalle. Y no se puede cambiar porque eso exigiría la anuencia de los partidos mayoritarios que son sus beneficiarios principales.

 

El sistema que materializa el acuerdo de gobernabilidad tácito se completa con el trato dado a las demandas sociales por la constitución expre.sa47. El acuerdo de gobernabilidad es justamente lo contrario de la democracia participativa.

 

4. Las inmunidades del poder

 

El constitucionalismo histórico español es pródigo en expresiones que, siendo aceptables para los contemporáneos, no dejan de resultar sorprendentes, como infantiles, para las generaciones posteriores. La constitución de 1812 prescribía que los españoles habían de ser "justos y benéficos". La constitución republicana de 1931 decía en su artículo primero que "España es una República democrática de trabajadores de toda clase". La constitución de 1978 dice en el suyo que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho".

 

Qué signifique 'estado social' no es difícil de interpretar pese a la ambigua generalidad del adjetivo -todas las instituciones son sociales no hay ninguna natural-: se quiere decir que el estado es el que reconoce a las personas derechos de determinada naturaleza. Por su parte, que el régimen político -más que el estado- sea democrático es inequívoco, aunque este punto está abierto a la verificación o a la falsación empírica. Pero la laxitud de la iusfilosofía subyacente al redactado del artículo primero se supera a sí misma en la afirmación de que España se constituye como estado de derecho.

 

La expresión 'estado de derecho', que ha cobrado carta de naturaleza en el lenguaje político y jurídico, no designa ninguna realidad, sino un ideal: el ideal de unas instituciones públicas sometidas a las leyes igual que los gobernados. EI "estado de derecho" no ha existido nunca como cosa ya dada, y tampoco, jamás, de una vez para siempre; pues su naturaleza de vara de medir ideal de las actuaciones de las instituciones públicas y de las personas que las rigen, respecto de su acatamiento de las leyes, excluye que se pueda predicar descriptiva mente de ninguno de los estados existentes. La expresión sólo puede ser usada en contextos valorativos: afirmando o negando la adecuación de una norma, una institución, una conducta, al ideal de estado de derecho. No se puede identificar la vara de medir con lo medido.

 

El modelo ideal de "estado de derecho" sólo tiene sentido en el contexto de la lucha democrática contra las inmunidades del poder: en el alejamiento de éste del derecho existente o -lo que es infinitamente más común- en una actuación anómica, al amparo de la ambigüedad y generalidad de las leyes o de la ineficacia de las instituciones que tendrían que garantizar su cumplimiento, alejamiento que resulta finalmente incontrolable.

 

Y las inmunidades del poder son en su producción como las olas de mar. Si algo caracteriza especialmente al sistema constitucional español es justamente su amplio margen de inmunidad. Parte de esa inmunidad procede de los pactos tácitos previos a la constitución: el pacto de gobernabilidad reforzada, por ejemplo. Pero sobre todo de la existencia misma de los acuerdos tácitos. G. Peces Barba, uno de los ponentes constitucionales, suele usar inteligentemente la expresión 'Carta Magna' para referirse a la Constitución de 1978. La Carta Magna de Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra que reconoció derechos a sus súbditos, se menciona habitualmente al hablar de los orígenes históricos del constitucionalismo. Pero fue una carta otorgada. También la constitución española de 1978 ha sido, en parte, una carta otorgada, pues algunos de sus aspectos quedaron sustraídos a los representantes formales del demos. Sólo en parte, sin embargo, ha permitido poner en funcionamiento un sistema político que reconoce a los ciudadanos derechos y libertades.

 

Queda sin embargo un interrogante: si ese sistema político puede servir sin reformas a las necesidades de la población. Pues las instituciones deben estar al servicio de los ciudadanos y nada las legitima, más que retóricamente, cuando son insensibles a la ciudadanía.

 

La experiencia que corre desde 1978 hasta el presente ha contemplado demasiadas cosas contrarias al espíritu de la democracia: un intento de golpe de estado insuficientemente aclarado en su génesis, sus objetivos y su responsabilidad; la criminalización de la objeción de conciencia integral -también llamada insumisión- al servicio militar obligatorio; actos de terrorismo de estado con débil exigencia de responsabilidades; corrupción político-económica; políticas económicas que niegan permanentemente en la práctica el derecho al trabajo o el derecho a la vivienda reconocidos a todos por la constitución; nuevamente, irresponsabilidad de los gobiernos ante el parlamento incluso en el caso de una gran catástrofe económica relacionada con decisiones políticas; colaboración en acciones militares ni siquiera sancionadas por las Naciones Unidas; incapacidad para crear las condiciones para que todas las gentes del País Vasco puedan vivir en paz. Por no hablar del reiterado fracaso de las políticas educativas, de la ligereza de los controles sanitarios públicos (casos de la colza, de las vacas locas), de la capltidiminución del poder judicial o del abuso por los gobiernos de los medios de comunicación públicos. Tal vez haya llegado el momento de realizar un examen a fondo de las causas últimas de la pobreza democrática de nuestras instituciones; al menos, de las públicas. y sin duda hace mucho que es momento de una renovación del impulso democrático y de las instituciones democráticas, rompiendo los cerrojos que las bloquean.

 

Tal vez no seríamos muchos más libres con eso. Pero podríamos acomodarnos mejor frente a las difíciles condiciones impuestas por la hegemonía de las políticas neoliberales globalizadoras o imperiales, como se las prefiera llamar.

 

Sin embargo, un obstáculo importante se opone a ese cambio tan necesario para la salud pública del sistema democrático y de libertades. Se ha señalado antes que el pacto tácito fue cumplido a rajatabla; fue cumplido a rajatabla para llegar finalmente, justamente, a la constitución expresa y a la consolidación de un sistema de libertades. La derecha político-social, que ha comprendido la debilidad real de las fuerzas democráticas de este país --mediando el efecto devastador de los medios de masas que domina sobre la consciencia de las personas y los comportamientos sociales-, busca ahora materializar una segunda oportunidad para poner límites a la soberanía popular y a los derechos políticos y sociales reconocidos por la constitución. Ha asumido la función del. "partido militar" en el pacto tácito para negar, hoy, toda posibilidad de reforma del sistema político; para demonizar cualquier discurso alternativo al suyo; para reimponer y afianzar, mediante el oportuno menudeo de conceptos especiosos y de decisiones legislativas y gubernativas, las formas autoritarias del dominio político. En definitiva, trata de 'reafirmar algo que la tradición de los oprimidos, como señalaba W. Benjamin, conoce, bien: que el estado de excepción en que vivimos es la regla.

 

Barcelona, enero de 2003

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