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Federalismo.

Unidad y diversidad de las naciones en España. Una visión panorámica

Xosé M. Núñez Seixas


Cuadernos de Alzate nº 39, Segundo semestre 2008


 

UNO

¿Nación pluricultural, nación de naciones o Estado plurinacional? En la España del siglo XXI coexisten diferentes concepciones acerca de cuál es la nación española, y asimismo de cuál debe ser su relación con las naciones sin Estado, nacionalidades históricas o «realidades nacionales » que también conviven con aquélla en partes significativas de su territorio. El presente artículo propone una lectura general de esa convivencia en perspectiva histórica, e intenta una tipologización básica de los conceptos de nación actuales en España.

Como es conocido, la comunidad política que constituía la España del Antiguo Régimen se caracterizaba por ser una «Monarquía compuesta», cuyos principios fundamentales de legitimidad radicaban en la fe católica y la lealtad dinástica. Y dentro de la Monarquía compuesta, en su modelo habsbúrgico coexistía una amplia diversidad de Fueros territoriales, situaciones jurídicas y políticas diversas, también con obligaciones diferentes. El proceso de concentración de poderes en la Monarquía se acentuará con la dinastía borbónica, aunque posee raíces anteriores (por ejemplo, la Unión de Armas del conde duque de Olivares). Mas dentro de ese proceso, que distaba de estar concluso en 1808, persistían sin embargo numerosas excepciones procedentes de la etapa habsbúrgica, entre ellas los Fueros vasco-navarros. Al mismo tiempo, la concentración de poder en la Monarquía y la extensión de la idea de que a un soberano debía corresponder un cuerpo político lo más homogéneo posible en leyes, usos y costumbres, fue sentando un protonacionalismo moderno al que sólo le faltaba la idea de la nación como titular de la soberanía.

Tras la revolución liberal que desencadenó el proceso de reacción a la ocupación napoleónica (o «Guerra de la Independencia »), el principio de la soberanía nacional se afirmó en el pensamiento liberal español, juntamente con una cierta nostalgia e idealización cuasi medievalizante de las «Constituciones históricas» y las Cortes medievales, elemento que buscaba destacar el carácter puramente hispánico, y por lo tanto libre, de presuntas contaminaciones foráneas, del liberalismo al sur de los Pirineos. Junto a ello, la lucha entre absolutistas y liberales, resuelta de manera provisional en 1833 con la implantación del primer Estado liberal de impronta liberal-moderada, trajo consigo algunas peculiaridades de la relación entre unidad y diversidad en España, al menos contempladas en una perspectiva comparativa.

De entrada, los «jacobinos» españoles se situaron a la «derecha »: los liberales moderados fueron partidarios de la centralización, y crearon las provincias. Siguieron en parte el modelo francés, pero sólo en parte. Pues las provincias españolas, a diferencia de los departamentos franceses, no destrozaron los límites de las regiones «históricas» o provincias del Antiguo Régimen. Por otro lado, la lucha contra los carlistas no acaba con los Fueros, que persistieron bajo formas renovadas tras la Ley de Abolición Foral en 1839 y la Ley Paccionada de Navarra de 1841, y crearon una permanente situación de excepcionalidad que no desagradaba a esos mismos liberales moderados, en la medida en que el modelo representativo de las provincias vascas parecía a muchos de ellos un perfecto ejemplo de «armonía preliberal» y orden social. Si el pensamiento conservador español optó por un modelo centralizador, no lo hizo nunca de modo decidido y uniforme. Además de la «cuña vasca», que introduce un elemento de asimetría territorial permanente en todos los diseños de estructuración territorial del Estado por parte conservadora, incluso bajo el franquismo, también existía en buena parte de él y persistió hasta el franquismo una cierta desconfianza hacia el centralismo laminador de las diferencias. Esa desconfianza se expresó a su vez en una nostalgia reactualizada del viejo principio preliberal de la Monarquía compuesta o austracista, luego reformulado de diferentes maneras (por ejemplo, la Monarquía federativa de un regionalista gallego católico-tradicionalista como Alfredo Brañas o, con matices, de un tradicionalista como Juan Vázquez de Mella; pero también en las fórmulas de acomodación neoforal dentro de una nación española compuesta elaboradas en tiempos más recientes por Miguel Herrero Rodríguez de Miñón); así como en una reticencia amplia hacia la provincia por ser invención «francesa», rechazo que fue patente en autores conservadores autoritarios como José Calvo Sotelo o José María Pemán, por ejemplo.

