Constitución sin patria: universalidad,
ciudadanía y nacionalidad
José Luis Serrano
UCR
3
de Febrero de 2010
“La
patria es un estado: pero de
ánimo.
Un viejo invernadero de
pasiones.”
Juan Bonilla |
|
La tesis central de este estudio
puede resumirse así: el estado-nación,
como forma histórica del estado, adolece
de falta de adecuación con el modelo de
estado democrático y de derecho, tal
como fue formulado por la tradición
liberal-republicana. Para mostrar
esta falta de adecuación, el estudio
expone primero los axiomas del paradigma
republicano. Se definen después los
conceptos de universalidad, ciudadanía y
nacionalidad. Y se describen, por fin,
las operaciones ideológicas modernas que
han permitido unificar los conceptos de
pueblo y nación, por un lado, y de
nación y estado, por otro.
1. Axiomas del paradigma liberal
republicano.
Para descomponer y
(de)mostrar esta tesis parece claro que
tenemos que comenzar tal vez por lo más
difícil: definiendo cómo concebimos
el modelo de estado con relación al
cual sostendremos que hay una desviación
significativa del estado-nación. En este
estudio, el paradigma[1]
liberal- republicano[2]
será delimitado a partir de los
siguientes cinco conceptos o principios
axiomáticos[3]:
a) el
igualitarismo humanista: todos los
humanos nacen libres e iguales[4].
b) el individualismo ético: sólo los
individuos tienen derechos
fundamentales, los estados sólo tienen
obligaciones.
c) el principio de legalidad o estado de
derecho: el estado no es ilimitado, sino
limitado en poderes y obligado por leyes
que expresan los derechos individuales.
No sobre todo se puede decidir ni
siquiera por mayoría.
d) la democracia, al menos en el sentido
mínimo y jurídico del término, es decir,
aquellas reglas que otorgan a la mayoría
el poder de decisión (la
competencia) y establecen que cómo
se decide es por mayoría
(procedimiento).
Y no en último
lugar,(e) la universalidad de los
derechos: todos los derechos se predican
de todos los humanos sin discriminación[5].
2. La universalidad de los derechos.
Este último concepto de universalidad
tiene una definición conveniente en la
lógica proposicional: una proposición es
universal cuando su predicado concierne
a una universalidad de sujetos. Es
decir, cuando la pertenencia del sujeto
a un conjunto no exige la previa
pertenencia de ese sujeto a un
subconjunto.
En la filosofía
jurídica, moral y política, en cambio,
el concepto se complica[6]:
universalidad significa validez
universal de los derechos humanos. No
significa reconocimiento universal de
los derechos humanos, lo cual sería un
hecho más o menos discutible, sino
validez en el sentido que la ética y el
derecho dan al término[7].
Como se sabe, la validez no es
susceptible de demostración
–verificación o falsación–, sino sólo de
fundamentación. La universalidad de los
derechos humanos encuentra así su
fundamento no en el hecho de su
reconocimiento o violación, sino en su
funcionamiento como axioma de un sistema
normativo. La universalidad es así
función[8]
y no hecho. Es argumentable y no
demostrable. Es fundada o infundada y no
verdadera o falsa.
No podemos
extendernos más en este punto[9],
pero tampoco parece necesario hacerlo
porque, a nuestros efectos, podemos
tomar un camino más intuitivo.
Imaginemos las siguientes cuatro formas
de estado: a) un estado étnico (racista)
que sólo atribuyese derechos y
libertades a los miembros de una sola
etnia; b) un estado confesional
(teocrático) basado en principios
religiosos excluyentes; c) un estado
sexual (patriarcal) vinculado a la
supremacía de un sexo sobre el otro; y,
finalmente, (d) un estado estamental o
de clase (esclavista, feudal o
censitario) donde sólo los miembros de
un estamento o clase social gozasen de
derechos y libertades que los miembros
de otro estamento no poseyesen.
Si las miramos desde un punto de vista
material, parece evidente que estas
formas de estado repugnarían a cualquier
demócrata contemporáneo; serían
inimaginables en el marco de una cultura
política constitucional o democrática;
detestables para cualquier posición
política basada en el modelo
ilustrado-democrático; formas que darse
se pueden dar, pero siempre en el
terreno fáctico, nunca en el territorio
de la legitimidad. Es decir, hablamos de
formas de estado inválidas, no
falsas, sino injustificables en un
paradigma liberal.
Desde este mismo punto de vista
material, la pregunta ahora sería si
de hecho perviven estas formas de
estado discriminatorio. Y la primera
tendencia cultural es la de responder
que la pervivencia de estos estados
aberrantes es excepcional. La creencia
generalizada en nuestras sociedades es
que la democracia avanza en el planeta.
Queda Arabia Saudí (como estado
patriarcal) o Israel (como estado
teocéntrico) y quedaba Sudáfrica (como
estado racista), pero son excepciones.
Tiende a darse por sentado con excesiva
rapidez que nuestra forma de
organización política, nuestra cultura,
la forma del estado, la estructura de la
sanción… todos los elementos de la
mayoría de los sistemas políticos
contemporáneos responden en mayor o
menor grado al modelo de la
universalidad propio de la ilustración,
ya en su versión liberal, ya en su
vertiente republicana.
