Federalismo.
Unidad y
diversidad de las naciones en España. Una
visión panorámica
Xosé M. Núñez Seixas
Cuadernos de
Alzate nº 39, Segundo semestre 2008
¿Nación
pluricultural, nación de naciones o
Estado plurinacional? En la España del
siglo XXI coexisten diferentes
concepciones acerca de cuál es la nación
española, y asimismo de cuál debe ser su
relación con las naciones sin Estado,
nacionalidades históricas o «realidades
nacionales » que también conviven con
aquélla en partes significativas de su
territorio. El presente artículo propone
una lectura general de esa convivencia
en perspectiva histórica, e intenta una
tipologización básica de los conceptos
de nación actuales en España.
Como es conocido,
la comunidad política que constituía la
España del Antiguo Régimen se
caracterizaba por ser una «Monarquía
compuesta», cuyos principios
fundamentales de legitimidad radicaban
en la fe católica y la lealtad
dinástica. Y dentro de la Monarquía
compuesta, en su modelo habsbúrgico
coexistía una amplia diversidad de
Fueros territoriales, situaciones
jurídicas y políticas diversas, también
con obligaciones diferentes. El proceso
de concentración de poderes en la
Monarquía se acentuará con la dinastía
borbónica, aunque posee raíces
anteriores (por ejemplo, la Unión de
Armas del conde duque de Olivares). Mas
dentro de ese proceso, que distaba de
estar concluso en 1808, persistían sin
embargo numerosas excepciones
procedentes de la etapa habsbúrgica,
entre ellas los Fueros vasco-navarros.
Al mismo tiempo, la concentración de
poder en la Monarquía y la extensión de
la idea de que a un soberano debía
corresponder un cuerpo político lo más
homogéneo posible en leyes, usos y
costumbres, fue sentando un
protonacionalismo moderno al que sólo le
faltaba la idea de la nación como
titular de la soberanía.
Tras la revolución
liberal que desencadenó el proceso de
reacción a la ocupación napoleónica (o
«Guerra de la Independencia »), el
principio de la soberanía nacional se
afirmó en el pensamiento liberal
español, juntamente con una cierta
nostalgia e idealización cuasi
medievalizante de las «Constituciones
históricas» y las Cortes medievales,
elemento que buscaba destacar el
carácter puramente hispánico, y por lo
tanto libre, de presuntas
contaminaciones foráneas, del
liberalismo al sur de los Pirineos.
Junto a ello, la lucha entre
absolutistas y liberales, resuelta de
manera provisional en 1833 con la
implantación del primer Estado liberal
de impronta liberal-moderada, trajo
consigo algunas peculiaridades de la
relación entre unidad y diversidad en
España, al menos contempladas en una
perspectiva comparativa.
De entrada, los
«jacobinos» españoles se situaron a la
«derecha »: los liberales moderados
fueron partidarios de la centralización,
y crearon las provincias. Siguieron en
parte el modelo francés, pero sólo en
parte. Pues las provincias españolas, a
diferencia de los departamentos
franceses, no destrozaron los límites de
las regiones «históricas» o provincias
del Antiguo Régimen. Por otro lado, la
lucha contra los carlistas no acaba con
los Fueros, que persistieron bajo formas
renovadas tras la Ley de Abolición Foral
en 1839 y la Ley Paccionada de Navarra
de 1841, y crearon una permanente
situación de excepcionalidad que no
desagradaba a esos mismos liberales
moderados, en la medida en que el modelo
representativo de las provincias vascas
parecía a muchos de ellos un perfecto
ejemplo de «armonía preliberal» y orden
social. Si el pensamiento conservador
español optó por un modelo
centralizador, no lo hizo nunca de modo
decidido y uniforme. Además de la «cuña
vasca», que introduce un elemento de
asimetría territorial permanente en
todos los diseños de estructuración
territorial del Estado por parte
conservadora, incluso bajo el
franquismo, también existía en buena
parte de él y persistió hasta el
franquismo una cierta desconfianza hacia
el centralismo laminador de las
diferencias. Esa desconfianza se expresó
a su vez en una nostalgia reactualizada
del viejo principio preliberal de la
Monarquía compuesta o austracista,
luego reformulado de diferentes
maneras (por ejemplo, la Monarquía
federativa de un regionalista gallego
católico-tradicionalista como Alfredo
Brañas o, con matices, de un
tradicionalista como Juan Vázquez de
Mella; pero también en las fórmulas de
acomodación neoforal dentro de una
nación española compuesta
elaboradas en tiempos más recientes por
Miguel Herrero Rodríguez de Miñón); así
como en una reticencia amplia hacia la
provincia por ser invención «francesa»,
rechazo que fue patente en autores
conservadores autoritarios como José
Calvo Sotelo o José María Pemán, por
ejemplo.
Sin embargo, por
un lado las provincias fueron un
instrumento más seguro para el
centralismo que las regiones. Aquellas
no constituían una plataforma de
reivindicación historicista de derechos
políticos perdidos y presentes. Y, por
otro lado, las provincias de nueva
planta y sus instituciones también
contribuyeron a reforzar, reformular y
crear identidades mesoterritoriales, que
en muchos casos erosionaron las
identidades regionales, no tan
«naturales» como a priori se
pensaba. Los diversos niveles
institucionales desarrollaron a su vez
una tarea de construcción nacional, pero
también de construcción de la región y
de construcción de la provincia. Y las
ciudades se convirtieron a su vez en
lugares de memoria y generadores de
identidad colectiva por sí mismas. Los
procesos de articulación de identidades
territoriales en la España contemporánea
estuvieron sujetos, pues, a geometrías
variables.
