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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

 

Entrevista a Antoni Domènech  

 

La Guerra Civil española, 70 años después

 

Sin Permiso

Carlos Abel Suárez entrevistó telefónicamente el pasado 17 de julio en el programa La memoria del puente, de Radio Palermo (Buenos Aires) a Antoni Domènech en el septuagésimo aniversario del 18 de julio de 1936, el día en que el general Franco se sublevó contra la II República española, desencadenado una Guerra Civil que conmovió al mundo entero.

Carlos Abel Suárez.- En tu último libro [El Eclipse da la fraternidad, Barcelona, Ed. Crítica, 2005, pág. 448), y a propósito de la Guerra Civil española, escribiste que “ningún otro acontecimiento ha conmovido tanto, ni tan perdurablemente a la opinión pública democrática internacional del siglo XX como esa tenaz resistencia del pueblo español”. Es un juicio contundente...

Antoni Domènech.- Pero creo que no exagerado. Se puede apoyar trayendo a colación un dato bibliométrico completamente objetivo: la República y la Guerra Civil constituyen el fenómeno del siglo XX que registra mayores entradas bibliográficas, más que la Revolución rusa. Y considerando todos los tiempos, sólo la Revolución francesa le lleva ventaja bibliométrica.

CAS.- ¿Cómo se explica?

AD.- Hay un buen número de factores. En conjunto, podría decirse que la experiencia española de esos años condensa de un modo extraordinario y paradigmático las tragedias y las esperanzas del mundo entero en el siglo XX.

CAS.- Empecemos por las esperanzas...

AD.- La II República española viene ya a contrapelo de muchas tendencias del mundo de entonces: nace en 1931, en la estela de la crisis económica planetaria de 1929, en plena crisis de la democracia y de sus valores. El final de la I Guerra Mundial había traído la democracia a Europa: se habían derrumbado las grandes monarquías meramente constitucionales continentales (sin gobiernos parlamentariamente controlables), y se habían impuesto –de la mano del movimiento obrero— el sufragio universal y las repúblicas (o al menos, como en Italia, la parlamentarización de la monarquía constitucional). Pero las clases próceres europeas que, a diferencia de las francesas y las británicas, carecían de experiencia democrática, habían reaccionado a eso en los años veinte promoviendo verdaderas guerras civiles contrarrevolucionarias contra la democracia y el bastión de ella que era el movimiento obrero, como en Italia (entre 1918 y 1926) y Austria (entre 1918 y 1934), o desestabilizando seriamente a las instituciones republicanas (como en Alemania a partir de 1920). A eso había que añadir una acelerada involución tiránica de nuevo tipo, objetiva y subjetivamente contrarrevolucionaria, experimentada en la Unión Soviética, sobre todo a partir de 192,7 a manos de una camarilla decidida a todo y sin escrúpulos, que destruyó en los sectores más lúcidos y experimentados del movimiento obrero y popular mundial, y por lo pronto europeo-occidental, las grandes esperanzas puestas en la Revolución de Octubre tras el desastre de la Gran Guerra. Para mucha gente que empezaba a desesperar de la capacidad de supervivencia de la democracia, el –tardío— derrumbe de la monarquía constitucional española y el advenimiento de una República parlamentaria de inequívoco signo democrático y progresista (“República de trabajadores”) en abril de 1931 fue un signo de esperanza: el ciclo democrático-revolucionario que había empezado la Revolución mexicana de 1910 y continuado la rusa de 1917 no estaba necesariamente concluso. Ex post, puede decirse: en España iba a decidirse si lo estaba o no; si los valores cristalizados en la Constitución mexicana de 1917 (que había inspirado directamente a la Constitución soviética, a la Constitución de la República de Weimar –1919—, a la Constitución de la I República austriaca –1919— y a la propia Constitución de la II República española –1931—) iban a prosperar y a desarrollarse vigorosamente, o estaban destinados a sucumbir. Eso se puede decir ex post, claro. Pero la pregunta estaba, por así decirlo, en el aire, en los umbrales de la consciencia de muchas gentes, ex ante.

CAS.- Y el golpe del 18 de julio de 1936 vino a contestar esa pregunta...