Sin embargo, por un lado las provincias fueron un instrumento más seguro para el centralismo que las regiones. Aquellas no constituían una plataforma de reivindicación historicista de derechos políticos perdidos y presentes. Y, por otro lado, las provincias de nueva planta y sus instituciones también contribuyeron a reforzar, reformular y crear identidades mesoterritoriales, que en muchos casos erosionaron las identidades regionales, no tan «naturales» como a priori se pensaba. Los diversos niveles institucionales desarrollaron a su vez una tarea de construcción nacional, pero también de construcción de la región y de construcción de la provincia. Y las ciudades se convirtieron a su vez en lugares de memoria y generadores de identidad colectiva por sí mismas. Los procesos de articulación de identidades territoriales en la España contemporánea estuvieron sujetos, pues, a geometrías variables.

En todo caso, y esto es algo cada vez más subrayado por la historiografía reciente, en el pensamiento conservador siempre hubo un amplio espacio hacia el reconocimiento de la «diversidad» hispánica, traducida también en términos político-institucionales y en políticas de reconocimiento cultural, y hasta cierto punto también simbólico. Si en determinadas épocas, particularmente en las dos dictaduras autoritarias del siglo XX, acabó imponiéndose otra variante, más identificada con la imposición de una administración centralizada y que consideraba a las provincias como únicos intermediarios entre el ámbito local/mesoterritorial y el Estado, el recurso a las antiguas «regiones» como ámbito de identificación social y cultural nunca desapareció del todo. Pero desde las instancias oficiales se recelaba, al mismo tiempo, de ese ámbito, particularmente desde el nacimiento de los nacionalismos subestatales.

Los «girondinos» españoles, en cambio, se situaron hacia la izquierda. La nostalgia por las «libertades provinciales» encarnadas en las asambleas del Antiguo Régimen, en Cortes medievales y en fueros territoriales fueron vistas por el liberalismo radical, progresista y, más tarde, el republicanismo como la forma más eficaz de recuperar una auténtica tradición democrática hispánica, además de como una vía de realización de la democracia en el ámbito local. De ahí que el republicanismo español nazca con una fuerte dosis de historicismo y de apelación a la diversidad. De esa matriz surgieron diferentes lecturas, andando el tiempo, que se combinaron con la recepción de otras influencias ideológicas, empezando por la doctrina de Proudhon.

1) La federación basada en el pacto sinalagmático, desde los municipios a la nación, aunque teniendo en cuenta las huellas de la cultura y la historia a la hora de definir las unidades a federar, que simétricamente y en progresión ascendente conformarían la nación española.

2) La tendencia de raigambre pimargalliana, basada en la consideración de los «antiguos Reinos» y unidades definidas por la historia y la etnicidad como estados federados, que a su vez conformarían la nación española.

3) Otra parte del republicanismo, sin embargo, evolucionó desde finales del siglo XIX en dirección opuesta, siguiendo el ejemplo de la Francia republicana y del pensamiento positivista. Hacía falta crear un Estado fuerte, sin concesiones a los «carlistas» y fueristas, para afianzar la labor de reforma y laicización del Estado.

Ambas lecturas pasaron a la izquierda obrera, que a lo largo de su andadura en el siglo XX osciló entre ambos polos: o el federalismo, o el unitarismo con, como mucho, dosis de descentralización, municipal en primer lugar. El diálogo político con los nacionalismos periféricos introduciría, a su vez, diversas dosis de hibridación en las culturas políticas y en los modelos de Estado que propugnaron los diferentes republicanismos locales y regionales que se desarrollaron en Cataluña, en Galicia y hasta en el País Vasco, pero también en Valencia, Aragón, etcétera.

Se unió a ello además el influjo, por un lado, del krausismo, con su característico organicismo inmanente y su concepción de la sociedad como un agregado armónico de cuerpos territoriales y de identidades, que acababa por predisponerlo a la aceptación de las autonomías político-administrativas dentro de una España regional ; y, por otro lado, la influencia teórica del regeneracionismo finisecular (una de cuyas lecturas consistía, precisamente, en alcanzar la regeneración de la patria a través de la esfera regional y local). Todos ellos incidían en la diversidad dentro de la unidad, con diferentes gradaciones y lecturas (administrativas, políticas y culturales) de la diversidad. En todo caso: si la diversidad española había de tener una traducción política en forma de instituciones de autogobierno territorial, la estructura de ese Estado federal o descentralizado tendría que ser simétrica, o tendencialmente simétrica.