En todo caso, y
esto es algo cada vez más subrayado por
la historiografía reciente, en el
pensamiento conservador siempre hubo un
amplio espacio hacia el reconocimiento
de la «diversidad» hispánica, traducida
también en términos
político-institucionales y en políticas
de reconocimiento cultural, y hasta
cierto punto también simbólico. Si en
determinadas épocas, particularmente en
las dos dictaduras autoritarias del
siglo XX, acabó imponiéndose otra
variante, más identificada con la
imposición de una administración
centralizada y que consideraba a las
provincias como únicos intermediarios
entre el ámbito local/mesoterritorial y
el Estado, el recurso a las antiguas
«regiones» como ámbito de identificación
social y cultural nunca desapareció del
todo. Pero desde las instancias
oficiales se recelaba, al mismo tiempo,
de ese ámbito, particularmente desde el
nacimiento de los nacionalismos
subestatales.
Los «girondinos»
españoles, en cambio, se situaron hacia
la izquierda. La nostalgia por las
«libertades provinciales» encarnadas en
las asambleas del Antiguo Régimen, en
Cortes medievales y en fueros
territoriales fueron vistas por el
liberalismo radical, progresista y, más
tarde, el republicanismo como la forma
más eficaz de recuperar una auténtica
tradición democrática hispánica, además
de como una vía de realización de la
democracia en el ámbito local. De ahí
que el republicanismo español nazca con
una fuerte dosis de historicismo y de
apelación a la diversidad. De esa matriz
surgieron diferentes lecturas, andando
el tiempo, que se combinaron con la
recepción de otras influencias
ideológicas, empezando por la doctrina
de Proudhon.
1) La federación
basada en el pacto sinalagmático, desde
los municipios a la nación, aunque
teniendo en cuenta las huellas de la
cultura y la historia a la hora de
definir las unidades a federar, que
simétricamente y en progresión
ascendente conformarían la nación
española.
2) La tendencia de
raigambre pimargalliana, basada en la
consideración de los «antiguos Reinos» y
unidades definidas por la historia y la
etnicidad como estados federados, que a
su vez conformarían la nación española.
3) Otra parte del
republicanismo, sin embargo, evolucionó
desde finales del siglo XIX en dirección
opuesta, siguiendo el ejemplo de la
Francia republicana y del pensamiento
positivista. Hacía falta crear un Estado
fuerte, sin concesiones a los
«carlistas» y fueristas, para afianzar
la labor de reforma y laicización del
Estado.
Ambas lecturas
pasaron a la
izquierda
obrera, que a lo
largo de su
andadura en el
siglo XX osciló
entre ambos
polos: o el
federalismo, o
el unitarismo
con, como mucho,
dosis de
descentralización,
municipal en
primer lugar. El
diálogo político
con los
nacionalismos
periféricos
introduciría, a
su vez, diversas
dosis de
hibridación en
las culturas
políticas y en
los modelos de
Estado que
propugnaron los
diferentes
republicanismos
locales y
regionales que
se desarrollaron
en Cataluña, en
Galicia y hasta
en el País
Vasco, pero
también en
Valencia,
Aragón,
etcétera.
Se unió a ello
además el
influjo, por un
lado, del
krausismo, con
su
característico
organicismo
inmanente y su
concepción de la
sociedad como un
agregado
armónico de
cuerpos
territoriales y
de identidades,
que acababa por
predisponerlo a
la aceptación de
las autonomías
político-administrativas
dentro de una
España
regional ;
y, por otro
lado, la
influencia
teórica del
regeneracionismo
finisecular (una
de cuyas
lecturas
consistía,
precisamente, en
alcanzar la
regeneración de
la patria a
través de la
esfera regional
y local). Todos
ellos incidían
en la diversidad
dentro de la
unidad, con
diferentes
gradaciones y
lecturas
(administrativas,
políticas y
culturales) de
la diversidad.
En todo caso: si
la diversidad
española había
de tener una
traducción
política en
forma de
instituciones de
autogobierno
territorial, la
estructura de
ese Estado
federal o
descentralizado
tendría que ser
simétrica, o
tendencialmente
simétrica.
De ambas
matrices
nacieron, al
mudar el
referente
nacional, en
sectores
minoritarios y
luego
progresivamente
más afirmados
tanto del
republicanismo
federal como del
pensamiento
conservador, y
en parte del
carlista (el más
favorable al
fuerismo y al
austracismo
), los
núcleos
intelectuales y
políticos que
más tarde acaban
por generar los
nacionalismos
periféricos o
subestatales o
diversas
tendencias
dentro de ellos,
al igual que de
la
territorialización
de esos
proyectos
políticos nacen
diversos
regionalismos
(o, andando el
tiempo,
autonomismos).
Esos movimientos
articularon
políticamente la
diversidad en
forma de
aspiración a la
soberanía
nacional de sus
propias
naciones, por
tanto opuestas
al proyecto
unitario de
Estado-nación
español, aunque
con importantes
matices y
diferencias
entre ellos. Los
proyectos
oscilan aquí
entre varias
opciones:
1) La plena
independencia.