AD.- ¡Todavía no! Y eso es lo que hace supremamente importante la experiencia española de esos años. En  febrero de1933 había sucumbido prácticamente sin presentar batalla el movimiento obrero más fuerte y, por generaciones, más admirado del mundo, el alemán. Cuando el mariscal Hindenburg dio el golpe de Estado técnico que llevó a Hitler a la Cancillería (en contra de una leyenda interesadamente extendida después de la II Guerra Mundial, Hitler no ganó nunca unas elecciones libres en Alemania: cuando accedió a la cancillería, no llegaba al 32% de sufragios –con cerca de un millón de votos menos que socialdemócratas y comunistas juntos—, y estaba muy lejos de tener mayoría parlamentaria), el movimiento obrero apenas reaccionó: Stalin –a favor de intereses geopolíticos neogranrusos— paralizó intencionada y criminalmente  a los comunistas alemanes, y la socialdemocracia alemana –la verdadera columna vertebral de Weimar— quedó más presa del pánico y de las ilusiones suicidas de algunos de sus dirigentes que presta a la lucha decidida por salvar la República. Un año después, en febrero de 1934, el gran e interesante movimiento obrero socialdemócrata revolucionario austriaco –los comunistas eran allí una ínfima minoría— sucumbió sin más que una heroica pero breve resistencia a destiempo al golpe clerical-católico final de Dolfuss, que acabó a cañonazos con la joven democracia republicana. El pueblo trabajador español ya había demostrado al mundo en Octubre de 1934 que tenía aprendida la cruel lección de los yerros de sus hermanos alemanes y austriacos, que no estaba de ningún modo dispuesto a perecer sin prestar feroz y enconada resistencia. Y el 18 de julio de 1936 lo volvió a demostrar: la sublevación de los militares felones fue desbaratada sin excepción por el pueblo trabajador en todas las capitales en que los gobernadores civiles republicanos no se negaron a entregar armas a los trabajadores y a sus organizaciones. Y en muchas ciudades –como Barcelona, la capital industrial de la República, y Madrid, su capital administrativa—, los trabajadores mismos se hicieron con armas tras asaltar épicamente cuarteles, armerías, polvorines y depósitos de municiones. Así en el cuartel de la Montaña, en Madrid. O aquí mismo, en Barcelona, cerca de donde te estoy hablando –mi despacho académico está a menos de 100 metros del  cuartel del Bruch, el foco principal del que partió el movimiento de tropas golpistas el 18 de julio—: los militares fueron aplastados en horas de sangrientos y épicos combates librados en el centro urbano el 19 de julio –volviendo a hacer buena para el siglo XX la observación de Engels, según la cual la Barcelona del XIX había sido la capital mundial de las insurrecciones proletarias—, a manos de decenas de miles de obreros pobremente armados que, en el contraataque final, tomaron al asalto el cuartel del Bruch, rebautizándolo, ya de anochecida, como “Cuartel Bakunin”.

Un golpe de Estado bien urdido, que tenía que destruir la libertad republicana en un santiamén, se convirtió así en una larga guerra civil de casi tres años de duración que volvió a dar esperanzas a la democracia en el mundo entero: la ola de fascismo que barría Europa y amagaba en todos los continentes, la contrarrevolución del “capitalismo totalitario” –la expresión, si mal no recuerdo, es de Indalecio Prieto, el gran dirigente moderado del PSOE—,  ¡era resistible! Lo que con tanta facilidad habían logrado Hitler y Hindenburg en Alemania con el apoyo y la financiación de los Krupp, los Siemens, los Von Thyssen, los Flick –todos, por cierto, juzgados y condenados en la segunda parte de los procesos de Nuremberg, esa que hoy procura olvidarse piadosa e interesadamente— ¡no iba a lograrlo tan de barato Franco, a pesar de los apoyos de Hitler y Mussolini, de las repugnantes bendiciones de la Iglesia católica y de la financiación de los March o los Fierro! La Guerra Civil española se transformó así, para millones y millones de personas, en la esperanza de la supervivencia de la democracia en el mundo, como lo simbolizan los miles y miles de jóvenes voluntarios de todo el mundo que se alistaron en las Brigadas Internacionales para contribuir a la defensa de la República española.

