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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

 

 La guerra civil

 José Marzo

www.lafabulaciencia.com 21 de Junio de 2005

Hace unos días he hablado de la Guerra Civil española con unas personas que nunca habían oído hablar de ella. Canadienses y jóvenes, algo les sonaba de unas refriegas en España en los años treinta, como preludio de la "guerra de Hitler", la Segunda Guerra Mundial.

 ¿Cómo resumir lo que la Guerra Civil ha supuesto en la reciente historia española? Transcurridos más de sesenta años desde su finalización, la Guerra Civil, sus porqués, sus consecuencias, siguen dividiendo en dos a la ciudadanía, enturbiando a menudo su visión de la actualidad.  

Me han contado que en el invierno de 1938, un soldado de artillería del ejército franquista recibió la orden de dirigir sus proyectiles contra un barrio de Madrid. "Mi teniente, en ese barrio viven mis padres". "Cumpla las órdenes y cállese". En las guerras modernas, la población civil se implica por completo. La preparación logística militar de las batallas viene acompañada de una preparación psicológica de los combatientes. Se mata a quien carece de moral, se arrodilla ante un dios falso, habla en un idioma inferior y decadente o pertenece a una raza degenerada y sucia. En España, con otros ingredientes, también se cocinó esta diferenciación excluyente del adversario, hasta convertirlo en un enemigo al que se desprecia y se puede matar. En la historia de la medicina, permanece la mancha vergonzante del psiquiatra franquista Antonio Vallejo Nájera, que "demostraba" que los otros eran enfermos mentales. ¿Podemos sostener hoy día que los partidarios de un bando eran gallos valientes y los otros, gallos traicioneros, como decía una canción de combate republicana?  

La guerra finaliza y los combatientes regresan a sus casas. Sólo a veces permanece en territorio conquistado un ejército de ocupación, institución que se convierte en diana del rencor. En las guerras civiles nadie vuelve a casa porque, en realidad, nunca se ha partido de ella. Todos somos dianas. Tu enemigo es tu vecino, tu compañero de trabajo, tu primo, tu propio hermano. Sabemos por experiencia que en una guerra civil, la posguerra es tanto o más dura que aquélla. Se prolonga el estado de ánimo basado en la negación del otro, en el odio y en el rencor. La dictadura franquista fue, en lo psicológico, el sistema de convivencia por el cual se prolongó el clima moral, amoral, de la guerra.  

Contemplada desde esta perspectiva, la transición española a la democracia, a finales de los años setenta y principios de los ochenta del pasado siglo XX, fue un esforzado ejercicio de voluntarismo histórico. Se ha dicho que se fundó sobre el olvido. Toda democracia, por muy plural que sea, precisa de un acuerdo de mínimos. En aquellos años el consenso sobre el pasado era imposible. Sólo en una cosa se estaba de acuerdo: no debía volver a suceder; había que mirar adelante. Más que el olvido, se acordó guardar silencio. Esto aportó ciertas ventajas, como la de invertir todas las energías institucionales en la incorporación de España a Europa, pero también el inconveniente de posponer artificiosamente el necesario debate sobre nuestro pasado.  

La mayoría de quienes combatieron en la Guerra Civil y la sobrevivieron, ya han fallecido, y quienes eran niños entonces y maduraron bajo el franquismo, que protagonizaron la transición a la monarquía parlamentaria, están a punto de pasar el testigo a sus hijos. Nosotros no vivimos la Guerra Civil, apenas si fuimos conscientes del último franquismo y no sancionamos con nuestro voto la Constitución, pero hemos tenido la oportunidad única de recoger los recuerdos, ilusiones y decepciones y de confrontar todo ello con la historia oficial. Ésta ha ido basculando sutilmente en las dos últimas décadas, entre aquel silencio voluntario de los primeros años de la democracia y el reavivamiento de los últimos. Una reapertura que, conducida por un sector de la derecha y secundada por otro de la izquierda, ha tomado el camino erróneo, el de la culpabilización por los asesinatos, los métodos carcelarios, las ejecuciones sumarísimas y los paseos que acontecieron en el curso de la guerra, no el de dilucidar las responsabilidades históricas y políticas.  

La historia cuenta que el 18 de julio de 1936 un sector bien organizado del ejército dio un golpe de estado contra el gobierno republicano. Los golpistas contaban con las simpatías de una parte de la población y el apoyo de varias organizaciones políticas y sociales. Otra parte de la población apoyaba a la República. Los partidos mayoritarios y los sindicatos se mostraron decididos en su defensa. El golpe de estado no triunfó, pero tampoco fue abortado. El ejército y la población se dividieron y ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, calle por calle, comenzó una guerra que duraría tres años, hasta la victoria definitiva, el 1 de abril de 1939, del ejército dirigido por el general golpista. Pero ésa es la guerra de los historiadores. La guerra que nuestros abuelos nos contaron era distinta.  

En materia de recuerdos y emociones, ¿quién puede arrogarse la propiedad de la verdad? Cuando una atmósfera forma parte de nuestra biografía personal, la pretensión de imparcialidad ¿no es una estafa?  

Casi treinta años después del fin de la contienda, en mi barrio de Madrid y en el pueblo donde pasaba las vacaciones la guerra seguía respirando. Las palabras "rojos" y "fascistas" formaban parte del vocabulario común, la primera insultada a viva voz, la otra susurrada, y en la fachada de una iglesia románica milenaria había junto a una gran cruz la lista en pintura azul de los "caídos por la patria". Aquellos años parecen ahora muy extraños. Aún detentaba la jefatura del estado el general Francisco Franco. En la escuela, los niños siempre teníamos a la vista, sobre el encerado, un retrato del dictador.  