Ésta podría ser
alcanzada por
una suerte de
adhesión popular
espontánea y
masiva gracias
al plebiscito de
las armas, es
decir, mediante
una vía
insurreccional,
espejismo que
sedujo a algunos
catalanistas y
nacionalistas
vascos
fascinados por
el modelo
irlandés entre
1916 y 1936, o a
sectores de la
izquierda
nacionalista
radical que
pretendieron
importar las
estrategias de
los movimientos
de liberación
nacional del
Tercer Mundo
desde principios
de la década de
1960. O bien
podría ser
conquistada por
una vía
pacífica,
mediante una
estrategia de
acumulación de
fuerzas
sociales,
políticas y
culturales, y la
consecución de
mayorías
electorales
claras. Esta
última posición,
como la primera,
estuvo presente
en el
nacionalismo
vasco desde el
principio,
mientras que fue
minoritaria en
el catalanismo y
el galleguismo.
Sin embargo,
ganó posiciones
en el seno tanto
del nacionalismo
vasco como del
catalán a partir
de principios de
la década de
1990.
2) El
federalismo
plurinacional.
España no sería
sino un Estado
plurinacional,
compuesto por
cuatro naciones
definidas de
modo
objetivo
con base en sus
características
etnoculturales y
su historia,
titulares por lo
tanto de
soberanía como
naciones que
serían, y que a
su vez no
siempre se
definirían con
claridad. Según
las versiones,
serían
básicamente
Galicia (en
ocasiones
asociada con
Portugal, según
los proyectos);
Castilla (en
términos
genéricos: las
tierras «de
habla
castellana»); el
País Vasco (más
Navarra); y
Cataluña (más
Valencia y
Baleares,
conformando los
Països
Catalans )
. Estas
unidades se
unirían mediante
un pacto federal
o confederal,
bajo una forma
de gobierno
monárquica o en
el seno de un
régimen
republicano
plurinacional.
Y, a su vez,
dentro de ese
proyecto podría
tener cabida una
variante
particular de
iberismo, que
englobaría a
Portugal como
quinto (o
cuarto, si
Galicia se
añadía a él)
componente de
esa federación
plurinacional.
Portugal, con
todo y fuera de
sectores
minoritarios,
rara vez se
mostró
interesado en un
ménage à
cinq, como
tampoco lo
estaba en una
federación
binacional con
España como un
todo.
3) Una relación
bilateral entre
la propia nación
sin Estado y
España,
definida de modo
impreciso como
todo el resto
del territorio
que ni es
Euskadi o
Cataluña o
Galicia. Esta es
una
reivindicación
presente de modo
particular en el
caso vasco a
través de la
apelación a la
reintegración
de la
situación
anterior a la
abolición foral
de 1839,
mediante un
renovado pacto
foral entre la
Corona y las
provincias o
territorios
vascos. Esta
idea,
convenientemente
reformulada a
través de la
enunciación de
la doctrina de
los derechos
históricos
y su conversión
en una suerte de
proyecto de
soberanía-
asociación,
habría de
perdurar hasta
la etapa de la
Transición y aun
hasta principios
del siglo XXI. Y
se trata de un
principio que,
si bien no en su
concreta
aplicación
foral, también
ha sido capaz de
seducir a
amplios sectores
del nacionalismo
catalán,
particularmente
por la filosofía
bilateral y
confederal que
la inspira en su
base. Se
trataría de un
retorno a una
suerte de
idealizado
statu quo
anterior a 1714,
en clave
austracista,
en el que
imperaría un
modelo de
soberanía
compartida entre
Castilla y
Cataluña, a
veces presentado
bajo la fórmula
importada de una
Corona dual,
según el modelo
austrohúngaro de
1867, o (como
también
teorizaron
algunos
ideólogos
catalanistas
durante la
década de 1930)
mediante la
fórmula de un
Estado asociado,
al estilo del
Estado Libre
irlandés
existente entre
1922 y 1937.
4) Si no había
más remedio y si
no era posible
conseguir el
ansiado
autogobierno de
otro modo, la
aceptación a
corto y medio
plazo de un
Estado
descentralizado
en el que el
derecho al
acceso a la
autonomía
política y
administrativa
estuviese
reconocido en
teoría para
todos los
territorios del
Estado español,
y en el que la
generalización
también se
aceptaba
(particularmente
desde la
perspectiva del
catalanismo)
como una
condición para
que las
auténticas
naciones
disfrutasen de
autonomía. Ésta
fue tanto en
1914-1923 como,
particularmente,
en 1931-1936 la
fórmula más
realista para
que los
nacionalistas
subestatales
catalanes,
vascos y
gallegos
alcanzasen parte
de sus objetivos
políticos, por
un tiempo más o
menos limitado,
fuese bajo la
fórmula de una
Ley de
Mancomunidades
extensible desde
Cataluña (donde
se estableció en
1914) a otros
territorios,
fuese mediante
su ampliación en
una auténtica
autonomía
político-administrativa
o fuese bajo las
condiciones de
acceso a la
autonomía que
establecía la
Constitución
republicana de
1931 bajo la
forma del Estado
integral.
Empero, desde la
perspectiva de
los
nacionalistas
periféricos
siempre deberían
persistir dentro
de esa
descentralización
general unas
dosis
suficientes de
asimetría a
favor de las
auténticas
naciones o
nacionalidades,
que las
distinguiesen de
las meras
regiones en
el ámbito del
reconocimiento y
de los aspectos
simbólicos, pero
también en el
plano de las
competencias
reales de poder
político y/o
financiero. La
asimetría (de
poder, simbólica
o de
reconocimiento)
se convertía así
en un sucedáneo
de la relación
bilateral
privilegiada más
o menos
frustrada y que
la relación de
fuerzas no hizo
posible en su
momento. Y lo
sigue siendo hoy
en día.