De ambas matrices nacieron, al mudar el referente nacional, en sectores minoritarios y luego progresivamente más afirmados tanto del republicanismo federal como del pensamiento conservador, y en parte del carlista (el más favorable al fuerismo y al austracismo ), los núcleos intelectuales y políticos que más tarde acaban por generar los nacionalismos periféricos o subestatales o diversas tendencias dentro de ellos, al igual que de la territorialización de esos proyectos políticos nacen diversos regionalismos (o, andando el tiempo, autonomismos). Esos movimientos articularon políticamente la diversidad en forma de aspiración a la soberanía nacional de sus propias naciones, por tanto opuestas al proyecto unitario de Estado-nación español, aunque con importantes matices y diferencias entre ellos. Los proyectos oscilan aquí entre varias opciones:

1) La plena independencia. Ésta podría ser alcanzada por una suerte de adhesión popular espontánea y masiva gracias al plebiscito de las armas, es decir, mediante una vía insurreccional, espejismo que sedujo a algunos catalanistas y nacionalistas vascos fascinados por el modelo irlandés entre 1916 y 1936, o a sectores de la izquierda nacionalista radical que pretendieron importar las estrategias de los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo desde principios de la década de 1960. O bien podría ser conquistada por una vía pacífica, mediante una estrategia de acumulación de fuerzas sociales, políticas y culturales, y la consecución de mayorías electorales claras. Esta última posición, como la primera, estuvo presente en el nacionalismo vasco desde el principio, mientras que fue minoritaria en el catalanismo y el galleguismo. Sin embargo, ganó posiciones en el seno tanto del nacionalismo vasco como del catalán a partir de principios de la década de 1990.

2) El federalismo plurinacional. España no sería sino un Estado plurinacional, compuesto por cuatro naciones definidas de modo objetivo con base en sus características etnoculturales y su historia, titulares por lo tanto de soberanía como naciones que serían, y que a su vez no siempre se definirían con claridad. Según las versiones, serían básicamente Galicia (en ocasiones asociada con Portugal, según los proyectos); Castilla (en términos genéricos: las tierras «de habla castellana»); el País Vasco (más Navarra); y Cataluña (más Valencia y Baleares, conformando los Països Catalans ) . Estas unidades se unirían mediante un pacto federal o confederal, bajo una forma de gobierno monárquica o en el seno de un régimen republicano plurinacional. Y, a su vez, dentro de ese proyecto podría tener cabida una variante particular de iberismo, que englobaría a Portugal como quinto (o cuarto, si Galicia se añadía a él) componente de esa federación plurinacional. Portugal, con todo y fuera de sectores minoritarios, rara vez se mostró interesado en un ménage à cinq, como tampoco lo estaba en una federación binacional con España como un todo.

3) Una relación bilateral entre la propia nación sin Estado y España, definida de modo impreciso como todo el resto del territorio que ni es Euskadi o Cataluña o Galicia. Esta es una reivindicación presente de modo particular en el caso vasco a través de la apelación a la reintegración de la situación anterior a la abolición foral de 1839, mediante un renovado pacto foral entre la Corona y las provincias o territorios vascos. Esta idea, convenientemente reformulada a través de la enunciación de la doctrina de los derechos históricos y su conversión en una suerte de proyecto de soberanía- asociación, habría de perdurar hasta la etapa de la Transición y aun hasta principios del siglo XXI. Y se trata de un principio que, si bien no en su concreta aplicación foral, también ha sido capaz de seducir a amplios sectores del nacionalismo catalán, particularmente por la filosofía bilateral y confederal que la inspira en su base. Se trataría de un retorno a una suerte de idealizado statu quo anterior a 1714, en clave austracista, en el que imperaría un modelo de soberanía compartida entre Castilla y Cataluña, a veces presentado bajo la fórmula importada de una Corona dual, según el modelo austrohúngaro de 1867, o (como también teorizaron algunos ideólogos catalanistas durante la década de 1930) mediante la fórmula de un Estado asociado, al estilo del Estado Libre irlandés existente entre 1922 y 1937.

4) Si no había más remedio y si no era posible conseguir el ansiado autogobierno de otro modo, la aceptación a corto y medio plazo de un Estado descentralizado en el que el derecho al acceso a la autonomía política y administrativa estuviese reconocido en teoría para todos los territorios del Estado español, y en el que la generalización también se aceptaba (particularmente desde la perspectiva del catalanismo) como una condición para que las auténticas naciones disfrutasen de autonomía. Ésta fue tanto en 1914-1923 como, particularmente, en 1931-1936 la fórmula más realista para que los nacionalistas subestatales catalanes, vascos y gallegos alcanzasen parte de sus objetivos políticos, por un tiempo más o menos limitado, fuese bajo la fórmula de una Ley de Mancomunidades extensible desde Cataluña (donde se estableció en 1914) a otros territorios, fuese mediante su ampliación en una auténtica autonomía político-administrativa o fuese bajo las condiciones de acceso a la autonomía que establecía la Constitución republicana de 1931 bajo la forma del Estado integral. Empero, desde la perspectiva de los nacionalistas periféricos siempre deberían persistir dentro de esa descentralización general unas dosis suficientes de asimetría a favor de las auténticas naciones o nacionalidades, que las distinguiesen de las meras regiones en el ámbito del reconocimiento y de los aspectos simbólicos, pero también en el plano de las competencias reales de poder político y/o financiero. La asimetría (de poder, simbólica o de reconocimiento) se convertía así en un sucedáneo de la relación bilateral privilegiada más o menos frustrada y que la relación de fuerzas no hizo posible en su momento. Y lo sigue siendo hoy en día.