Nos pusimos pantalones largos, se sustituyó el retrato del general por el de la pareja de jóvenes monarcas, se cambiaron los nombres de algunas estaciones de metro y nadie se preocupó de retocar la pintura ya deslavada de la inscripción en la vieja iglesia. Sin embargo, la Guerra Civil seguía asomando la cabeza: los dieciocho de julio, por las ventanas de un vecino tronaban los sones del "Cara al Sol". Era policía; y según se rumoreaba entre la chavalería, "de la secreta". He olvidado su nombre, pero no su porte, la complexión fibrosa, enérgica, que no nos saludaba al cruzarse en la escalera y que no estaba al corriente de las cuotas de la comunidad. Pero algo cambió de pronto y para siempre cuando otra vecina, Teresa, una mañana sacó al alféizar de su ventana un radiocasete con una cinta de "La Internacional". Desde entonces, los dieciocho de julio no hubo más música que la de un canario en su jaula.  

¿Cuándo tuve conocimiento de la Guerra Civil? No puedo recordar una primera vez. Un abuelo, el materno, exiliado en Francia; una abuela, la paterna, fallecida en la posguerra a causa de..., lo diré de un modo simple, de la peor y más prolongada enfermedad, que es la miseria. La Guerra Civil era parte del decorado, como el óleo luminoso de un mediodía en el campo o el reloj de pared que sólo funcionaba a ratos.  

Los aviones bombarderos surcan el cielo de Valencia. Saltan las alarmas antiaéreas. Un hombre abraza al niño que llevaba de la mano y se tumba en el suelo sobre él para protegerlo con su cuerpo. Aquel niño es mi padre y el hombre era su abuelo, que había cruzado media meseta desde Ciudad Real para visitar a uno de sus hijos, destinado en Valencia.  

También la historia de la colcha, una antigua colcha de punto. Debía de formar parte del ajuar de una boda. Aquellas colchas amplias, pesadas, prodigiosas, podían tardar en confeccionarse meses, sino años. Tardes y tardes, la madre de la futura novia se sentaba a la fresca en verano, junto al brasero en invierno, con las agujas de hacer punto entre las manos, mientras que el ovillo rodaba por las losas de barro. Tras la guerra, la colcha fue requisada por una cuadrilla oficial compuesta de falangistas y funcionarios públicos, todos ellos vecinos del mismo pueblo. Muchos años después reapareció, cuando un adolescente ebrio la sacó de un baúl y la utilizó como capa en un carnaval.  

Eso me recuerda la historia de los frailes. Durante generaciones, el convento de la Merced había impartido la educación básica que ninguna institución garantizaba. Es el primer verano de la guerra. Cada tarde, los frailes siguen paseando en torno al claustro masticando sus rezos. Temiendo que un grupo descontrolado acabe descargando su ira contra ellos, el alcalde, socialista, decide sacarlos del pueblo. Casi puedo ver el viejo y atestado autocar de línea, entre cuyos pasajeros se cuenta la media docena de asustados frailes disfrazados de milicianos. Después de varios kilómetros, fueron bajando en cada parada y se dispersaron. Sólo uno sobrevivió.  

La memoria es engañosa. Ahora sé que los frailes no intentaron escapar disfrazados de milicianos, sino con ropas de segadores; que la colcha, de raso, reapareció una Navidad a los hombros de un falso rey mago; y que las bombas no cayeron sobre Valencia, aunque sí cerca, en El Grau. Por eso, cuando se nos insta a recuperar la memoria histórica, pienso que primero es necesario reconocer que la memoria siempre guarda en el bolsillo un cristal para confundirnos con su reflejo. Porque hay una memoria histórica, la oficial, incluso muchas historias oficiales que se reescriben y que pugnan por imponer su interpretación del pasado. Pero también hay muchas memorias personales, la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, la vida de las gentes, esas vivencias transmitidas de padres a hijos en las sobremesas, la forja donde se templan nuestras emociones y se deciden en gran medida nuestras preferencias, prejuicios y pasiones. ¿Son más fieles o más verdaderos mis recuerdos y emociones de nieto de republicanos exiliados y represaliados, que los de aquellos cuyos abuelos, de afinidades franquistas, fueron fusilados sin juicio, con una pelota en la boca, contra la tapia de un cementerio?  

El debate necesario no es el de los asesinatos ni excesos cometidos por ambos bandos durante la guerra. ¿No era el objetivo ganar, ganar a casi cualquier precio? En los naipes hay reglas, la guerra lleva implícita la suspensión de las reglas. Conducir la cuestión a tales terrenos supone confundir las emociones con la razón, la venganza con la justicia y lo personal con la política.  

El debate que puede tener lugar hoy día por quienes no protagonizamos aquellos años difíciles debe ser estrictamente político. Hay una cuestión en la que se puede y se debe ser equivalente: los hechos delictivos son responsabilidad de quienes los cometen, no de sus nietos. Hoy no podemos impartir la justicia que no se intentó impartir hace veinte años. Pero también hay cuestiones en la que no se puede ni se debe ser equivalente: no valen lo mismo la república democrática que la dictadura que la siguió, ni la pluralidad que el autoritarismo, ni la represión franquista de la posguerra, cuando había que gestionar la paz, que los crímenes cometidos al calor de la contienda.

 Pero, sobre todo, no puede redimirse la responsabilidad histórica institucional de un golpe de estado con lo que aconteció en la guerra que él desencadenó.  

Hay muchas maneras de entender la democracia, pero dar un golpe de estado, secundarlo o justificarlo no es una de ellas.

 José Marzo

 

 

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