En todo caso,
hay que recordar
que la relación
entre los
nacionalismos
periféricos y el
nacionalismo
español se ha
caracterizado
históricamente,
y se sigue
distinguiendo en
la actualidad,
por su
interdependencia
y mutua
interacción
político-ideológica.
La balanza entre
unidad y
diversidad
dentro de los
diversos
proyectos de
estructuración
territorial de
la nación
española se ha
correspondido
desde fines del
siglo XIX no
sólo con
diversas maneras
de entender la
sociedad y la
participación
política y el
respeto a la
diversidad, sino
también con el
«péndulo» de los
nacionalismos
periféricos. Y
algo semejante
también ocurre a
la inversa.
La solución
provisional,
pero hasta ahora
duradera,
proporcionada a
la cuestión
nacional en
España por la
Constitución de
1978, a mi
juicio, radica
en haber sabido
recoger varios
postulados de
todas las
tradiciones,
conjugar la
descentralización
simétrica con
elementos de
asimetría e
historicidad -es
un café para
todos, pero, se
podría afirmar,
con diferentes
dosis de azúcar-
y revestir
conceptos clave
de una cierta
ambigüedad, caso
del término
«nacionalidades».
Con todo, la
Carta Magna es
clara en afirmar
-de manera,
además,
insistente- que
España es una
nación,
indisoluble e
indivisible.
Coincido, en
este aspecto,
sustancialmente
con quienes
afirman que, en
última
instancia, la
Constitución es
una muestra de
nacionalismo
español,
cualificable de
nacionalismo
constitucional.
Pero también es
verdad que
aquella contiene
igualmente una
serie de
elementos
potenciales para
avanzar en una
federalización
de facto,
o en la
profundización
de la asimetría
entre sus
diversos
territorios, así
como para
incidir en una
acentuación del
reconocimiento
de la diversidad
político-institucional,
cultural y de
sentimientos de
pertenencia que
coexisten dentro
de la comunidad
política
española.
¿Cuáles serían
los enfoques y
discursos
actuales para
entender la
diversidad
nacional/cultural,
y el propio
ser, de
España y/o sus
naciones
alternativas?
Excluyendo
variantes
minoritarias o
poco
significativas
social y
políticamente,
podemos
resumirlos, a mi
entender y de
modo muy
sintético, en
los cinco
apartados
siguientes, que
se han de
entender como un
tipo ideal en el
sentido
weberiano del
término. Es
decir, no como
la realidad
en sí, sino
como los
elementos que
podemos abstraer
de la multiforme
realidad para
clasificarla, y
que se
corresponden por
lo tanto con
diferentes
posiciones y
sensibilidades
en el conjunto
del espectro
político-partidario
español, con
mayores o
menores
coincidencias y
entrecruzamientos.
1) La nostalgia
nacionalcatólica.
España es y
será, según esta
concepción, una
nación única e
indisoluble en
razón de su
historia y
cultura, a lo
que se unen
fuertes
elementos de
esencialismo
católico y
tradicional. El
reconocimiento
interno de la
diversidad es,
en la práctica,
meramente
folclórico y
desprovisto de
reconocimientos
simbólicos y
políticos que
vayan más allá
de lo
limitadamente
cultural, y aun
así con
prevenciones por
el posible uso
que los
nacionalismos
periféricos
puedan hacer de
cualquier
concesión. Con
todo, en sus
variantes más
benignas se
puede llegar a
aceptar el
sistema
autonómico, en
la medida en que
este último
pueda
identificarse
con una cierta
lectura
austracista
de la nación
española, y
reconocer la
existencia de
fueros
territoriales
como mejor
expresión de la
esencia
preliberal -y,
por tanto,
preconstitucional-
de la nación.
Pero ese sistema
autonómico ha de
reconducirse
hacia una mera
descentralización
administrativa,
y sólo
limitadamente
política, dentro
de los moldes de
una nación cuya
homogeneidad
política e
institucional
básica no ha de
ponerse en duda;
y cuyos valores
tradicionales y
culturales no
sólo se
encontrarían
amenazados por
los
particularismos
etnoterritoriales,
sino también por
la irrupción, en
los últimos
tiempos, de
poblaciones
extrañas a
la idiosincrasia
hispánica, así
como por las
excesivas
cesiones a
instancias
supranacionales
europeas. Aunque
este concepto,
en su
formulación
explícita, sea
minoritario en
el espectro
político actual,
no deja de
asomar la oreja
de manera
insistente en
medios de
opinión cercanos
a la derecha
conservadora
actual.
2) España como
una nación
etnocívica, con
fundamento sobre
todo en la
historia remota
desde al menos
el momento de la
unidad política
peninsular a
fines de la Edad
Media, pero
también en la
posesión del
idioma
castellano como
marcador
cultural más
importante y
característico
de la identidad
nacional. Esta
concepción de
qué es España se
enorgullece en
principio de la
propia
diversidad
cultural de la
nación, pero en
lugar siempre
subordinado
-abierta o
implícitamente-
y sin establecer
claramente
cuáles son los
límites del
reconocimiento
político e
institucional de
esa diversidad;
y que se
identifica
plenamente con
los valores
cívicos y
principios
democráticos
recogidos en la
Constitución de
1978, pero sin
poner en
discusión que la
nación española
existe con
anterioridad al
acto
constituyente,
como entidad
cultural e
históricamente
predeterminada
que fijaba el
demos
de la comunidad
política. A
partir de esta
asunción básica,
existen
variantes
significativas a
izquierda y
derecha del
espectro
político.