En todo caso, hay que recordar que la relación entre los nacionalismos periféricos y el nacionalismo español se ha caracterizado históricamente, y se sigue distinguiendo en la actualidad, por su interdependencia y mutua interacción político-ideológica. La balanza entre unidad y diversidad dentro de los diversos proyectos de estructuración territorial de la nación española se ha correspondido desde fines del siglo XIX no sólo con diversas maneras de entender la sociedad y la participación política y el respeto a la diversidad, sino también con el «péndulo» de los nacionalismos periféricos. Y algo semejante también ocurre a la inversa.

DOS

La solución provisional, pero hasta ahora duradera, proporcionada a la cuestión nacional en España por la Constitución de 1978, a mi juicio, radica en haber sabido recoger varios postulados de todas las tradiciones, conjugar la descentralización simétrica con elementos de asimetría e historicidad -es un café para todos, pero, se podría afirmar, con diferentes dosis de azúcar- y revestir conceptos clave de una cierta ambigüedad, caso del término «nacionalidades». Con todo, la Carta Magna es clara en afirmar -de manera, además, insistente- que España es una nación, indisoluble e indivisible. Coincido, en este aspecto, sustancialmente con quienes afirman que, en última instancia, la Constitución es una muestra de nacionalismo español, cualificable de nacionalismo constitucional. Pero también es verdad que aquella contiene igualmente una serie de elementos potenciales para avanzar en una federalización de facto, o en la profundización de la asimetría entre sus diversos territorios, así como para incidir en una acentuación del reconocimiento de la diversidad político-institucional, cultural y de sentimientos de pertenencia que coexisten dentro de la comunidad política española.

¿Cuáles serían los enfoques y discursos actuales para entender la diversidad nacional/cultural, y el propio ser, de España y/o sus naciones alternativas? Excluyendo variantes minoritarias o poco significativas social y políticamente, podemos resumirlos, a mi entender y de modo muy sintético, en los cinco apartados siguientes, que se han de entender como un tipo ideal en el sentido weberiano del término. Es decir, no como la realidad en sí, sino como los elementos que podemos abstraer de la multiforme realidad para clasificarla, y que se corresponden por lo tanto con diferentes posiciones y sensibilidades en el conjunto del espectro político-partidario español, con mayores o menores coincidencias y entrecruzamientos.

1) La nostalgia nacionalcatólica. España es y será, según esta concepción, una nación única e indisoluble en razón de su historia y cultura, a lo que se unen fuertes elementos de esencialismo católico y tradicional. El reconocimiento interno de la diversidad es, en la práctica, meramente folclórico y desprovisto de reconocimientos simbólicos y políticos que vayan más allá de lo limitadamente cultural, y aun así con prevenciones por el posible uso que los nacionalismos periféricos puedan hacer de cualquier concesión. Con todo, en sus variantes más benignas se puede llegar a aceptar el sistema autonómico, en la medida en que este último pueda identificarse con una cierta lectura austracista de la nación española, y reconocer la existencia de fueros territoriales como mejor expresión de la esencia preliberal -y, por tanto, preconstitucional- de la nación. Pero ese sistema autonómico ha de reconducirse hacia una mera descentralización administrativa, y sólo limitadamente política, dentro de los moldes de una nación cuya homogeneidad política e institucional básica no ha de ponerse en duda; y cuyos valores tradicionales y culturales no sólo se encontrarían amenazados por los particularismos etnoterritoriales, sino también por la irrupción, en los últimos tiempos, de poblaciones extrañas a la idiosincrasia hispánica, así como por las excesivas cesiones a instancias supranacionales europeas. Aunque este concepto, en su formulación explícita, sea minoritario en el espectro político actual, no deja de asomar la oreja de manera insistente en medios de opinión cercanos a la derecha conservadora actual.