Es verdad que la cultura de la izquierda
occidental plantearía más problemas a la
hora de aceptar la excepcionalidad de
los estados censitarios: en el fondo –se
diría desde estas posiciones de
izquierda– todo estado capitalista es de
alguna forma un estado de clase.
Instituciones como la propiedad marcan
una matriz de discriminación que pone en
cuestión la universalidad de los
derechos. La línea crítica que subraya
esta desviación entre lo normativo y lo
operativo es fecunda y no debe ser ni
olvidada, ni despreciada porque es uno
de los caminos más directos hacia el
análisis de las patologías del actual
sistema democrático.
Sin embargo, para
los objetivos de este trabajo, no nos
hace falta todavía salir del enfoque
formal. Ni siquiera para esta última
objeción de la desigualdad material,
porque podemos acogernos al dato de que
en el feudalismo o en el esclavismo se
daba una discriminación cualitativa: los
estatutos del amo y el esclavo, los del
vasallo, el noble y el clero estaban
determinados por la sangre y eran
expresos. Sin embargo, en los estados en
los que concurren capitalismo y
democracia[10]
la preferencialidad de clase no se daría
en el plano normativo de los derechos,
sino en el plano operativo del ejercicio
y las condiciones del ejercicio de los
derechos.
Así que, si las
miramos desde el punto de vista
lógico-formal, estas cuatro formas de
estado tienen un denominador común, a
saber: en los cuatro, la ciudadanía
plena sería consecuencia o
resultado de la pertenencia previa
a una subclase[11]
o conjunto colectivo (es decir no vacío,
ni unimiembro): la clase de los
individuos de la etnia dominante, la
clase de los varones, la clase de los
católicos o de los musulmanes, la clase
de los burgueses propietarios o el
estamento de la nobleza o el clero,
etcétera.
Este denominador es común también a
contrario: a los que quedan excluidos o
discriminados en estos tipos de estado,
les sucede esto por pertenecer a una
subclase (conjunto) que tampoco es
universal, pero tampoco es ni vacía, ni
unimiembro (los negros, las mujeres, los
vasallos…). La discriminación viene
determinada también por la pertenencia a
un subconjunto colectivo de
individuos.
En definitiva, para el paradigma
liberal-republicano y para su axioma de
la universalidad es inaceptable que
la pertenencia previa a una clase sea
requisito para la pertenencia posterior
al universo de los ciudadanos.
Así que replanteemos la pregunta:
¿quedan hoy en día estados que mantengan
la discriminación en el plano normativo
y no sólo en el terreno fáctico? De otra
manera: ¿quedan estados particulares, no
universales? La respuesta es afirmativa:
el estado-nación. Y ello porque en éste
resulta que la pertenencia a la clase de
la ciudadanía es consecuencia de la
pertenencia previa a una clase
que no es ni vacía , ni uni-miembro, ni
universal: la clase de los miembros de
una nación.
Los estados-nación oponen al primer y al
quinto axioma (igualitarismo y
universalismo) la ciudadanía esclusiva
de una clase que no es ni universal
(entonces no sería una clase), ni vacía,
ni uni-miembro. A su vez esta
pertenencia implica una contravención
del individualismo ético (segundo
axioma) porque el sujeto al que
inicialmente se atribuyen los derechos
es un sujeto (no universal pero sí)
colectivo: la nación. Los derechos no
son por tanto humanos o de titularidad
individual, sino colectivos. Y se viola
así también el tercer axioma porque el
estado, que en el paradigma democrático
queda excluido de la posesión de
derechos (sólo tiene obligaciones) es en
las formas de estado-nación titular de
derechos, en cuanto representante de la
nación. El individuo que en el paradigma
sólo tiene derechos, ahora sólo tiene
deberes con el titular de derechos: la
nación transformada en estado.
Esta gran
violación del modelo normativo
republicano[12]
pasa por dos grandes operaciones
teóricas: una más jurídica que podríamos
llamar el “olvido” de la diferencia
ciudadanía/nacionalidad y otra más
política: la construcción del concepto
de Nación. Véamoslas.
3.- La diferencia
ciudadanía/nacionalidad.
No usaremos por
ahora el concepto de nacionalidad en
sentido social o cultural[13].
Definiremos la nacionalidad en los
términos clásicos del Derecho civil o
del internacional privado, esto es, como
una circunstancia modificativa de la
capacidad jurídica. Por ahora nos basta
con saber que, así vista, la
nacionalidad —como la minoría de edad,
el estado civil o el sexo— pertenece al
territorio de la capacidad de obrar.
Afecta al ejercicio de los derechos,
pero no a su titularidad.
A contrario,
definiremos ciudadanía[14]
como capacidad jurídica y ésta, a su
vez, como el derecho a tener
derechos.
Enseguida atribuiremos a la ciudadanía
el carácter lógico de la universalidad y
a la nacionalidad el de la
particularidad. Todos los humanos nacen
libren e iguales, todos los humanos
tienen todos los derechos, todos los
humanos son ciudadanos. La ciudadanía no
es ejercicio, sino titularidad de
derechos. Incluso titularidad formal
del derecho a la titularidad.