Algunos
sectores,
intelectuales y
líderes
políticos han
adoptado dentro
de este ámbito
el concepto de
patriotismo
constitucional,
importado
como es bien
sabido a
principios de la
década de 1990
por sectores
socialdemócratas
a partir de la
elaboración
teórica pensada
para el caso
alemán por
Rudolf
Sternberger y
por Jürgen
Habermas. Pero
que pecó en el
caso español de
algunas
limitaciones
teóricas que
dificultaron su
aceptación por
parte del
conjunto del
espectro
políticopartidario
y de los
nacionalismos
subestatales.
Esas
limitaciones
consistirían,
básicamente, en
que: a) su
adaptación se
ciñe a pregonar
una
identificación
no con los
valores
encarnados en la
Carta Magna,
sino con la
literalidad del
modelo
territorial de
Estado definido
por ella; b) no
incluye en todas
sus versiones,
como en el
modelo
habermasiano,
una radical
revisión crítica
del pasado, muy
particular en la
acepción que el
conservadurismo
español ha
adoptado del
patriotismo
constitucional
desde 2003;
y c) parte de la
base de que el
demos
que define el
cuerpo político
regulado por la
Carta Magna está
precondicionado
de modo objetivo
por la
existencia de un
pasado histórico
y la posesión de
unos rasgos
culturales
compartidos. Por
lo tanto, la
discusión gira
alrededor de la
patria que es
sujeto y
demos de la
Constitución; y
sería vano el
intento de poner
el énfasis en lo
constitucional y
sus valores
cívicos
asociados (que,
pongamos por
caso, también se
podrían aplicar
a otra patria
alternativa:
vasca, catalana,
gallega,
etcétera) si
falta un
fermento de
cohesión
afectiva que no
ponga en
discusión el
ámbito de
soberanía donde
se ejercerán
esos valores
cívicos.
En parte por
esta
constatación,
también desde la
izquierda se han
elevado voces
que apuntarán a
la necesidad de
recuperar y
reconstruir
valores
históricos
comunes de los
que sentirse
orgullosos, de
enfatizar las
grandezas de la
cultura española
presente y
pasada, de
recordar la
pluralidad
mestiza de la
sociedad
española en
cuanto a
orígenes y
costumbres, y de
tener espejos
simbólicos en
los que mirarse
colectivamente
con
satisfacción, y
no con doliente
resignación. En
suma, de
preocuparse por
reforzar el
sentimiento
compartido de
patria al mismo
tiempo o antes
que de los
valores cívicos
asociados a la
Constitución. Y
eso se debería
conseguir, en
primer lugar,
mediante la
reafirmación y
exaltación de la
historia y de
los símbolos
comunes de
España, cuyo
debilitamiento
se lamenta sin
ambages, en
particular desde
la versión
conservadora del
patriotismo
constitucional.
Este discurso,
también abrazado
por una
tendencia de la
izquierda,
considera desde
otro ángulo que
sólo la cohesión
nacional puede
garantizar un
desarrollo
efectivo de
principios como
la igualdad de
oportunidades
entre los
ciudadanos de
diversos
territorios del
Estado, para lo
que incluso se
propone la
reasunción por
parte del
Gobierno central
de competencias
clave como la
educación.
En todo caso,
esta tendencia,
como la
anterior, vive
también de un
constante
impulso reactivo
contra las
reivindicaciones
formuladas por
los
nacionalismos
subestatales; a
mayor tendencia
al acomodamiento
de aquellas,
mayor suele ser
la permeabilidad
de conceptos
como el de
patriotismo
constitucional
al encaje
de sus demandas.
Y lo mismo
ocurre con la
concepción que
abordaremos a
continuación,
que está
vinculada
directamente
desde el punto
de vista teórico
con las
acepciones
socialdemócratas
del patriotismo
constitucional.
3) España como
una «nación de
naciones»,
dentro de la
cual convivirían
una nación
política (que
algunos llamarán
«supernación» de
modo
perifrástico),
esto es, España
en su conjunto,
y diversas
naciones
culturales o
«nacionalidades».
A mi modo de
ver, una
definición muy
contraproducente
y poco
afortunada, que
resucita a
Meinecke (1907),
y establece una
distinción
conceptual entre
nación política
y nación
cultural. En el
fondo, forma
políticamente
correcta de
definir a España
como una nación
plural con
diversas
culturas
reconocidas, en
la que las
«naciones
culturales» no
son naciones en
la medida en que
no son titulares
de soberanía,
sino como mucho
«nacionalidades»
en una de las
acepciones de
este posible
término.
El impreciso
concepto
político de la
España
plural,
puesto en
circulación
desde hace unos
años por el PSOE
y
particularmente
por su líder,
José Luis
Rodríguez
Zapatero, parte
de la
formulación
anterior, se
identifica con
valores
democráticos y
constitucionales,
y recoge también
buena parte de
las ambigüedades
del término
nación de
naciones.