2) España como una nación etnocívica, con fundamento sobre todo en la historia remota desde al menos el momento de la unidad política peninsular a fines de la Edad Media, pero también en la posesión del idioma castellano como marcador cultural más importante y característico de la identidad nacional. Esta concepción de qué es España se enorgullece en principio de la propia diversidad cultural de la nación, pero en lugar siempre subordinado -abierta o implícitamente- y sin establecer claramente cuáles son los límites del reconocimiento político e institucional de esa diversidad; y que se identifica plenamente con los valores cívicos y principios democráticos recogidos en la Constitución de 1978, pero sin poner en discusión que la nación española existe con anterioridad al acto constituyente, como entidad cultural e históricamente predeterminada que fijaba el demos de la comunidad política. A partir de esta asunción básica, existen variantes significativas a izquierda y derecha del espectro político.

Algunos sectores, intelectuales y líderes políticos han adoptado dentro de este ámbito el concepto de patriotismo constitucional, importado como es bien sabido a principios de la década de 1990 por sectores socialdemócratas a partir de la elaboración teórica pensada para el caso alemán por Rudolf Sternberger y por Jürgen Habermas. Pero que pecó en el caso español de algunas limitaciones teóricas que dificultaron su aceptación por parte del conjunto del espectro políticopartidario y de los nacionalismos subestatales. Esas limitaciones consistirían, básicamente, en que: a) su adaptación se ciñe a pregonar una identificación no con los valores encarnados en la Carta Magna, sino con la literalidad del modelo territorial de Estado definido por ella; b) no incluye en todas sus versiones, como en el modelo habermasiano, una radical revisión crítica del pasado, muy particular en la acepción que el conservadurismo español ha adoptado del patriotismo constitucional desde 2003; y c) parte de la base de que el demos que define el cuerpo político regulado por la Carta Magna está precondicionado de modo objetivo por la existencia de un pasado histórico y la posesión de unos rasgos culturales compartidos. Por lo tanto, la discusión gira alrededor de la patria que es sujeto y demos de la Constitución; y sería vano el intento de poner el énfasis en lo constitucional y sus valores cívicos asociados (que, pongamos por caso, también se podrían aplicar a otra patria alternativa: vasca, catalana, gallega, etcétera) si falta un fermento de cohesión afectiva que no ponga en discusión el ámbito de soberanía donde se ejercerán esos valores cívicos.

En parte por esta constatación, también desde la izquierda se han elevado voces que apuntarán a la necesidad de recuperar y reconstruir valores históricos comunes de los que sentirse orgullosos, de enfatizar las grandezas de la cultura española presente y pasada, de recordar la pluralidad mestiza de la sociedad española en cuanto a orígenes y costumbres, y de tener espejos simbólicos en los que mirarse colectivamente con satisfacción, y no con doliente resignación. En suma, de preocuparse por reforzar el sentimiento compartido de patria al mismo tiempo o antes que de los valores cívicos asociados a la Constitución. Y eso se debería conseguir, en primer lugar, mediante la reafirmación y exaltación de la historia y de los símbolos comunes de España, cuyo debilitamiento se lamenta sin ambages, en particular desde la versión conservadora del patriotismo constitucional. Este discurso, también abrazado por una tendencia de la izquierda, considera desde otro ángulo que sólo la cohesión nacional puede garantizar un desarrollo efectivo de principios como la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos de diversos territorios del Estado, para lo que incluso se propone la reasunción por parte del Gobierno central de competencias clave como la educación.

En todo caso, esta tendencia, como la anterior, vive también de un constante impulso reactivo contra las reivindicaciones formuladas por los nacionalismos subestatales; a mayor tendencia al acomodamiento de aquellas, mayor suele ser la permeabilidad de conceptos como el de patriotismo constitucional al encaje de sus demandas. Y lo mismo ocurre con la concepción que abordaremos a continuación, que está vinculada directamente desde el punto de vista teórico con las acepciones socialdemócratas del patriotismo constitucional.

3) España como una «nación de naciones», dentro de la cual convivirían una nación política (que algunos llamarán «supernación» de modo perifrástico), esto es, España en su conjunto, y diversas naciones culturales o «nacionalidades». A mi modo de ver, una definición muy contraproducente y poco afortunada, que resucita a Meinecke (1907), y establece una distinción conceptual entre nación política y nación cultural. En el fondo, forma políticamente correcta de definir a España como una nación plural con diversas culturas reconocidas, en la que las «naciones culturales» no son naciones en la medida en que no son titulares de soberanía, sino como mucho «nacionalidades» en una de las acepciones de este posible término.