CA.- Y en banco de pruebas de tantas cosas: porque España, y muy particularmente Barcelona, se transformó en una especie de laboratorio experimental de las más variadas doctrinas políticas. Pienso en el propio anarquismo, pero también en el estalinismo, en el socialismo revolucionario, en la izquierda comunista revolucionaria, en una izquierda republicana radicalizada...

AD.- Así es, en efecto. Aplastada la contrarrevolución, básicamente, por los trabajadores anarquistas y anarcosindicalistas, el lunes 20 de julio Barcelona se despertó con un poder de hecho –un poder armado— en manos de dirigentes anarquistas (como el gran Durruti, Federica Monseny y Diego Abad de Santillán) y anarcosindicalistas (como Peiró y los “trentistas”). El presidente de la Generalitat republicana, Lluis Companys (secuestrado en Francia después de la guerra por la Gestapo, trasladado a Barcelona y fusilado por los franquistas victoriosos tras un ignominioso consejo de guerra sumarísmo que aún aguarda anulación en la España actual), consciente de eso, puso su cargo a disposición de los dirigentes anarquistas; no lo tomaron, pero --¡paradojas de las doctrinas enfrentadas a la dura realidad de los hechos!— lo compartieron generosamente, por así decirlo, con los pequeñoburgueses de Esquerra Republicana de Catalunya, y poco tiempo después, llegaron a tener ministros –¡ministros anarquistas!— no sólo en el gobierno autonómico de la Generalitat catalana, sino en el gobierno de la República española en guerra.

CA.- Pero a pesar de la renuncia a tomar el poder político, Barcelona se convirtió en el escenario de una revolución social radicalísima...

AD.- En cierto sentido, la más radical que ha conocido el siglo XX. Imagínate: los trabajadores cobraban entonces al final de la semana, el sábado, un día laborable más. El lunes 20, tras la derrota de los sublevados, el grueso de los burgueses propietarios de fábricas y empresas grandes, medianas y aun pequeñas, aterrorizados, habían huido, o se habían escondido, o estaban tan amedrentados –pienso ahora en mi propio abuelo, un pequeño industrial de bienes de equipo para imprenta—, que estaban dispuestos a ceder en todo. Se produjo en Barcelona una situación de lockout empresarial de hecho, no declarado. ¿Se cobraría la setmanada el sábado siguiente? Tres generaciones de anarquistas y sindicalistas revolucionarios habían alfabetizado a la clase obrera catalana y habían educado a los trabajadores en la idea de que ellos podían ser sus propios patronos, sus propios amos, que los señores y señoritos –y sus agentes en la fábrica— no eran sino un atajo de parásitos, a menudo profesionalmente incompetentes. Así que la cosa más natural del mundo fue tomar las empresas, todas las empresas, grandes, medianas y pequeñas y ponerlas a producir (garantizando ellos de paso, así, su setmanada): ahora, por fin, eran sus propios amos. En Barcelona empezó a realizarse entonces por vez primera –y que yo sepa, única—, sin mediaciones, ni transiciones, ni –¡ay!— ulteriores consideraciones de oportunidad política o de eficiencia económica, la primigenia idea marxiano-bakuniniana del socialismo como “asociación republicana de productores libres e iguales que se apropian en común de los medios de producir”. –Para tener un ilustrativo punto de comparación, se puede recordar que cuando los obreros de Petersburgo tomaron las grandes fábricas tras la toma del Palacio de Invierno, lo hicieron contra la opinión de Lenin (que sólo cedió en eso al ser convencido por Trotsky de que era imposible, y aun contraproducente, detener ese movimiento espontáneo de sovietización de la vida granindustrial)—.

CAS.- Y el estalinismo vino a poner fin a eso en Barcelona...