Empero, y a
pesar de carecer
todavía de una
formulación
teórica y
académica digna
de tal nombre
fuera de algunas
vulgarizaciones
pseudoperiodísticas,
las distintas
enunciaciones de
la España
plural, más
allá de su
virtualidad como
lema
propagandístico
y electoral,
dejan entrever
algunos aspectos
innovadores,
como son: a) una
revisión más
crítica del
pasado de la
nación,
argumentando que
los periodos y
tendencias
democráticas
siempre se
caracterizaron
por la
descentralización;
b) una mayor
sensibilidad
hacia el papel
de las culturas
diferentes de la
castellana en
términos de
reconocimiento y
símbolos; c) una
predisposición
más favorable
hacia futuros
desarrollos
federalizantes
de la estructura
territorial del
Estado, aunque
más en embrión
que en proyecto
acabado (aunque
algunos de los
inspiradores
teóricos sí los
han hecho); y d)
un mayor énfasis
en valores como
la ciudadanía y
la justicia
compartida, en
la línea
anunciada por el
republicanismo
de Philip
Pettit, teórico
inspirador de
algunos de estos
planteamientos.
Aquí entrarían
también
diferentes
aportaciones
«periféricas» a
ese concepto,
como el de la
pluriidentitaria
«España común,
pero no única»
formulada en su
momento por el
ex presidente
socialista de la
Generalitat de
Catalunya,
Pasqual
Maragall, o el
también
elaborado desde
los círculos
cercanos al
actual
presidente
socialista de la
Xunta de
Galicia, Emilio
Pérez Touriño.
La fórmula de la
España
plural
también admite
lecturas
ligeramente
posnacionales.
Aunque resulta
problemático ver
en el
posnacionalismo
una
definición
teórica
consistente y
articulada, al
mismo tiempo es
de reconocer que
la ambigüedad
identitaria, la
aceptación de
esferas de
convivencia y la
renuncia a
profesar
conceptos de
identidad
nacional
fuertes,
como forma de
desetnificación
definitiva
de los
sentimientos de
identidad
nacional, puede
constituir un
buen punto de
encuentro entre
nacionalismos en
disputa, así
como un bagaje
con el que
afrontar la
modernidad
líquida,
según la
conocida
definición del
filósofo Zygmunt
Bauman. Sin
embargo, desde
el campo de los
nacionalismos
minoritarios se
suele objetar,
no sin cierta
razón, que tales
definiciones son
mucho más
asumibles por
nacionalismos de
Estado que por
nacionalismos
sin Estado y,
por tanto, con
instrumentos
jurídicopolíticos,
culturales y
normativos más
débiles, que ven
la identidad
nacional de sus
territorios de
referencia bajo
la amenaza de
nuevos desafíos
también
generados por la
posmodernidad,
entre ellos
el
multiculturalismo.
A su vez, dentro
de esta España
plural que puede
ser federal,
continúa
existiendo, de
modo más o menos
solapado, una
dicotomía básica
entre dos
posturas:
¿federalismo
tendencialmente
simétrico o
tendencialmente
asimétrico? Y si
hay asimetría,
¿cómo se traduce
el hecho
diferencial
de calidad
nacional y
en qué debe
plasmarse en
términos de
poder concreto:
en soberanía
compartida o
exclusiva en
materias
sensibles como
lengua, cultura,
derecho civil
propio,
símbolos,
etcétera? ¿O en
cuestiones como
la capacidad de
financiación y/o
poderes
concretos, que
algunos ven como
una amenaza,
cuando no como
una merma de
hecho, de la
igualdad de
oportunidades
para todos los
ciudadanos del
Estado? Y
tampoco existe
un consenso
definitivo
acerca de las
vías políticas
posibles para
llevarla a cabo.
Mientras para
unos se debería
proceder a una
suerte de
refundación
federal
constituyente
del Estado, para
otros, y esta es
la postura
mayoritaria, lo
más práctico
consistiría en
promover una
federalización
desde arriba del
sistema
autonómico,
principiando por
la reforma del
Senado y el
fortalecimiento
de mecanismos de
cooperación
político-institucional
horizontal entre
las comunidades
autónomas, así
como de
corresponsabilidad
fiscal.
4) España como
Estado
plurinacional,
pero con
elementos
culturales e
identitarios lo
suficientemente
comunes, y un
pasado lo
suficientemente
compartido como
para justificar
que se prefiera
mantener una
forma de Estado
federal, que
para unos (caso
de Izquierda
Unida, por
ejemplo) ha de
ser lo más
simétrica
posible,
llegando al
reconocimiento
del derecho de
autodeterminación
para todas y
cada una de las
17 comunidades
autónomas; y
para otros, en
particular para
los sectores
periféricos o
las
organizaciones
catalana y
gallega de
Izquierda Unida
y otros grupos
(desde Ezker
Batua hasta
Iniciativa per
Catalunya),
debería contener
fuertes
elementos
asimétricos.
Preferencia, en
todo caso, por
el mantenimiento
de España como
comunidad
política, aunque
por medios no
coercitivos y sí
basados en la
persuasión, en
la
profundización
de la democracia
deliberativa
forjada por la
voluntad
ciudadana, y en
la posesión
compartida de
valores
positivos como
la igualdad, el
progreso y la
justicia social.