El impreciso concepto político de la España plural, puesto en circulación desde hace unos años por el PSOE y particularmente por su líder, José Luis Rodríguez Zapatero, parte de la formulación anterior, se identifica con valores democráticos y constitucionales, y recoge también buena parte de las ambigüedades del término nación de naciones. Empero, y a pesar de carecer todavía de una formulación teórica y académica digna de tal nombre fuera de algunas vulgarizaciones pseudoperiodísticas, las distintas enunciaciones de la España plural, más allá de su virtualidad como lema propagandístico y electoral, dejan entrever algunos aspectos innovadores, como son: a) una revisión más crítica del pasado de la nación, argumentando que los periodos y tendencias democráticas siempre se caracterizaron por la descentralización; b) una mayor sensibilidad hacia el papel de las culturas diferentes de la castellana en términos de reconocimiento y símbolos; c) una predisposición más favorable hacia futuros desarrollos federalizantes de la estructura territorial del Estado, aunque más en embrión que en proyecto acabado (aunque algunos de los inspiradores teóricos sí los han hecho); y d) un mayor énfasis en valores como la ciudadanía y la justicia compartida, en la línea anunciada por el republicanismo de Philip Pettit, teórico inspirador de algunos de estos planteamientos. Aquí entrarían también diferentes aportaciones «periféricas» a ese concepto, como el de la pluriidentitaria «España común, pero no única» formulada en su momento por el ex presidente socialista de la Generalitat de Catalunya, Pasqual Maragall, o el también elaborado desde los círculos cercanos al actual presidente socialista de la Xunta de Galicia, Emilio Pérez Touriño.

La fórmula de la España plural también admite lecturas ligeramente posnacionales. Aunque resulta problemático ver en el posnacionalismo una definición teórica consistente y articulada, al mismo tiempo es de reconocer que la ambigüedad identitaria, la aceptación de esferas de convivencia y la renuncia a profesar conceptos de identidad nacional fuertes, como forma de desetnificación definitiva de los sentimientos de identidad nacional, puede constituir un buen punto de encuentro entre nacionalismos en disputa, así como un bagaje con el que afrontar la modernidad líquida, según la conocida definición del filósofo Zygmunt Bauman. Sin embargo, desde el campo de los nacionalismos minoritarios se suele objetar, no sin cierta razón, que tales definiciones son mucho más asumibles por nacionalismos de Estado que por nacionalismos sin Estado y, por tanto, con instrumentos jurídicopolíticos, culturales y normativos más débiles, que ven la identidad nacional de sus territorios de referencia bajo la amenaza de nuevos desafíos también generados por la posmodernidad, entre ellos el multiculturalismo.

A su vez, dentro de esta España plural que puede ser federal, continúa existiendo, de modo más o menos solapado, una dicotomía básica entre dos posturas: ¿federalismo tendencialmente simétrico o tendencialmente asimétrico? Y si hay asimetría, ¿cómo se traduce el hecho diferencial de calidad nacional y en qué debe plasmarse en términos de poder concreto: en soberanía compartida o exclusiva en materias sensibles como lengua, cultura, derecho civil propio, símbolos, etcétera? ¿O en cuestiones como la capacidad de financiación y/o poderes concretos, que algunos ven como una amenaza, cuando no como una merma de hecho, de la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos del Estado? Y tampoco existe un consenso definitivo acerca de las vías políticas posibles para llevarla a cabo. Mientras para unos se debería proceder a una suerte de refundación federal constituyente del Estado, para otros, y esta es la postura mayoritaria, lo más práctico consistiría en promover una federalización desde arriba del sistema autonómico, principiando por la reforma del Senado y el fortalecimiento de mecanismos de cooperación político-institucional horizontal entre las comunidades autónomas, así como de corresponsabilidad fiscal.

4) España como Estado plurinacional, pero con elementos culturales e identitarios lo suficientemente comunes, y un pasado lo suficientemente compartido como para justificar que se prefiera mantener una forma de Estado federal, que para unos (caso de Izquierda Unida, por ejemplo) ha de ser lo más simétrica posible, llegando al reconocimiento del derecho de autodeterminación para todas y cada una de las 17 comunidades autónomas; y para otros, en particular para los sectores periféricos o las organizaciones catalana y gallega de Izquierda Unida y otros grupos (desde Ezker Batua hasta Iniciativa per Catalunya), debería contener fuertes elementos asimétricos. Preferencia, en todo caso, por el mantenimiento de España como comunidad política, aunque por medios no coercitivos y sí basados en la persuasión, en la profundización de la democracia deliberativa forjada por la voluntad ciudadana, y en la posesión compartida de valores positivos como la igualdad, el progreso y la justicia social.