Y, al contrario, no todos los ciudadanos
tienen la nacionalidad española (o
francesa o…). Todos los nacionales son
ciudadanos, no todos los ciudadanos
tienen la condición de nacionales.
Somos conscientes
de la excesiva rapidez y formalidad de
estas definiciones, pero se trata de
eso, de encontrar un mínimo común
denominador[15]
y trabajar con él en el plano normativo
y formal.
Ciudadanía y
nacionalidad forman así una diferencia[16]
similar a la que forman capacidad
jurídica y capacidad de obrar o, si se
prefiere, titularidad y ejercicio de
derechos y obligaciones. Se trata pues
de un binomio conceptual en el que cada
término define al otro por exclusión[17],
pero en el que uno —ciudadanía— es
universal con relación al otro
—nacionalidad— que es particular[18].
4.- Derechos fundamentales como
derechos de la ciudadanía
Si nos llevamos esta distinción al
terreno constitucional reformularemos
incluso el concepto de derechos
fundamentales. Son derechos
fundamentales, los derechos
universales que se predican de la
ciudadanía.
Formalizamos así
todavía más la definición (ya bastante
formal) de derechos fundamentales que da
Ferrajoli. Para él son derechos
fundamentales “todos aquellos derechos
subjetivos que corresponden
universalmente a ‘todos’ los seres
humanos en cuanto dotados del status de
personas, de ciudadanos o personas con
capacidad de obrar”[19].
Para definir los derechos fundamentales
desde la diferencia
ciudadanía/nacionalidad, como la hemos
formulado en el epígrafe anterior, a
nosotros nos sobra la alusión a la
capacidad de obrar. Nos basta la idea de
ciudadanía como capacidad jurídica o
derecho a tener derechos. Así se puede
construir una definición tautológica y,
sin embargo, funcional. Son derechos
fundamentales los derechos de la
ciudadanía, es ciudadano el que tiene
derechos fundamentales y, en un estado
democrático, la ciudadanía y los
derechos fundamentales son universales.
Si me pregunto, por ejemplo, si un
inmigrante extracomunitario, tiene
derecho a la vida en cualquiera de los
estados constitucionales de Europa, la
respuesta será afirmativa con
contundencia: sí porque el derecho a la
vida es universal. Si me pregunto si
puede ser reducido a la esclavitud, la
respuesta será negativa con la misma
contundencia: nunca porque ha nacido
libre.
Hasta aquí no
parece haber obstáculo de sentido común
a nuestra definición formal: cualquiera
reconocerá que el inmigrante tiene
derecho a la vida y a la libertad en
cuanto humano. La dificultad de una
definición tan formal comenzará si me
pregunto, por ejemplo, si un inmigrante
extracomunitario tiene derecho al voto
en las elecciones al Parlamento europeo.
El primer impulso nos llevaría a
contestar que no tiene tal derecho,
puesto que no posee la ciudadanía
europea[20].
Sin embargo, utilizando la diferencia
ciudadanía/nacionalidad obtendríamos una
respuesta mucho más matizada: sí que
tiene derecho al voto, puesto que
tiene derecho a la vida y a la libertad
y no hay diferencia de rango entre estos
derechos –ambos fundamentalísimos en la
Constitución española de 1978 y en
muchas otras–, lo que no puede es
ejercerlo porque le falta la capacidad
de obrar, es decir, la condición de
nacional de un estado miembro. De otra
manera: ese inmigrante es ciudadano y
tiene derecho a tener derechos. Y, al
mismo tiempo, ese inmigrante no es
nacional, luego no puede ejercer el
derecho al voto. Más simple aún: es
titular de todos los derechos
fundamentales y no puede ejercer algunos
de ellos.
Esta respuesta puede parecer chocante
pero tal vez sería más dulce si la
formulamos, por ejemplo, con un menor de
edad: ¿tiene un niño derecho al voto? Sí
—responderíamos—, lo que ocurre es que
no puede ejercerlo hasta que alcance la
mayoría de edad. ¿Es ciudadano un niño?
Sí, aunque eso no implica que pueda
ejercer por ejemplo su derecho a la
huelga, porque no tiene la condición
de trabajador.
¿Y para qué queremos los derechos
fundamentales si no podemos ejercerlos?
Desde luego esta es la cuestión si el
que la formula la pregunta es
bienintencionado. Es decir, si no
pretende –como pretende el más sucio
realismo político– derogar los derechos
arguyendo su inutilidad. Los derechos
humanos —se oyó con frecuencia en la
conmemoración del cincuenta aniversario
de su Declaración Universal— no se
respetan, luego la Declaración
Universal es inválida. Razonamiento
incorrecto desde el punto de vista
jurídico, porque admite la desuetudo, en
cuanto deriva invalidez de ineficacia;
razonamiento bienintencionado si el que
lo formula sólo quiere llamar la
atención sobre el incumplimiento de los
derechos y razonamiento perverso si el
que lo instrumenta lo que quiere en
realidad es derogar los derechos.