5) España como
un Estado
igualmente
plurinacional,
compuesto por
cuatro
auténticas
naciones, que
podrían estar
articuladas en
un Estado
federal o,
preferentemente,
de tendencia
confederal con
lazos más o
menos laxos, o
mediante un
sistema de
pactos
bilaterales o
libre asociación
de Estados. Cada
uno de esos
entes podría en
todo momento
abandonar la
confederación
por voluntad
propia, al ser
titulares de la
soberanía, como
naciones que, a
su vez y según
los proyectos
políticos
concretos, son
definidas
mayoritariamente
en términos
etnocívicos, con
un fuerte peso
de los elementos
historicistas y
culturales a la
hora de definir
cuál es la
nación de
pertenencia. Con
todo, sería
erróneo ver en
los distintos
conceptos de
nación abrigados
por los
nacionalismos
subestatales un
peso exclusivo o
preferente en
todos los casos
de la etnicidad
y la historia.
El énfasis
constructivista
en la voluntad
ciudadana como
auténtica
forjadora de la
identidad
nacional,
acompañado de
concepciones de
la ciudadanía
flexible e
integradora de
personas de
distintas
procedencias,
está presente,
pongamos por
caso, en
proyectos
independentistas
como el de Josep
Lluís Carod
Rovira y la
Esquerra
Republicana de
Catalunya, al
igual que la
insistencia en
concebir el
nacionalismo
como una
herramienta para
alcanzar mayores
cotas de
bienestar a
partir del
ejercicio de la
soberanía. Pero
las concepciones
esencialistas de
la nación no
dejan de estar
presentes en
buena parte de
la doctrina del
nacionalismo
vasco actual, y
en parte del
catalán o del
gallego. Existen
varios proyectos
diferentes, y a
veces
concurrentes
entre sí, de
Cataluña,
Euskadi o
Galicia como
naciones.
El proyecto de
articulación de
España como
no-nación
(o de asociación
con un ente
ajeno llamado
España
que incluiría
todo lo que no
es Euskadi,
Cataluña o
Galicia) desde
la periferia,
indefinidamente
confederal o
producto de la
libre asociación
de varias
entidades, que
varias
organizaciones
nacionalistas
propusieron como
un modelo de
Estado en la
fase
constituyente,
podría servir
asimismo como
una antesala de
la constitución
definitiva de
cuatro Estados
nacionales
plenamente
independientes.
Estadio final
que, en el
fondo, es el
íntimamente
deseado por los
nacionalismos
subestatales por
ser España
un concepto
ajeno y
distinto, una
nación externa
con la que
relacionarse,
pero no con la
que compartir
muchos más
proyectos
políticos que
los
genéricamente
comunes dentro
del marco de la
Unión Europea.
Las gradaciones
y distinciones
en las vías
propuestas para
alcanzar ese
estadio a partir
de la situación
actual son, a su
vez, diversas, y
en la práctica
tantas como
partidos
políticos
nacionalistas.
Dejando aparte
la vía de la
independencia
por las
bravas,
defendida por
ETA y sus
adláteres
políticos, en el
caso vasco se
aboga de manera
indistinta por
la secesión
mediante un
referéndum, o
mediante la
evolución a
través de una
interpretación
generosa y
conveniente de
los mecanismos
previstos en la
propia
Constitución de
1978 a través de
sus
disposiciones
adicionales. En
todos los casos
se garantiza que
el proceso será
gradualista y
rodeado de
ambigüedades que
conciten la
mayor suma de
voluntades
posibles en caso
de referéndum o
consulta.
En el caso
catalán, el
soberanismo
opta más bien
por un
reconocimiento
del derecho de
autodeterminación
en la
Constitución y
por la apertura
de un proceso de
(con)federalización
del Estado, cuyo
punto final
vendría
determinado por
la evolución de
la coyuntura
europea, pero
también por la
fuerza del
sentimiento
nacionalista y
de la voluntad
política de los
diversos
territorios o
naciones
confederadas.
Ahora bien, la
realidad es que,
mientras no se
alcance ese
estadio ideal
que precede al
más allá situado
en la utopía
cercana o
lejana, en todos
los
nacionalismos
periféricos
acaba por
imperar la vía
posibilista de
una evolución
gradual mediante
la explotación
de los elementos
de asimetría y
negociación
bilateral que
permite el
Estado de las
Autonomías. Está
por ver si el
desenlace de la
apuesta
soberanista del
lehendakari
Juan José
Ibarretxe, con
todo, acaba por
entrar en esa
vía.
En la España de
la primera
década del siglo
XXI, todos estos
conceptos de
nación, y su
aplicación
práctica por
parte de las
élites
políticas, deben
enfrentarse a mi
parecer a un
conjunto de
retos comunes,
que resumiremos
de modo genérico
en los
siguientes:
1) El desafío de
integrar la
diversidad
social, cultural
y sobre todo de
sentimientos de
pertenencia
múltiples e
híbridos es algo
que afecta al
nacionalismo
español
contemporáneo,
pero que también
han de acabar de
asumir
plenamente los
nacionalismos
subestatales.
Cuando nos
referimos a la
coexistencia de
diferentes
sentimientos de
identidad
nacional dentro
del territorio
español, no
debemos
presuponer la
existencia de
entidades
territoriales
homogéneas,
tampoco cuando
hablamos de
Cataluña, del
País Vasco o de
Galicia. Dentro
de cada una de
esas
naciones
minoritarias,
como a
menudo se
reifica
conceptualmente
realidades no
menos
plurinacionales
internamente que
España, no todo
el mundo se
siente vinculado
en exclusiva a
una única
nación, sea esta
la española o
una alternativa
a la española.
La mayoría de
sus ciudadanos,
con distintos
matices y
gradaciones,
comparte
sentimientos de
pertenencia
múltiples e
híbridos, aunque
la polarización
identitaria es
mayor en el País
Vasco que en
ninguna otra
comunidad
autónoma.