5) España como un Estado igualmente plurinacional, compuesto por cuatro auténticas naciones, que podrían estar articuladas en un Estado federal o, preferentemente, de tendencia confederal con lazos más o menos laxos, o mediante un sistema de pactos bilaterales o libre asociación de Estados. Cada uno de esos entes podría en todo momento abandonar la confederación por voluntad propia, al ser titulares de la soberanía, como naciones que, a su vez y según los proyectos políticos concretos, son definidas mayoritariamente en términos etnocívicos, con un fuerte peso de los elementos historicistas y culturales a la hora de definir cuál es la nación de pertenencia. Con todo, sería erróneo ver en los distintos conceptos de nación abrigados por los nacionalismos subestatales un peso exclusivo o preferente en todos los casos de la etnicidad y la historia. El énfasis constructivista en la voluntad ciudadana como auténtica forjadora de la identidad nacional, acompañado de concepciones de la ciudadanía flexible e integradora de personas de distintas procedencias, está presente, pongamos por caso, en proyectos independentistas como el de Josep Lluís Carod Rovira y la Esquerra Republicana de Catalunya, al igual que la insistencia en concebir el nacionalismo como una herramienta para alcanzar mayores cotas de bienestar a partir del ejercicio de la soberanía. Pero las concepciones esencialistas de la nación no dejan de estar presentes en buena parte de la doctrina del nacionalismo vasco actual, y en parte del catalán o del gallego. Existen varios proyectos diferentes, y a veces concurrentes entre sí, de Cataluña, Euskadi o Galicia como naciones.

El proyecto de articulación de España como no-nación (o de asociación con un ente ajeno llamado España que incluiría todo lo que no es Euskadi, Cataluña o Galicia) desde la periferia, indefinidamente confederal o producto de la libre asociación de varias entidades, que varias organizaciones nacionalistas propusieron como un modelo de Estado en la fase constituyente, podría servir asimismo como una antesala de la constitución definitiva de cuatro Estados nacionales plenamente independientes. Estadio final que, en el fondo, es el íntimamente deseado por los nacionalismos subestatales por ser España un concepto ajeno y distinto, una nación externa con la que relacionarse, pero no con la que compartir muchos más proyectos políticos que los genéricamente comunes dentro del marco de la Unión Europea.

Las gradaciones y distinciones en las vías propuestas para alcanzar ese estadio a partir de la situación actual son, a su vez, diversas, y en la práctica tantas como partidos políticos nacionalistas. Dejando aparte la vía de la independencia por las bravas, defendida por ETA y sus adláteres políticos, en el caso vasco se aboga de manera indistinta por la secesión mediante un referéndum, o mediante la evolución a través de una interpretación generosa y conveniente de los mecanismos previstos en la propia Constitución de 1978 a través de sus disposiciones adicionales. En todos los casos se garantiza que el proceso será gradualista y rodeado de ambigüedades que conciten la mayor suma de voluntades posibles en caso de referéndum o consulta.

En el caso catalán, el soberanismo opta más bien por un reconocimiento del derecho de autodeterminación en la Constitución y por la apertura de un proceso de (con)federalización del Estado, cuyo punto final vendría determinado por la evolución de la coyuntura europea, pero también por la fuerza del sentimiento nacionalista y de la voluntad política de los diversos territorios o naciones confederadas.

Ahora bien, la realidad es que, mientras no se alcance ese estadio ideal que precede al más allá situado en la utopía cercana o lejana, en todos los nacionalismos periféricos acaba por imperar la vía posibilista de una evolución gradual mediante la explotación de los elementos de asimetría y negociación bilateral que permite el Estado de las Autonomías. Está por ver si el desenlace de la apuesta soberanista del lehendakari Juan José Ibarretxe, con todo, acaba por entrar en esa vía.

TRES

En la España de la primera década del siglo XXI, todos estos conceptos de nación, y su aplicación práctica por parte de las élites políticas, deben enfrentarse a mi parecer a un conjunto de retos comunes, que resumiremos de modo genérico en los siguientes:

1) El desafío de integrar la diversidad social, cultural y sobre todo de sentimientos de pertenencia múltiples e híbridos es algo que afecta al nacionalismo español contemporáneo, pero que también han de acabar de asumir plenamente los nacionalismos subestatales. Cuando nos referimos a la coexistencia de diferentes sentimientos de identidad nacional dentro del territorio español, no debemos presuponer la existencia de entidades territoriales homogéneas, tampoco cuando hablamos de Cataluña, del País Vasco o de Galicia. Dentro de cada una de esas naciones minoritarias, como a menudo se reifica conceptualmente realidades no menos plurinacionales internamente que España, no todo el mundo se siente vinculado en exclusiva a una única nación, sea esta la española o una alternativa a la española. La mayoría de sus ciudadanos, con distintos matices y gradaciones, comparte sentimientos de pertenencia múltiples e híbridos, aunque la polarización identitaria es mayor en el País Vasco que en ninguna otra comunidad autónoma. Además, el nacionalismo español, entendido como sentimiento de pertenencia a una nación española sentida como tal, está vivo también dentro de esos territorios, en mayor o menor medida.

