Una reflexión más entorno a la "unidad republicana"

(En memoria de Nazario González Monteagudo (ARDE) y Eduardo Castro Castro (IR), maestros de republicanos)

Francisco Cuberos García

De entre lo más llamativo del sistema de la nueva restauración monárquica está, si cabe, lo que llamo “autofagia parlamentaria”. Desde las elecciones de junio de 1977 -ni libres, ni democráticas, ni a Cortes constituyentes; no me cansaré de repetirlo-,  basta observar la presencia de los grupos y partidos parlamentarios de las diferentes legislaturas cumplidas para preguntarse: ¿qué ha habido de nuevo y significativo en los bancos del Congreso y el Senado?. Salvo casos de muy escasa entidad sometidas al “guadianismo” -aparecer / desaparecer- o mantenerse en sus reducidos límites, el 95 % o más de las fuerzas políticas representadas son las mismas de aquellas referidas elecciones pero levemente modificadas bajo el desprendimiento o la adquisición de siglas diferentes. El caso más destacado fue la desaparición de la Unión de Centro Democrático, que no fue tal, sino mera desmembración de los grupos que la componían y el desembarco posterior en otras formaciones preexistentes, Alianza Popular y Partido Socialista Obrero Español, más la aparición de un partido nuevo, el Centro Democrático Social, que se mantuvo mientras duró la estrella de su principal figura, D. Adolfo Suárez. Así pues, “autofagia parlamentaria”: pareciera que el sistema de selección de representantes de los ciudadanos estuviera diseñado para auto-alimentarse, impidiendo el paso a otras posibles alternativas surgidas de la sociedad civil.

 

Analizar ahora las causas, o mejor, los incentivos para que tal situación se perpetúe sería alargar este escrito, aparte de alejarlo de la preocupación principal que mueve la mano de quien lo escribe. 

 

Pero, antes, no sería justo si no hiciera mención a una excepción que confirmaría la regla de la situación anteriormente reseñada. Me refiero a Esquerra Republicana de Catalunya, partido que ha atravesado por momentos difíciles -llegando a desaparecer del Congreso-, pasando del riesgo de ser una fuerza extraparlamentaria y los nefastos efectos del “vedetismo político” (léase Rahola y Colom) a tener, actualmente, en muchos casos, una influencia decisiva en los trabajos parlamentarios y, en Cataluña, situarse a una altura que le permite tratar al PSOE y CIU de tú a tú. Vaya desde aquí mi felicitación a una fuerza política con la que coincido -salvo por su componente independentista- en prácticamente la totalidad de sus presupuestos ideológicos.

 

De aquí, dado que últimamente reverdecen las apelaciones a la unidad de los partidos republicanos de izquierdas, mi lamento: ¿no había al nivel nacional unos partidos políticos que recogían esos mismos presupuestos ideológicos; no unos partidos cualquiera, sino aquellos que fueron centrales y fundantes de la más reciente experiencia republicana, la IIª República? Me refiero a los herederos de la Izquierda Republicana, de D. Manuel Azaña, y de la Unión Republicana, de D. Diego Martínez Barrio; ¿qué fue de ellos? ¿por qué no supieron superar las dificultades externas intencionadas que, a comienzos de la transición, los arrojó a la injusta condición de extraparlamentarios?. En fin, ¿qué ha sido de Acción Republicana Democrática Española e Izquierda Republicana?.

 

Que la negación a su legalización por el último gobierno de la dictadura -segundo de la monarquía instaurada-, impidiéndoles su participación en aquellas elecciones de junio de 1977, fue determinante, asestándoles un duro golpe del que no han sabido resarcirse, es evidente. Que aquella decisión -muestra inequívoca de que la transición y el taumatúrgico consenso no eran más que dos patrañas para ocultar que la Constitución resultante era una “carta otorgada” y, ni mucho menos, expresión de reconciliación nacional alguna- les impidió beneficiarse de una previsible reacción histórica de adhesión a sus postulados ideológicos, traducida en votos y en escaños, es muestra estas declaraciones de D. Santiago Carrillo, realizadas en 1996, pero referentes a aquellos años y a la legalización del PCE:

 

“(...) la legalización del partido ha sido mi obsesión. Yo tenía en la cabeza la experiencia de Alemania Federal, donde el Partido Comunista era fortísimo antes de la guerra. Después de la guerra queda en la ilegalidad y termina muerto. Para mí estaba claro que si se llegaba a producir una situación de legalidad de los demás partidos, y estaba Tierno por un lado y el PSOE por otro, terminaría esfumándose nuestra influencia y nuestra fuerza y no levantaríamos cabeza nunca más. Por eso cuando el Rey me dice [a comienzos de 1976, a través de un enviado secreto que habla con el presidente rumano Ceausescu para que transmita a Carrillo el mensaje] que espere dos años yo digo que no y pienso para mí: “Incluso aunque él esté dispuesto a darme la legalidad  y me la dé, yo no sé para qué me va a servir en ese momento ya. (...) Porque sabía que para entonces mis votos se habrían ido al PSOE o al partido de Tierno Galván y no podía ser (...).” (Memoria de la transición, “El País”; año 1996)

 

Ciertamente, la situación de ilegalización en aquellas elecciones decisivas, aparte de la vigencia de un sistema electoral que permite perpetuarse indefinidamente a la clase política nacida al amparo de dicho régimen y / o el monopolio de unos medios de comunicación que criminalizan toda opinión disidente del actual entramado constitucional nacidas de aquellas, ha sido determinante para que las fuerzas políticas representativas del republicanismo de izquierdas hayan quedado reducidas a apéndices meramente testimoniales de la izquierda española.