Además, el
nacionalismo
español,
entendido como
sentimiento de
pertenencia a
una nación
española sentida
como tal, está
vivo también
dentro de esos
territorios, en
mayor o menor
medida.
Existe, por
tanto, y por
expresarlo de
modo gráfico,
una suerte de
empate técnico
entre
nacionalismo
español y
nacionalismos
subestatales, en
la medida en que
ninguno de ellos
llega a
imponerse
plenamente en
cada uno de sus
ámbitos
territoriales de
referencia. Y
ese bloqueo
permanente
obliga a
renegociar
fórmulas de
acomodación y
convivencia
entre proyectos
nacionalistas
que, por muy
etnocívicos y
multiculturales
que se confiesen
con el fin de
ganar adhesiones
y voluntades en
sus ámbitos de
implantación, no
pueden ocultar
el haber
fracasado en
buena parte de
sus objetivos a
medio y largo
plazo.
2) La evolución
del proceso de
integración
política
continental
obliga también a
reconsiderar si,
en efecto y como
se proclamaba de
modo optimista
por las ciencias
sociales hace un
decenio, nos
encontramos ante
una crisis
definitiva del
Estado-nación.
La aparición de
nuevos Estados
nacionales en
Europa
centro-oriental
desde 1990, así
como la adopción
por parte de la
Unión Europea de
un modelo que
sigue primando
la negociación
consociacional
entre los
Estados miembros
en vez de una
creación de una
auténtica
polis
supranacional de
inspiración
auténticamente
federal, hace
pensar a muchos
nacionalistas
subestatales,
aun a los más
moderados, que
la única manera
de figurar con
voz propia en el
concierto
continental y
mundial es
disponer de un
Estado propio.
3) Dentro del
desafío que
supone aceptar y
acomodar la
diversidad de
esferas y
sentimientos de
pertenencia,
España y buena
parte de sus
periferias se
enfrentan a su
vez a la
necesidad de
satisfacer las
demandas
planteadas por
una
multiculturalidad
de distinto
tipo, no
necesariamente
etnoterritorial,
que ha traído
consigo el
aumento
espectacular de
población
inmigrante de
origen
extracomunitario
y extraeuropeo.
También esos
colectivos
demandan y
demandarán
concesiones en
materia
simbólica o en
la esfera del
reconocimiento
de derechos
colectivos,
aunque no
vinculados
necesariamente
al territorio.
4) Las
soluciones
institucionales
que pretenden
hallar un
acomodo a la
diversidad
identitaria y
nacional de
España en su
conjunto se
enfrentan de
manera
permanente al
desafío de
combinar la
preservación de
la
excepcionalidad
de aquellos
territorios
donde existe un
sentimiento
nacional
alternativo
socialmente
arraigado (el
País Vasco,
Cataluña y, en
menor medida,
Galicia) con la
aceptación de
una fórmula de
descentralización,
federación o
autonomía para
el resto de
regiones y
territorios que
no suponga una
nueva carrera,
en fases
sucesivas, hacia
la meta de la
homogeneización
simbólica y
competencial de
las naciones
minoritarias
y de las
regiones
. La falta
de asimetría
será siempre
interpretada a
su vez por los
nacionalismos
subestatales
como una nueva y
más sibilina
estrategia de
asimilación por
parte de la
nación
hegemónica, y
establecerán un
nuevo más allá a
corto o medio
plazo que les
permita mantener
la tensión
reivindicativa,
algo por lo
demás
imprescindible
en cualquier
movilización
nacionalista.
Pero la misma
existencia de
esa asimetría,
inevitable
mientras
subsistan los
conciertos
económicos de
los territorios
forales o las
peculiaridades
en materia
cultural y
geográfica de
otras
comunidades
autónomas,
contribuye a
perpetuar el
agravio
comparativo, y
asimismo a que
la
reivindicación
de la simetría
forme parte de
una dinámica
política
peculiar, cual
es la de la
competencia
múltiple
etnoterritorial,
en la
España del siglo
XXI. Dinámica
que, en virtud
del empate
y del
fracaso mutuo de
los
nacionalismos
que conviven en
el seno de las
fronteras de
España, no
parece que vaya
a experimentar
grandes cambios
en el futuro
próximo. Es de
esperar que, al
menos, las
disputas
nacionales sean
siempre
canalizadas a
través de medios
exclusivamente
democráticos.
Otra cosa es que
existan piedras
filosofales
capaces de
ofrecer un
modelo duradero
y a largo plazo
de convivencia
en democracias
imperfectamente
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catalán. Prat de
la Riba, Cambó,
D'Ors y la
conquista moral
de España,
Barcelona,
Edhasa.
Paloma de la
Paz (Donostia-San
Sebastián)
----------------------------
Xosé
M. Núéz Seixas:
Catedrático de
Historia
Contemporánea,
Universidade de
Santiago de
Compostela.
Este texto
recoge nuestra
intervención,
con ligeras
modificaciones,
en el foro de
debate
interdisciplinario
sobre
federalismo que,
bajo la
coordinación de
los profesores
Luis Moreno y
César Colino,
tuvo lugar en el
Institut
d'Estudis
Autonòmics de
Barcelona el 14
de marzo de
2008. En función
de ello, se ha
prescindido aquí
de cualquier
aparato crítico
y se ha
mantenido un
tono ensayístico
y sintético.
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