Existe, por tanto, y por expresarlo de modo gráfico, una suerte de empate técnico entre nacionalismo español y nacionalismos subestatales, en la medida en que ninguno de ellos llega a imponerse plenamente en cada uno de sus ámbitos territoriales de referencia. Y ese bloqueo permanente obliga a renegociar fórmulas de acomodación y convivencia entre proyectos nacionalistas que, por muy etnocívicos y multiculturales que se confiesen con el fin de ganar adhesiones y voluntades en sus ámbitos de implantación, no pueden ocultar el haber fracasado en buena parte de sus objetivos a medio y largo plazo.

2) La evolución del proceso de integración política continental obliga también a reconsiderar si, en efecto y como se proclamaba de modo optimista por las ciencias sociales hace un decenio, nos encontramos ante una crisis definitiva del Estado-nación. La aparición de nuevos Estados nacionales en Europa centro-oriental desde 1990, así como la adopción por parte de la Unión Europea de un modelo que sigue primando la negociación consociacional entre los Estados miembros en vez de una creación de una auténtica polis supranacional de inspiración auténticamente federal, hace pensar a muchos nacionalistas subestatales, aun a los más moderados, que la única manera de figurar con voz propia en el concierto continental y mundial es disponer de un Estado propio.

3) Dentro del desafío que supone aceptar y acomodar la diversidad de esferas y sentimientos de pertenencia, España y buena parte de sus periferias se enfrentan a su vez a la necesidad de satisfacer las demandas planteadas por una multiculturalidad de distinto tipo, no necesariamente etnoterritorial, que ha traído consigo el aumento espectacular de población inmigrante de origen extracomunitario y extraeuropeo. También esos colectivos demandan y demandarán concesiones en materia simbólica o en la esfera del reconocimiento de derechos colectivos, aunque no vinculados necesariamente al territorio.

4) Las soluciones institucionales que pretenden hallar un acomodo a la diversidad identitaria y nacional de España en su conjunto se enfrentan de manera permanente al desafío de combinar la preservación de la excepcionalidad de aquellos territorios donde existe un sentimiento nacional alternativo socialmente arraigado (el País Vasco, Cataluña y, en menor medida, Galicia) con la aceptación de una fórmula de descentralización, federación o autonomía para el resto de regiones y territorios que no suponga una nueva carrera, en fases sucesivas, hacia la meta de la homogeneización simbólica y competencial de las naciones minoritarias y de las regiones . La falta de asimetría será siempre interpretada a su vez por los nacionalismos subestatales como una nueva y más sibilina estrategia de asimilación por parte de la nación hegemónica, y establecerán un nuevo más allá a corto o medio plazo que les permita mantener la tensión reivindicativa, algo por lo demás imprescindible en cualquier movilización nacionalista. Pero la misma existencia de esa asimetría, inevitable mientras subsistan los conciertos económicos de los territorios forales o las peculiaridades en materia cultural y geográfica de otras comunidades autónomas, contribuye a perpetuar el agravio comparativo, y asimismo a que la reivindicación de la simetría forme parte de una dinámica política peculiar, cual es la de la competencia múltiple etnoterritorial, en la España del siglo XXI. Dinámica que, en virtud del empate y del fracaso mutuo de los nacionalismos que conviven en el seno de las fronteras de España, no parece que vaya a experimentar grandes cambios en el futuro próximo. Es de esperar que, al menos, las disputas nacionales sean siempre canalizadas a través de medios exclusivamente democráticos. Otra cosa es que existan piedras filosofales capaces de ofrecer un modelo duradero y a largo plazo de convivencia en democracias imperfectamente multinacionales.

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Xosé M. Núéz Seixas: Catedrático de Historia Contemporánea, Universidade de Santiago de Compostela.

Este texto recoge nuestra intervención, con ligeras modificaciones, en el foro de debate interdisciplinario sobre federalismo que, bajo la coordinación de los profesores Luis Moreno y César Colino, tuvo lugar en el Institut d'Estudis Autonòmics de Barcelona el 14 de marzo de 2008. En función de ello, se ha prescindido aquí de cualquier aparato crítico y se ha mantenido un tono ensayístico y sintético.

 

 

 


 

 

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