¿Qué europeísmo?
Gerardo Pisarello
Comunicación de Gerardo Pisarello en
el marco de las VII Jornadas Republicanas celebradas el 21 y 22 de
Noviembre de 2008 en la Universidad de Sevilla
Para un cierto europeísmo autocomplaciente,
las críticas de fondo al proceso de integración siempre pueden
explicarse apelando al trasnochado provincialismo o a la falta de
información de quien la profiere. Si se objeta el carácter furtivo y
tecnócrata de las decisiones adoptadas por las instituciones
comunitarias y los Estados miembros, sólo puede hacerse de la mano
de Le Pen o de algún excéntrico tory británico. Si se cuestiona el
sesgo antisocial de las políticas fraguadas en Bruselas con el visto
bueno del representante estatal de turno, ello obedece a un miedo
atávico a la globalización y a las oportunidades que ofrecen la
competencia económica y el libre mercado. Si se considera, en fm,
que una manera de expresar el desacuerdo con el proyecto europeo
oficial es no votar o rechazar los tratados que con nocturnidad y
alevosía pretenden consolidarlo, sólo cabe atribuirlo al chovinismo
o a la inmadurez de los votantes.
En la cabeza del euro entusiasta, conservador
o pretendidamente de izquierdas, no cabe otra oposición a la Unión
Europea realmente existente que la atribuible a algún tribalismo
irredento o a un pobre sentido de complejidad de las cosas. De ahí
su mot d'ordre tras el rechazo francés y holandés al Tratado
constitucional y tras el reciente no irlandés a su versión casi
siamesa, el Tratado de Lisboa: evitar, a cualquier precio, las
consultas a una ciudadanía que, a fin de cuentas, no está a la
altura de la empresa que generosamente se le ofrece.
Lo que revela este argumento es que todo 10
que no sea cuadrarse ante los dictámenes de la clase política y
económica que dirige el actual consenso europeo queda equiparado a
un irracional espasmo localista que se empeña en no dar a la Unión
Europea "una voz única en el mundo". Poco importa si esa voz se
expresa en un murmullo imperceptible a la hora de denunciar los
vuelos de la CIA, la histeria liberticida de ciertas políticas
antiterroristas o la impune proliferación de paraísos fiscales. O si
se muestra bronca y expeditiva cuando de 10 que se trata es de
recortar derechos laborales arduamente conquistados, de consagrar un
modelo productivista e insostenible que ha arruinado a los pequeños
agricultores, de ajustar los controles sobre los trabajadores
migrantes o de reformar los tipos de interés a medida de la gran
banca y en perjuicio de los bolsillos más modestos. Lo importante
-se afirma con descaro- es que sea una voz "única". Que desafine o
aturda es algo que el tiempo -¿cuándo? ¿cómo? ¿a cuento de qué?- se
encargará de enmendar.
Esta manera de plantear las cosas insulta aún
más la inteligencia cuando los acuerdos alcanzados en el entramado
institucional estatal-comunitario pretenden hacerse pasar por la
voluntad de los "pueblos europeos". Así, si el parlamento de un
Estado ratifica un tratado, el resultado se endosa de manera
inmediata y sin fisuras a todos y cada uno de los habitantes de
dicho país. Da igual que el apoyo parlamentario se haya producido
por escaso margen; que la mayoría de ciudadanos e incluso de
diputados no tenga conocimiento del texto en cuestión -como ocurrió
en Hungría a propósito del Tratado de Lisboa-; o que el aparente
consenso partidista resulte controvertido en las urnas, como pasó en
el caso francés. En cambio, cuando millones de ciudadanos no votan o
deciden votar contra un tratado europeo, la lectura dominante es que
unos pocos miles de personas no pueden frustrar la voluntad de 500
millones que, aun no habiendo sido consultados, ya han pasado, por
arte de birlibirloque, a engrosar la lista del europeísmo
incondicional.
Es dificil saber qué tendría que ocurrir para
que las clases dirigentes europeas admitieran la profunda
desafección que el proceso de integración está generando como
producto de su persistente deriva antidemocrática y antisocial. Por
10 pronto, su primera reacción ante el resultado irlandés no ha sido
proponer el retiro de la Directiva sobre el tiempo de trabajo, un
mayor control de los paraísos fiscales, el impulso de una
armonización al alza de los estándares normativos sociales y
ambientales o la apertura de un auténtico proceso de democratización
que supusiera, como mínimo, la elección de una asamblea
constituyente con capacidad para discutir en serio las políticas hoy
en curso. Por el contrario, 10 que se ha producido es la
escenificación, sin rubores, del mismo sonsonete machacón de
siempre: hay que olvidarse de las urnas y seguir con las
ratificaciones como si nada.
No hay Plan B concebible, es esto o el
estancamiento, somos nosotros o el caos.
¿Hasta cuándo podrá este imperturbable
desprecio por las señales de la calle invocar el nombre de Europa?
¿Por cuánto tiempo podrá alguien con genuinos impulsos solidarios e
internacionalistas identificarse con el europeísmo romo que
practican los ejecutivos estatales y la burocracia comunitaria? ¿No
seria más genuino un europeísmo que, siguiendo la mejor tradición
ilustrada, se atreviera a criticar sin complejos un proyecto
empeñado en avanzar a través de sus peores vicios?
__________--
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho
Constitucional de la Universidad de Barcelona
|