 

Sin embargo, hoy no me resisto a hacerme la pregunta de si una justificación así -sin dejar de tener un valor explicativo- no ha tenido un efecto tranquilizador y paralizante que, a la larga, ha resultado ser contraproducente, ocultando otras causas y evitando una tan imperiosa como necesaria autocrítica de la opinión republicana de izquierdas o, lo que es lo mismo para mí, de los radicales demócratas.

 

Como testigo privilegiado -desde 1985 hasta 1990 en ARDE; desde 1991 hasta 2003, con “intermedios”, en IR- he podido hacerme otra composición de lugar sobre lo ocurrido y que, desde el respeto y el aprecio a quienes fueron mis compañeros, me gustaría exponer.

 

El republicanismo de izquierdas de los últimos años, desde los inicios de la reforma política y la transición hasta prácticamente nuestros días se ha caracterizado por y ha sido víctima del vagar desorientado entre la esclerosis ideológica y el atomismo organizativo provocado siempre por las luchas “cainitas” de los mismos republicanos.

 

Desde muy pronto, aquellos que se mantuvieron fieles a la disciplina partidaria dentro de la opinión republicana socio-liberal -esto es, los que no terminaron integrándose en otras formaciones de la izquierda más afortunada (PSOE, PSP, PCE, etc.)- acabaron anclados en la sola reivindicación nostálgica de la II República, arrobados por un historicismo del que eran clara muestra sus congresos y asambleas. Toda renovación o actualización de las ideas democráticas se veía como amenaza a un “canon republicano” nunca escrito, y toda renovación o actualización de las estructuras y actividades de la organización se entendía como  adopción de mecanismos de acción partidarios que pudieran poner en peligro la imagen de los republicanos como personas moderadas, tolerantes y respetuosas con la legalidad democrática vigente a partir de la Constitución de 1978, temiendo aparecer como “subversivos extremistas”.

 

Por otro lado, no menos perjudicial, desde muy pronto igualmente, las deserciones debidas las más de las veces a resentimientos personales no hicieron sino generar el surgimiento de partidos, y partiditos, que, además de provocar el desengaño de muchos, patéticamente no hacían -en sus propias palabras- más que llevarse la sagrada tradición política, histórica y filosófica del movimiento republicano español consigo, para mejor resguardarla de quienes la estaban mancillando. En este sentido, la larga polémica judicial en torno a unas siglas, “Izquierda Republicana”,  no es sino la muestra más evidente de esta ineptitud, como si de unas siglas dependiera el traer o no una República. Claro está, algo así no se entendería sin las ventajas económicas -recuperación del patrimonio incautado- que hay detrás de tales enfrentamientos.

 

Por último, refiriéndome concretamente a IR, su historia más reciente (al menos, desde 1991) ha sido la de un continuo caminar en medio de polémicas siempre intrincadas, de escándalo en escándalo, muchas veces trasladadas a la prensa y otros medios de comunicación, en medio de las cuales los pocos avances en crecimiento de afiliados y militantes resultaban baldíos. Un recuento exhaustivo -si fuera posible- de cuántos han abandonado el barco de IR, nos daría como mínimo, al día de hoy, cuatro o cinco “Izquierdas Republicanas”. Como quiera ser que -sobre todo en IR-, quien esto escribe, ocupó cargos directivos de cierta destacada responsabilidad, vaya por delante mi asunción de la parte de culpa que pueda tener en tan nefasta política.

 

Hace meses, en la página Web de IR y en la de UCR, se publicó un excelente artículo de José Manuel Graña Garrido, miembro de la Comisión Ejecutiva Federal de IR y presidente de la “Sociedade Galega Pola República”, titulado “La Tercera es posible”, en el que resumidamente, reconociendo que hay parte de verdad en la hasta ahora “inoperancia, desunión y falta de atractivo electoral de los partidos políticos que mantienen la tradición, las siglas y / o el acervo cultural e histórico republicano”, y señalando que existe la opinión extendida de que “las únicas fuerzas que pueden llegar a tener alguna trascendencia en la creación de un clima propicio al advenimiento de la Tercera República son las asociaciones republicanas, colectivos de índole cultural con contenido político que, al parecer, son mejores transmisoras de los ideales y de la historia republicana”,  concluye que no se puede descartar el papel dinamizador de los partidos políticos republicanos de izquierdas en el esperado proceso que nos lleve a una nueva experiencia republicana.