AD.- El comunismo, como corriente del movimiento obrero, apenas tenía presencia en España antes de la guerra: aunque la Revolución de Octubre no consiguió –como por unos pocos años pareció que iba a lograr: el entusiasmo inicial de los anarquistas con la Revolución rusa fue incluso superior al de los socialistas marxistas españoles— superar en España la división entre socialistas marxistas, de un lado, y comunistas anarquistas y sindicalistas revolucionarios, del otro, lo cierto es que tampoco logró luego el estalinismo cristalizar como en otras partes la escisión del movimiento obrero entre socialistas y comunistas: muy pronto los dirigentes comunistas más cultos y valiosos, como Joaquín Maurín y Andreu Nin (ambos procedentes del anarcosindicalismo), se percataron de la naturaleza sectaria y políticamente tornadiza del fenómeno estalinista y de la involución burocrático-tiránica de la URSS, y se alejaron o fueron expulsados del pequeño Partido Comunista de España. Pero ese pequeño partido sectario, que había saludado el advenimiento de la II República el 15 de abril de 1931 con la estólida consigna de “abajo la república burguesa”, creció exponencialmente a partir del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

CAS.- ¿Cómo se explica?

AD.- Básicamente por la eficacia de dos factores conjugados: uno de política interior y otro de política exterior. En primer lugar, se produjo con el comunismo en España –¡ahí tienes una paradoja tan o más grande que la de los ministros anarquistas!— un caso paradigmático del fenómeno que había estudiado tan bien Engels ya en 1848 con los partidos que él llamaba de “democracia pura”: estallada una revolución social y política –como la de febrero de 1848 en París— y amenazado de muerte el viejo orden, no es infrecuente que todos los grupos conservadores y aun reaccionarios se pongan detrás del grupo o partido más moderado o que promete mayor moderación dentro del abanico revolucionario, y vayan a engrosar sus filas: así ocurrió en Francia en 1848 con el partido republicano de Lamartine, lo mismo que en febrero de 1917, en Rusia, con Kerensky, el ala derecha de los socialrevolucionarios rusos. El PCE –y su filial en Cataluña, el PSUC, creado precisamente en verano de 1936 a partir de una reunificación de varios grupos socialdemócratas y comunistas de tendencia estalinista—, creció, por lo pronto, como prueban todos los estudios histórico-estasiológicos competentes (y de modo espectacular en Valencia, pero también en Cataluña), entre estratos sociales de clases medias que veían amenazadas sus propiedades o su posición social por el giro radical que había tomado la Revolución española después del 18 de julio. El PCE-PSUC, pues, se convirtió en un partido de “democracia pura”, en el sentido de Engels...

CAS.- Pero estaba también el POUM [Partido Obrero de Unificación Marxista], que no se sumó en Catalunya al proceso de fundación del PSUC...

AD.- Claro. El POUM era un interesante partido, en el que vinieron a confluir todos los comunistas disidentes del comunismo estalinista, tanto los procedentes de la vieja oposición de izquierda de inspiración trotskista (Andreu Nin, que había sido colaborador de Trotsky en la URSS), como los que podríamos llamar “comunistas de derecha”, de vaga inspiración bujarinista (Joaquín Maurín, el más interesante y creativo político que ha dado el movimiento obrero español), claramente mayoritarios. El POUM llegó a ser mucho más importante en Cataluña que el comunismo oficial de obediencia estaliniana; de hecho, fue el único partido marxista que logró hacerse con una base social notable entre la clase obrera catalana, abrumadoramente conquistada por el anarquismo y el sindicalismo. Fue una tragedia que el PSOE no llegara a aceptar jamás las propuestas de Maurín de liquidar su magra y aislada organización en Cataluña, reconociendo al POUM –que tenía, como los anarquistas y los sindicalistas, y a diferencia del PSOE, una clara comprensión de la “cuestión nacional” catalana, y del profundo arraigo de la misma entre las clases populares y trabajadoras— como único representante del socialismo marxista en Cataluña... Se habría hecho así políticamente innecesaria la fundación del PSUC, evitando luego, o dificultando, el posterior desembarco del estalinismo y de sus agentes en la Barcelona revolucionaria...

CAS.- Supongo que te referís aquí al segundo factor explicativo del auge del comunismo de ascendencia estalinista después del 18 de julio...