Es por precaución ante esta falacia
realista por lo que hay que formular la
pregunta de la eficacia de los derechos
y libertades al revés: ¿en qué estorban
las libertades formales a la libertad
real? ¿En qué perjudica la mera
declaración formal de igualdad a la
igualdad real? ¿Acaso es la ciudadanía
formal un obstáculo para la llamada
‘ciudadanía plena’?
El dato histórico es que nunca ha habido
en ningún lugar igualdad real sin previa
declaración de igualdad ante la ley, que
jamás ha existido un régimen de libertad
real que niegue en su constitución
política la libertad.
Sin embargo la
diferencia ciudadanía/nacionalidad
parece olvidada. Basta una excursión por
internet para observar que los términos
se usan hoy como sinónimos. Incluso en
el lenguaje especializado de los
juristas ambos términos parecen el mismo
y así se habla de ciudadanía europea,
española o vasca, cuando se quiere
aludir al subconjunto de los ciudadanos
que tienen esa nacionalidad. Las propias
constituciones tienen enunciados que
contravienen la diferencia: por ejemplo,
“los españoles son iguales ante la ley”
dice la Constitución de 1978 en su
artículo 14. Y la igualdad —como la vida
o la libertad— es indudablemente
atributo de la ciudadanía universal y no
de la nacionalidad particular.
Nacidos libres
e iguales…[21]
Esta confusión entre ciudadanía y
nacionalidad no puede ser casual. Es
evidente que tiene debajo un sustrato
ideológico más amplio. Así quien
sostenga que los términos son sinónimos,
sostiene en realidad que el poder del
estado no está limitado por el respeto
de los derechos sino que, al contrario,
los derechos tienen su límite en el
interés del estado. Y quien use y
cultive la diferencia sostiene que la
condición nacional deriva de la
constitución jurídica del estado, pero
no la ciudadanía que es previa a ala
existencia de cualquier estado. Quien
confunda los términos sostiene que somos
ciudadanos del estado constitucional
español porque previamente éramos
españoles. Quien use la diferencia
ciudadanía/nacionalidad sostiene, en
realidad, el carácter previo de la
ciudadanía sobre el estado.
Los primeros
abonan la versión hobbesiana del
contrato social: la cesión de poderes
del individuo al estado es definitiva y,
por tanto, Leviatán nace con derechos.
Los segundos cultivan la versión
lockeana: la cesión original de derechos
está condicionada a la garantía de los
derechos y es, por lo tanto, provisional[22].
Dura mientras se garanticen los derechos
y Leviatán existe sólo para garantizar
los derechos. El estado sólo tiene
obligaciones y cuando viola los derechos
o alega supuestos derechos propios es
legítima su disolución.
En suma, podemos
concluir este epígrafe diciendo que la
confusión indica que se usa un modelo
estatalista de fundamentación de los
derechos y libertades. La diferencia
ciudadanía/nacionalidad significa, por
el contrario, que usamos un modelo
contractualista, individualista o
republicano[23].
5. La construcción de la nación.
Puede ser oportuno
retornar ahora al concepto de
universalidad para verlo en una óptica
no tan formal. En la era de las
revoluciones, más que una pretensión
programática, la universalidad de los
derechos significó una exigencia
irrenunciable para la abolición del
vasallaje. Destruir el orden estamental
exigía construir en múltiples planos
—filosófico, ético, jurídico…— un
expediente formal, una categoría que
sustituyese a nobles, clero y vasallos.
Esa es el sujeto cartesiano, la persona
valor trascendental de Kant, la
unificación del sujeto jurídico y, no en
último lugar, el estatuto universal de
ciudadano. Es por eso por lo que
ciudadanía sigue siendo sinónimo de
democracia y es por eso por lo que los
ataques a la universalidad siguen
exigiendo respuestas desde la óptica del
paradigma de la libertad y la igualdad
moral[24].
Debemos preguntarnos ahora cómo es
posible que la forma del estado-nación
haya encajado o haya surgido de un
paradigma que hace de la universalidad
su eje constitutivo. ¿Por qué se le ha
admitido al estado-nación aquello que
repugna del estado racista, del
teocéntrico o del estado patriarcal? La
nación es una clase y exigir la
pertenencia a una clase particular para
acceder a la ciudadanía es justo la
misma operación lógica que convierte en
detestable al orden estamental.
Además, la pertenencia a la clase de la
nación suele venir definida por
características derivadas bien del lugar
donde se nació (ius soli), bien
de la nación de los padres (ius
sanguini). Las semejanzas entre la
nación y la etnia –en el sentido que a
este término da el etnicismo racista–
son evidentes, pero tampoco hay mucha
distancia con respecto al sexismo
patriarcal.
El paradigma no ha
dado una teoría teocéntrica del estado,
ni una teoría racista de los derechos y,
sin embargo, el liberalismo político y
jurídico del siglo XIX sí ha dado una
teoría del estado-nación. La operación
es impresionante desde el punto de vista
teórico. Comenzó con una la
tergiversación de una idea republicana
que diría: el estado es la
encarnación hipostática del pueblo
concebido como comunidad política de
hombres libres e iguales. La
primera instancia a batir es justo esta
idea jacobina de pueblo como la
universalidad de los individuos vivos.