 

Por todo ello, apelaba a la unión y /o coordinación de todos los partidos y las asociaciones republicanas, a trabajar por la creación de un “Frente Republicano de Izquierdas” en torno a un programa de mínimos (laicismo, federalismo, democracia radical participativa...) que pueda ser determinante en el momento en que “se presenten las condiciones objetivas que lleven al establecimiento de la IIIª República” y, al tiempo, garantice, que tal instauración democrática se realice en condiciones ajenas a “grandes sobresaltos”, pacíficamente, con la mismas alegrías y esperanzas que se despertaron aquél histórico 14 de abril de 1931.

 

He de confesar sinceramente que, en mucho tiempo, ningún escrito me había sorprendido tan gratamente como el del señor Graña Garrido. A mi entender, su artículo rebosaba la ilusión, el entusiasmo, las ganas de coger la realidad española presente por las costuras deshilachadas de su farsa democrática y animaba a poner en pie la alternativa republicana que cosa definitivamente dichos costurones. Efectivamente -recomendando su relectura desde este mismo sitio Web o desde el de IR- expone diagnósticos, prescribe políticas de la más elemental radicalidad democrática con mayúsculas y señala -en suma- la dirección a seguir.

 

Sin embargo, comprenderán por parte de lo ya apuntado que mi ilusión durara poco. No es por que no suscriba casi al cien por cien los contenidos vertidos por Graña Garrido en este excelente artículo, sino por el tedio y el hartazgo que me produce leer u escuchar, en el ámbito del republicanismo de izquierdas o, con más concreción, en el seno de los partidos políticos de dicho ámbito, hace ya muchos años, lo mismo. Brevemente, trataré de cifrar este hartazgo en los siguientes últimos párrafos.

 

Actualmente, anima comprobar el progresivo acercamiento al pensamiento democrático radical, representado históricamente por los republicanos españoles, de un número cada vez mayor de personas jóvenes. Personas que no vivieron obviamente la II República, pero reivindican su memoria. Personas que no han vivido siquiera la tan ensalzada “farsa transitiva”, pero abominan de sus efectos. Personas que claman por el establecimiento de una nueva fundación democrática, regida por los principios ilustrados siempre válidos de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Personas, en fin, que saben que sólo el amanecer de una “Nueva Primavera”, de “otro 14 de Abril”, hará posible el surgimiento de una auténtica voluntad de transformación de las estructuras del Estado y de los cauces de la actividad y la representación políticas, restituyendo en nuestro país el significado exacto de la palabra “democracia”.

 

Pero, al tiempo, por el contrario, cuando se han acercado a aquellas organizaciones políticas que decían representar tales ideales, se han encontrado con el panorama deprimente que señalaba en anteriores párrafos: la esclerosis ideológica y el atomismo organizativo, y, cuando no -por las disputas sobre siglas- con un mal entendido concepto patrimonial de la memoria histórica del movimiento republicano español; o dicho de otro modo: se han dado de bruces con el escandaloso espectáculo de que aquellos partidos que deberían postular que no hay más título que el de “ciudadano”, se hallan infectados por el mismo regusto “aristocrático” que deberían combatir. No es de extrañar, pues, que se extienda la opinión de que una salida republicana sólo se dará desde el trabajo en las asociaciones y colectivos culturales, con contenido socio-político, que hacen del republicanismo el centro de sus actividades.

 

Algunos, en esa línea, hemos pensado que ha llegado el momento de dejar de lado este “aristocratismo republicano” que ha impedido el crecimiento del movimiento republicano español: con todos los respetos, que se queden con sus siglas, pero que no pretendan arrogarse en exclusiva, como si las tuvieran en almojarifazgo, ni las ideas ni la memoria que a todos los radicales demócratas pertenece.

 

Personalmente, por ejemplo, hoy por hoy, a mis cuarenta años, prefiero trabajar sectorialmente por el avance del laicismo desde una asociación como “Europa Laica”, y / o desde la Unidad Cívica por la República, a partir de los principios y objetivos contenidos en su Manifiesto o en su propuesta de debate “Regenerar la Democracia”, contribuir a la consecución de un proyecto republicano verdaderamente unificador e incluyente que, fuera de las estructuras partidarias, movilice a la sociedad española en pro de la IIIª República.

 

Después de todo -si bien yo no fundo partido republicano alguno- cuando D. Manuel Azaña se decidió junto a otros destacados republicanos de la época, a constituir Acción Republicana, lo hizo pensando en la inutilidad de los históricos partidos republicanos de entonces y, posteriormente, recorridos los primeros años de la IIª República, el surgimiento de Izquierda Republicana no fue sino el premio a su acertada visión política que atrajo, detrás de estas nuevas siglas, a casi toda la opinión republicana de izquierdas de aquella época.

 

Algunos otros -insisto, con todo el respeto y aprecio que me merecen- deberían hoy analizar las causas de su marginalidad y si le caben salidas para superarla, o también, si no ha llegado el momento de pasar a la historia.

 

Francisco Cuberos García.

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