AD.- Sí. Muy pronto se vio que Francia e Inglaterra –por motivos distintos— entendían que una ayuda al gobierno republicano, aunque sólo fuera la venta comercial de armas, podría ser interpretada como una provocación por Hitler y Mussolini, quienes intervenían sin recato, con gran ayuda militar, técnica y aun financiera, a favor de los sublevados. El gobierno soviético, que había perdido entonces las esperanzas –abrigadas en 1932/33 por Stalin— de llegar a un entendimiento con Hitler, empujando a éste a un conflicto con las potencias capitalistas democráticas occidentales, buscó en la ayuda a la República española un factor decisivo para, al revés, bienquistarse con esas democracias y, azuzando un “frente occidental”, guarecerse de un temido zarpazo de Hitler en el “frente oriental”. Pero para que eso funcionara, era imprescindible contener el curso del radicalísimo proceso social que se estaba dando en España –y señaladamente, en Cataluña—, camuflar lo que estaba ocurriendo, por lo pronto, represarlo, luego, y reprimirlo y ahogarlo, finalmente: sólo una República que mantuviera una etiqueta  exquisitamente “burguesa” podía esperar algo del conservador gobierno británico y del irresoluto y timorato gobierno francés presidido por el socialista Leon Blum, y más en general, de la Sociedad de Naciones con sede en Ginebra. La represión fue tenaz y sangrienta, y estuvo dirigida en buena medida por agentes estalinistas extranjeros, por funcionarios militares o policiales soviéticos, no menos que por instructores estalinistas de tan variada laya como el carnicero ítalo-argentino Codovila o el lúcido, sofisticado e inteligente –pero no menos imputable— Togliatti (“Ercoli”): el secuestro, la tortura, la cínica difamación (“¿Dónde está Nin? ¡En Roma o en Berlín!”) y el clandestino asesinato de Andreu Nin –prácticamente en paralelo a los monstruosos procesos de Moscú, en los que se acabó de liquidar a la vieja guardia bolchevique— vale como emblema de todo eso. Los trágicos “hechos de mayo de 1937” –una especie de guerra civil dentro de la Guerra Civil—, en la que anarquistas, sindicalistas y poumistas se dejaron provocar de modo un tanto ingenuo por el PSUC y por ERC, pusieron fin al proceso social revolucionario en Barcelona.

Hay que decir, empero, que el estalinismo trabajó en la zona republicana con el viento de popa: porque hasta el radicalísimo Durruti –y no digamos los anarcosindicalistas moderados del “trentismo”— llegaron a comprender perfectamente que los excesos de celo revolucionario dañaban gravemente las posibilidades de ayuda internacional a la causa republicana. De empopada a esa necesidad objetiva planteada por la situación internacional, el comunismo de obediencia estaliniana creció en la zona controlada por la República también como el más implacable defensor de la única política realista y salvadora (“primero ganar la guerra, luego la revolución”), y no sólo, según a veces se sugiere, como el agente interior promovido sin escrúpulos y a su buen placer por la única potencia extranjera –con la honrosísima excepción de México— que auxiliaba técnica y militarmente al gobierno legal de la República.

CAS.-  La guerra finalmente se perdió. Con la derrota de la República española, ¿puede decirse que quedó derrotada también la esperanza del mundo en la supervivencia de la democracia?