Como dice Fioravanti[25],
aquí estaba, desde el punto de vista del
estatalismo liberal, el origen de todos
los males: en la idea de que en la base
de las instituciones existía un pueblo
hecho de individualidades que expresando
y conciliando sus voluntades
determinaban los caracteres de las
instituciones mismas.
El desplazamiento
conceptual tiene forma de bucle: el
término ‘nación’ que en la época
revolucionaria todavía era sinónimo de
‘pueblo’ comienza a significar algo
diferente: nación ya no es la suma de
individuos nacidos libres e iguales que
constituyen un estado artificial en
garantía de sus derechos naturales. La
nación ya no es un pueblo, en el sentido
jacobino. La nación es ahora una
realidad histórico-natural no
determinada por los derechos
individuales, inserta en un pasado —en
la historia como tradición— y llamada
por el destino a pervivir en su esencia
porque las generaciones futuras han
perdido su derecho a reformar la
constitución[26].
En un segundo
momento, el desplazamiento conceptual
vuelve a convertir en intercambiables
Los conceptos de pueblo y de nación,
pero el primero ya no significa lo que
significaba[27],
sino justo lo que significa la nación.
En un tercer momento, si el pueblo es
soberano, entonces la nación es
soberana. Es más la “soberanía nacional”
es la forma política del pueblo. Cuarto:
de la soberanía nacional emanan los
poderes del estado. El estado es así la
encarnación de la soberanía nacional, es
decir, el pueblo encarnado en lo
político. De esta forma, paso a paso, la
nación se transforma en el concepto
viático que permite alcanzar el
objetivo: la identificación entre el
pueblo y el estado. El estado necesita
la legitimidad que le da el pueblo, pero
el pueblo sólo existe porque existe el
estado. Estado y pueblo constituyen los
dos polos de un circuito cerrado de
legitimación mutua y la nación es el
material conductor de legitimidad que
permite el cierre.
6.- La alianza genética con el
capital
El desplazamiento no se da sólo en este
plano alto de la representación del
estado-nación, sino también en los
dispositivos micro que regulan el acceso
a la pertenencia en la nación: el
ius soli y el ius sanguini.
Ambas funciones de pertenencia responden
a dos valores básicos del antiguo
régimen que actúan como residuos activos
en el modelo del estatalismo liberal:
nos referimos a la heredabilidad
gentilicia de los derechos y a la
asociación entre territorio y derechos.
La transmisión de
estos valores a los estados liberales
del XIX se realiza por medio de dos
vectores: uno el código civil con las
instituciones jurídicas centrales de la
herencia y la propiedad privada; y otro,
el derecho político y constitucional que
santifica la soberanía nacional
(”estatal”) y que, al hacerlo, santifica
el carácter ideológico del dualismo
entre Estado (previo) y derecho
(producto)[28]
La sociedad civil sigue haciendo de la
herencia una fuente de discriminación en
el ejercicio de los derechos (no en la
titularidad) y de la territorialidad de
la propiedad otra fuente de ejercicio
privilegiado operativamente (aunque no
de acceso restringido) del que se
derivan derechos. Hipostasiado como
nación-estado, el pueblo se convierte a
su vez en propietario absoluto de un
territorio y de los súbditos de ese
territorio. Se pasa de ser súbdito del
rey a ser súbdito de un territorio y de
una tradición: la nación.
La presencia de estos criterios en la
sociedad civil y su traducción en la
sociedad política es lo que explica la
grieta por la que se han escapado tantos
principios republicanos. Deducir la
ciudadanía del accidente biosocial de
“ser hijo de” o de “haber nacido en”
rompe la universalidad y, con ella, el
igualitarismo y el individualismo
republicanos.
La condición étnica, religiosa o sexual
no es imprescindible para el
funcionamiento del mercado capitalista
y, por tanto, se puede prescindir de
ellas, al menos en el plano
jurídico-formal. Pero instituciones como
la herencia o la propiedad son
irreemplazables. Es por eso por lo que,
al igual que en el antiguo régimen
alguien tenía derechos a algo en virtud
de la herencia y de la propiedad, hoy
todavía alguien tiene derechos que otros
no tienen.
Sólo bajo la discriminación que comporta
la teoría política estatalista de la
nacionalidad es posible sustentar la
división norte/sur y las nuevas formas
de colonialismo. Los estados del
bienestar que abundaron en Occidente
sólo eran compatibles con el modelo de
desarrollo productivista (ecocida) y
capitalista (injusto) si su ámbito se
restringía a una zona del mundo cuyos
privilegios no están ya legitimados por
la fe religiosa, el sexo, o la etnia,
sino por la nacionalidad.
Los costes de la eliminación del
estado-nación (que, por cierto, la
globalización económica no elimina, sino
que simplemente modifica y amplia) han
sido hasta ahora insoportables para el
núcleo duro del sistema político
moderno: el mercado-capital. Sólo la
alianza estructural entre el capital y
el estatalismo puede explicar la
emergencia y la pervivencia del
estado-nación.
7.- Un apunte final sobre
nacionalismos.
A la asociación
entre pueblo y nación, primero, y entre
estado y nación, después, pronto hubo
que añadir la asociación entre nación y
etnicidad. Para que la diferencia entre
ciudadanía y nacionalidad quedara
diluida, hubo que asociar la nación a un
conjunto de condiciones emocionales,
culturales y simbólicas específicas. O
bien, alguna etnia —que se convertía así
en dominante— identificaba la nación,
por ejemplo, lo inglés con el Reino
Unido; o bien un sustrato épico y
religioso[29]
como la Reconquista y la Evangelización
de América para España; o bien una
formación social compleja como la
norteamericana para la nueva etnicidad
llamada occidental.
La vinculación entre etnicidad y nación
resulta además fácil de producir
ideológicamente si tenemos en cuenta que
la pertenencia a la etnicidad y a la
nacionalidad se realizan en lo básico
por medio del nacimiento (ius
sanguini). El estado-nación se
muestra así como una estado-étnico
ampliado. Por ello es comprensible que
las formas modernas de estados racistas
(como el estado nazi, el actual estado
de Israel o la antigua Sudáfrica) no
tuvieran que modificar apenas el esquema
de legitimación del estado-nación. Pasar
del estatalismo nacionalista al racismo
de estado, es fácil pues en el
estado-nación está ya incubándose el
germen del racismo.
En muchos casos,
etnicidades y culturas que han quedado
fuera de esta asociación han entendido
bien un mensaje perverso: para existir
como pueblo, cultura o etnia hay que ser
nación y no hay naciones sin estado. Las
etnias sin nación no existen, las
naciones sin estado están sometidas. Es
así como el estatalismo coloniza al
nacionalismo[30].
La etnia no es equivalente a nación, la
nación no es equivalente a estado y
ninguno —ni etnia, ni nación, ni estado—
es la encarnación política del pueblo,
entendido como una comunidad de
ciudadanos libres que viven en un
espacio y un tiempo determinados. La
constitución de la etnicidad en
estado-nación, es decir, en comunidad
políticamente activa y con objetivos
políticos comunes, solo es legítima como
simple y coyuntural estrategia defensiva
de la identidad, entendida como el
derecho a ser miembro de una etnia,
entendido éste, a su vez, como
expresión de derechos fundamentales y,
por tanto, individuales como el derecho
a la autonomía o el derecho a la
diferencia. Al igual que las
organizaciones políticas de gays y
lesbianas no pretenden crear un estado
gay, o que las organización feminista no
tienen como meta la aparición de un
estado de mujeres, o que la movilización
política de los cristianos no puede
aspirar a la vuelta a un estado
confesional; así el nacionalismo ya no
puede reivindicar el estado-nación.
Homosexuales, feministas o cristianos
solo pueden actuar políticamente de
manera defensiva y con reivindicaciones
universalistas: la no discriminación por
razones de opción sexual, la igualdad de
género, la libertad religiosa o el
derecho a la diferencia.
La universalidad sigue siendo la clave
que determina la legitimidad republicana
y democrática de cualquier movimiento
que haga de la diferencia una condición
para la actuación política. La
desacralización del estado —que tanto
debe a Kelsen— y su reducción a
constitución sin patria, a orden
jurídico sin etnia, ni unidad
indisoluble sigue siendo el parámetro
que permite juzgar la legitimidad
republicana y democrática de cualquier
sistema político.
Notas
[1]El
origen remoto del término ‘paradigma’
está en el pensamiento griego (en
concreto en Platón). Hay un precedente
más cercano en la lingüística
estructural, en la cual lo paradigmático
se opone a lo sintagmático. Pero la
actualidad de esta expresión proviene
del uso innovador que de ella hizo
Thomas Kuhn en su famosa obra La
estructura de las revoluciones
científicas (Barcelona, FCE, 2005).
Después de la segunda edición de esta
obra en 1969, el término es más amplio y
difuso y eso ha permitido a la filosofía
política y social usar el concepto de
paradigma con una matriz
constructivista, que ha servido, a su
vez, para reintroducir lo aleatorio y lo
histórico (el tiempo) en la compresión
de la racionalidad científico-técnica.
[2]Sobre
los matices entre liberalismo y
republicanismo, véase J. Habermas “Human
Rights and Popular Sovereignity: The
Liberal and Republican Versions” en
Ratio Juris, volumen 7, número 1,
1994, p. 1 y ss.
[3]En
la epistemología tradicional un axioma
es una “verdad evidente” que no requiere
demostración y sobre la cual se
construye el resto de conocimientos por
medio de la deducción. En matemáticas,
en cambio, un axioma no es
necesariamente una verdad evidente, sino
sólo una expresión lógica utilizada en
una deducción para llegar a una
conclusión. Lo importante para nosotros
es subrayar que el axioma gira siempre
sobre sí mismo, mientras que los
postulados y conclusiones posteriores se
deducen de este.
[4]“Todos
los hombres son iguales por naturaleza y
ante la ley” dice el artículo 3 de la
Declaración de Derechos del Hombre y el
Ciudadano en su versión de 1793. “Todos
los seres humanos nacen libres e iguales
en dignidad y derechos” dice el artículo
1 de la Declaración Universal de 1948.