AB.- Sí, fue como un horrísono aldabonazo en la consciencia democrática del mundo; es el terrible momento que Walter Benjamin llamó “la medianoche” del siglo. Fíjate, además, Carlos, que a los pocos meses de derrotada la República española, Stalin trata, esta vez a la desesperada, de llegar a un acuerdo con Hitler, aparentemente con éxito: el famoso pacto Molotov/Ribentrop, que facilitó a Hitler la invasión de Polonia, y luego, el inicio de las hostilidades abiertas en el “frente occidental”. Ese acuerdo hundió en la desesperación a muchas gentes, y para empezar, a muchísimos comunistas. Cuando Hitler invade Francia a finales de 1939, la necia dirección del Partido Comunista Francés –esa partida de orates serviles à la Duclos o à la Thorez—, lejos de aprestarse a la resistencia, llega incluso a apremiar a sus militantes en París para que “confraternicen” con los soldados alemanes (creo que es el uso más perverso que se ha hecho nunca de la divisa revolucionaria fraternal): era un conflicto entre “potencias imperialistas”, y la URSS y los comunistas debían quedar a salvo de eso, a cualquier precio. La actitud oficial de los comunistas estalinistas ante la expansión nazi sólo iba a cambiar –y drásticamente— tras la por ellos inesperada invasión hitleriana de la URSS en junio de 1941, cuando Hitler y Ribentrop les robaron, por así decirlo, la cartera a Stalin y a Molotov. (Dicho sea de paso, y salvando todas las distancias que hay que salvar, también aquí la izquierda actual debe aprender del pasado: una izquierda educada en la estulta obediencia incondicional a gobiernos supuestamente revolucionarios, útiles y valiosos desde luego por su papel geopolíticamente incómodo para el imperialismo, pero incareados –e incareables— democráticamente por sus propias poblaciones, es una izquierda inerme e incapaz de entender nada, una izquierda aduladora ridículamente menor de edad, condenada las más veces al tacticismo epilépticamente tornadizo, al servil consignismo huero, al fracaso sectario y a la eterna subalternidad moral y política. Aunque sea de vez en cuando, hay que saber decir, como hace unos meses el valiente Saramago: ¡“no, mi Comandante”!)

CAS.- Visto desde el extranjero, parece que la polémica sobre la República y la Guerra Civil está políticamente más viva que nunca hoy en España.

AD.- Así es.

CAS.- Parece haberse pasado ahora de una especie de amnesia pactada en la transición al despertar repentino de todas las viejas heridas y rencores. Y al consiguiente uso partidista de la historia ¿Cómo lo ves?

AD.- Pero también durante la transición consensuada por las elites restauracionistas se hizo un uso banderizo o interesado de la historia. La “narración” histórica de lo ocurrido en la República y la Guerra Civil que se impuso en los años de la transición, la “narración” que permitía –o facilitaba mucho— acceder a cátedras universitarias y a columnas de los grandes medios de comunicación “responsables” y “respetables”, porque resultaba más o menos congruente con los intereses de esas elites restauracionistas que fraguaron o se beneficiaron de la transición democrática en España, tenía un esquema explicativo muy similar al de la “narración” histórica que reinterpretó en clave amnésica el nazismo en la Alemania y en la Austria de la posguerra. Yo llamo a ese esquema el de los “excesos de la democracia”: lo que pasó entre las dos guerras mundiales se debería en gran parte a una especie de polarización política, que resultaba tanto más irracional, cuanto que solía presentarse desvinculada de sus raíces en la estructura social, y a unas Constituciones políticas demasiado democráticas y parlamentarizadas, que no habrían sido capaces de mitigar o embridar los extremismos. Esta narración de postguerra, dicho sea de paso, echa sus raíces en la visión de políticos liberales o liberal-conservadores procedentes de la “vieja política” monárquica europea de anteguerra. Ya el inteligente político liberal catalán Cambó advirtió, angustiado, en fecha tan temprana como 1929 [en su libro Las dictaduras], que “las Constituciones promulgadas después de la [I] guerra son profundamente democráticas, y en todas el principio de libertad se impone al principio de autoridad, y dan al parlamento tal fuerza y extensión de funciones, que todos los demás poderes le están constantemente subordinados”.

CAS.- Por eso las Constituciones europeas de la segunda postguerra redujeron considerablemente el poder de los parlamentos ...