[5]“Toda
persona tiene todos los derechos y
libertades proclamados en esta
Declaración, sin distinción alguna de
raza, color, sexo, idioma, religión,
opinión política o de cualquier otra
índole, origen nacional o social,
posición económica, nacimiento o
cualquier otra condición” dice el
artículo 2 de la Declaración Universal
de 1948.
[6]Precisiones
más exhaustivas sobre el término
universalidad aplicado a los derechos
humanos y abundante bibliografía sobre
el problema pueden encontrarse en G.
Peces-Barba: Curso de derechos
fundamentales. Teoría general.
(Madrid, Universidad Carlos III/Boletín
Oficial del Estado, 1995) p. 297 y ss.
[7]Sobre
la confusión entre el hecho del
reconocimiento y el fundamento de la
validez universal de los derechos
humanos véase M. Saavedra “La
universalidad de los derechos humanos en
un mundo complejo: igualdad moral y
diferencias jurídicas” en M. J. Añón
Roig y otros El vínculo social:
ciudadanía y cosmopolitismo
(Valencia, Tirant lo Blanch, 2002) p.
243.
[8]En
la teoría de sistemas ‘función’ es la
relación entre elementos de un sistema o
entre un sistema y su entorno que asigna
a cada elemento del primero un elemento
del segundo o ninguno. En sentido
matemático, es la regla que asigna un
número real a otro. La primera variable
numérica es así dependiente de la
segunda que se denomina independiente.
La función en cuanto regla no es
susceptible de verificación o falsación
en sí misma.
[9]Para
una exposición más detallada del
concepto de validez me remito a J. L.
Serrano Validez y vigencia: la
aportación garantista a la teoría de la
noma jurídica (Madrid, Trotta,
1999) passim.
[10]La
relación entre capitalismo y democracia
no es bicondicional. Es verdad que todos
los estados democráticos son
capitalistas, pero no al contrario.
[11]El
mismo concepto de clase se define por
ser un conjunto que no es universal, la
clase siempre es subconjunto de algún
conjunto universal.
[12]Con
el término ‘republicano’ aludimos sólo
-aunque no es poco- al republicanismo
kantiano. De otra forma visto, el modelo
del estado-nación viola uno de las tres
formulaciones básicas del imperativo
categórico, la que obliga a considerar a
cada individuo como un fin en sí mismo y
nunca como un medio
[13]Para
un aproximación a la nación desde esta
óptica véase W. Kymlicka Ciudadanía
multicultural (Barcelona, Paidós, 1996)
p.116 y ss.
[14]En
un interesante trabajo Giovanna Zincone
rastrea cuatro significados del término
ciudadanía que se definen mejor por su
opuesto. Ciudadanía como nacionalidad,
por oposición a extranjero; ciudadano
por oposición a vasallo, ciudadano por
oposición a marginado y ciudadano por
oposición a rústico. “Los cuatro
significados de la ciudadanía y las
migraciones: una aplicación al caso
italiano” en Anales de la Cátedra
Francisco Suárez número 37, 2003
p.201-236.
[15]Una
definición estándar de ciudadanía
aportará siempre este dato, aunque añada
otros al concepto. Por ejemplo, J. De
Lucas define ciudadanía como “condición
de pertenencia y cualidad de miembro de
la comunidad política que supone la
titularidad de la soberanía y la
atribución de derechos que van más allá
de los derechos humanos fundamentales de
carácter civil, para dar entrada también
a los políticos y sociales”. “Algunas
propuestas sobre políticas de
inmigración eficaces y respetuosas con
los derechos humanos” en actas de las
Jornadas sobre extranjería,
inmigración, derechos humanos
(Granada, Fundación Al Ándalus, 2001)
[16]Una
categoría es diferencial cuando no puede
ser definida sin recurrir a su opuesto.
Así por ejemplo, la cara de una moneda
con relación a la cruz. Diferencia y
distinción son términos sinónimos,
aunque el segundo parece ser más
psíquico y el primero parece más
objetivo. Así, de una moneda que fuese
igual por ambos lados diríamos que no
diferencia cara de cruz, pero
de una persona que no pudiera apreciar
la diferencia entre cara y cruz diríamos
que no distingue cara de cruz.
[17]Un
binomio conceptual es en realidad un
concepto, es decir, aquello observado
mediante una diferencia. Los conceptos
son siempre construcciones de un
observador, no preexisten a la
observación. En esto se parecen a los
objetos. Pero a diferencia de éstos los
conceptos alejan al observador de lo
observado.
[18]Otra
forma de confrontar los dos conceptos en
A. Rubio Castro y M. Moya Escudero
“Nacionalidad y ciudadanía: una relación
a debate” en Anales de la Cátedra
Francisco Suárez número 37, 2003 p.
105-154.
[19]“Entendiendo
por “derecho subjetivo” cualquier
expectativa positiva (de prestaciones) o
negativa (de no sufrir lesiones)
adscrita a un sujeto por una norma
jurídica; y por “status” la condición de
un sujeto, prevista asimismo por una
norma jurídica positiva, como
presupuesta de su idoneidad para ser
titular de situaciones jurídicas y/o
autor de los actos que son ejercicio de
estas” (L. Ferrajoli Derechos y
garantías: la ley del más débil
(Madtrid, Trotta, 1999) p.37. Una
definición axiomatizada del mismo autor
es la siguiente: “los derechos
fundamentales son los derechos de los
cuales todos son titulares en cuanto
personas naturales, o en cuanto
ciudadanos, ya se trate de derechos
potestativos, en cuanto capaces de obrar
o en cuanto ciudadanos capaces de obrar”
L. Ferrajoli Principia iuris: teoria
del diritto e della democrazia.