AD.- Y reforzaron lo que Cambó llamaba el “principio de autoridad”. De un modo claro, desde luego en Alemania y Austria (Francia e Italia son casos que merecen estudio aparte), en donde las Constituciones de sus segundas Repúblicas blindaron constitucionalmente determinados derechos sociales de los trabajadores, al tiempo que –a diferencia de la Constitución de Weimar o de la de la I República austriaca— arrebataban a los parlamentos la determinación en exclusiva de lo que hubiera que entender por “fines sociales de la propiedad”. El caso de Austria es espectacular: dos partidos –el socialdemócrata y el socialcristiano— que se combatieron a muerte durante la I República en una guerra civil larvada que duró casi tres lustros , llegaron a gobernar juntos por décadas en la II República. Había un “consenso básico”, más o menos constitucionalmente blindado o amparado, que hacía que el grueso de las decisiones importantes (en políticas sociales estructurales, en política exterior, en regulación macroeconómica) quedaran fuera de la discusión parlamentaria. (Naturalmente, detrás de ese consenso básico había un capitalismo seriamente reformado, harto distinto del capitalismo europeo anterior a la guerra.) Congrua con esa nueva realidad histórica, se afirmó una reinterpretación del pasado en clave de los “excesos de la democracia”. Una clave más o menos tácitamente elitista: de ahí, por ejemplo, la facilidad con que se difundió, hasta imponerse como vulgata política generalizada (Rumsfeld la acaba de repetir, para dar una lanzada a Chávez, sin levantar otras protestas que las de un puñado de académicos; no, por cierto, las del embajador alemán en Washington), la leyenda de que Hitler llegó al poder democrático-electoralmente: un pueblo fanatizado, bajo una Constitución excesivamente parlamentaria en la que predominara el “principio de la libertad” en detrimento del “principio de la autoridad”, ¡podía acabar dando el poder a un Hitler!

CAS.- Decías que en la transición española se impuso también este esquema narrativo de los “excesos de la democracia”...

AD.- Por varios motivos. Primero, la II República española se dotó de una Constitución en la que, por seguir con el léxico de Cambó, dominaba aún más el principio de libertad que en la Constitución de Weimar. Por lo pronto, instituía un régimen parlamentario unicameral, liquidando la cámara oligárquica por excelencia, el senado. Además, su redactor, el gran jurista socialista Luis Jiménez de Asúa, consciente del sistemático obstruccionismo que los jueces de Weimar –heredados de la monarquía Guillermina— practicaban contra las decisiones del Reichstag, puso serios limites a la revisión judicial, con unas interesantes consideraciones preambulares sobre lo que debe ser la división de poderes en una República verdaderamente democrática (algo muy distinto a lo que pensaba Montesquieu, bajo una monarquía absolutista).

Luego está el hecho de que la Constitución monárquica española de 1978 se inspiró en muy buena medida en la Constitución alemana de 1949: igual que ésta última, blinda un conjunto de derechos sociales para los trabajadores (por ejemplo, el derecho de tener vacaciones pagadas), a cambio de arrebatar al legislador la capacidad –la libertad— para determinar lo que hayan de ser los fines sociales de la propiedad. Y en ambos casos se define la economía como una economía social de mercado, y al Estado, como un Estado social de derecho. Es decir, que el proceso constituyente español de 1978 se hizo bajo el supuesto –mucho más firme que el alemán o el austriaco de 1949, por la exitosa experiencia acumulada precisamente en esos países— de que era posible instituir un consenso social básico y construir sobre él una vida política más o menos tranquila y “aburrida” –un adjetivo muy repetido entonces por los neodemócratas antifranquistas y los novodemócratas franquistas de la transición—, en la confianza de que las grandes decisiones estructurales estaban tomadas pre- o extraparlamentariamente. En ese contexto, resultaba muy natural decir: pero qué asnos, pero qué irracionales, nuestros padres y nuestros abuelos, ¡con lo bien que habrían podido vivir con una democracia respetuosa del “principio de autoridad”, fundada en, e instituida sobre, el consenso social bienestarista! ¡Mejor no remover el pasado, no sea que vuelvan las malas pasiones y los enconos estériles!

CAS.- Y de repente se rompe el consenso social y se agrieta el Estado social europeo...