Vol. I Teoria del dirritto
(Roma-Bari, Laterza, 2007) p. 727 y ss.
[20]La
expresión ‘ciudadanía europea’ actúa
aquí como una contraditio in
adjectio. No hay ‘ciudadanos
españoles’ hay ciudadanos con
nacionalidad española. La ciudadanía es
universal, por tanto sus adjetivos no
pueden implicar una particularización.
Un predicado universal por ejemplo
“todos los humanos son mortales” puede
admitir adjetivaciones, por ejemplo
“todos los médicos son mortales”, pero
no exclusiones, por ejemplo: “sólo los
médicos son mortales”. De otra manera
ser puede ser médico y mortal,
como se puede ser ciudadano y
europeo, pero lo particular (europeo) no
puede ser requisito de pertenencia a lo
universal (ciudadano). Si lo fuera, lo
universal dejaría de ser universal.
Sobre la vinculación estrecha entre
nacionalidad y ciuddadnía en el ámbito
de la Unión Europea véase A. Rubio y M.
Moya loc. cit. p. 107 y nota 1.
[21]Se
abre el curioso problema de la
inconstitucionalidad de disposiciones
constitucionales. Problema, sin duda,
irrelevante en la dogmática del derecho
constitucional, porque en cuanto saber
dogmático el constitucionalismo no puede
negar los puntos de partida de sus
cadenas de argumentación: la norma dada.
Y problema central, en cambio, en la
teoría crítica del derecho dedicada a la
comparación entre textos y paradigmas
normativos.
[22]La
distinción entre la versión hobbesiana y
la lockeana del contrato social fue
construida por Norberto Bobbio y puede
consultarse entre otros textos del autor
en su Teoría General del Derecho
(Madrid, Debate, 1991) p. 42 y ss.
[23]Para
la distinción entre el modelo
individualista y el modelo estatalista
de fundamentación de los derechos y
libertades véase la obra de M.
Fioravanti Los derechos
fundamentales: apuntes de historia de
las constituciones (Madrid, Trotta,
2007 5 ) p. 35-54. A estos
dos modelos, Fioravanti añade un tercero
el historicista y subraya con gran
acierto que en realidad histórica lo que
se da es una combinación de
individualismo con historicismo
(antiestatalismo), o de historicismo con
estatalismo (antiindividualismo) o de
individualismo con estatalismo
(antihistoricismo). Ibídem
p.25.
[24]Véase
la defensa de la universalidad frente al
comunitarismo y al particularismo que
hace M. Saavedra “La universalidad…
cit. passim.
[25]Op.
cit. p.105
[26]El
artículo 28 de la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1793 establecía: “Un pueblo tiene
siempre el derecho de revisar, reformar
y cambiar su Constitución. Una
generación no puede sujetar a las
generaciones futuras a sus leyes”
[27]Así
sigue siendo hoy. La Constitución
española, por ejemplo, usa
indistintamente ambos conceptos: la
Nación española es el sujeto del
preámbulo, pero la soberanía nacional
—dice el artículo 1.2— reside en el
pueblo, adjetivado ya como español. Es
decir, no como conjunto de ciudadanos
libres e iguales, sino como nación.
[28]Es
H. Kelsen en el último capítulo de la
Teoría Pura del Derecho de
1960, el autor que denuncia el carácter
ideológico de este dualismo entre
derecho y estado. Al hacerlo, el jurista
vienés está desacralizando el doble
cuerpo del rey. Está operando una
segunda secularización. No es sólo que
estado y derecho sean sinónimos, es que
el estado (y por ende la nación) es sólo
derecho: ser francés es tener pasaporte
francés. Volveremos enseguida sobre este
punto.
[29]
“Ser español es no ser moro,
ni judío” —dice taxativamente Américo
Castro en el prólogo de su obra La
realidad histórica de España
(México, FCE, 1954).
[30]
Y aquí reside la
ambivalencia moral del nacionalismo:
nacionalista fue Ghandi y
nacionalista fue Hitler. Pero
mientras que el nacionalismo de
Ghandi fue defensivo y coyuntural y
en última instancia universalista y
no estatalista; el nacionalismo de
Hitler fue , por el contrario,
estructural, racista y estatalista.
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José Luis Serrano Moreno
es profesor en las licenciaturas de
Derecho y de Ciencias Ambientales de
la Universidad de Granada. Es
conocido en el ámbito del Derecho
Ambiental por los volúmenes de
Ecología y derecho (1992 y 1995) y
en el campo de la Teoría y la
Filosofía del Derecho por Validez y
vigencia. La aportación garantista a
la teoría de la norma jurídica
(1999). Es también autor de novela
policíaca e histórica y columnista
de prensa. Es militante de
UCAR-Granada.