AD.- Sí, con el neoliberalismo se declara la “lucha de clases desde arriba”, como editorializó hace ya unos pocos años el New York Times. Los derechos sociales de los trabajadores, que parecían conquistas definitivas (o –en la leyenda del consenso— ni siquiera conquistas, sino cosas normal y tranquilamente acordadas por gentes razonables que no querían repetir las rabietas, las polarizaciones y las irracionalidades de sus padres y abuelos), se ven crecientemente amenazados e inopinadamente socavados. Las grandes empresas transnacionales amenazan con éxito, y con un recato cada vez menos evidente, a la capacidad de los gobiernos democráticos para determinar en exclusiva lo que haya que entender por bien público. Los mercados financieros –el “quinto poder”— vuelven a tomar el mando, como antes de la Gran Guerra: la llamada “globalización” es en cierta medida la venganza del rentista, ése a quien Keynes quiso –y en parte, logró— aplicar la “eutanasia”, a fin de que la humanidad –y el mismo capitalismo como cultura económico-social— lograra sobrevivir. Y las Constituciones de la postguerra, hasta hace poco consideradas modélicas por blindar determinados derechos sociales y contribuir a la cristalización de los consensos básicos, precisamente por eso mismo se pretenden revisar. O directamente: como en Italia, que gozó y en parte sigue gozando, a pesar de los ataques lacerantes sufridos en la era Berlusconi, de la más democrática y avanzada de esas Constituciones; o como en la misma Alemania, con las peligrosas reformas pseudorefederalizantes en que está empeñada la Canciller Merkel; o como en México, cuya seminal Constitución de 1917 ha sufrido amputaciones graves en los últimos lustros salinistas y postsalinistas. O indirectamente, a través del por ahora fracasado Tratado constitucional europeo.

CAS.- Y en España se acaba el “aburrimiento” democrático y aparece, con una derecha crispada y agresiva, recrecida ideológicamente y poco o nada dispuesta a consensos, una oleada de revisionismo histórico...

AD.- Como no lo fue la sosa y monolemática historiografía del “consenso” en los años de la transición, tampoco la oleada de revisionismo histórico neuropático que se ve ahora en España (jaleada hasta el paroxismo por los grupos editoriales y los grandes medios de comunicación de la derecha castizamente españolista y de la Iglesia católica) es muy original. Es en buena medida la adaptación española de un esquema narrativo que está en el aire, en el Zeitgeist de unas elites que están cambiando el antifascismo desleído del consenso crítico con los “excesos de la democracia” de entreguerras por un agresivo postantifascismo al que la democracia misma le parece un exceso, a tono con la ofensiva fundamentalista de mercado del neoliberalismo

CAS.- ¿Plagio?

AD.- No creo que se trate exactamente de plagio: gentes como Pío Mora o César Vidal son demasiado ignorantes y demasiado parroquianos como para que uno pueda suponerles asomados siquiera a la literatura académica o pseudoacadémica internacional. Se trata más bien, como dijo recientemente la historiadora norteamericana Susan Desan en su devastadora crítica de las veleidosas reinterpretaciones feministas en clave “postmoderna” de la Revolución francesa, de “coyunturas hermenéuticas” que favorecen la desapoderada propagación de leyendas a despecho de los hechos más contundentes y probados.

CAS.- ¿Y en qué consiste el esquema narrativo revisionista?

AD.- Es un esquema del tipo aplicado por un Nolte a la República de Weimar o por un Renzo Felice al fascismo italiano (o incluso, salvando las distancias, por un Furet a la Revolución francesa): se empieza por banalizar al fascismo, o a la derecha reaccionaria violentamente antidemocrática en general, para luego sostener que en realidad se trató de una reacción, acaso desproporcionada, pero necesaria o inevitable, a las enormidades vesánicas de los “revolucionarios totalitarios” (un totum revolutum, éste, en el que caben, por supuesto, la mártir espartaquista Rosa Luxemburgo y el veterano sindicalista socialista Largo Caballero, el llorado anarquista Durruti y el venerado estratega socialdemócrata Otto Bauer, Robespierre, el padre de la democracia revolucionaria contemporánea, y Don Manuel Azaña, el fabuloso orador republicano, feo, inteligente como ninguno, soberbio como el diablo, y encima, descreído. ¡Ah! Y sin olvidarse de Trotsky, ese que si llega a mandar, habría sido igual o peor que Stalin).

CAS.-  Hemos hablado esta tarde, aquí, en La memoria del puente, desde Radio Palermo, con Antoni Domènech sobre el 70 aniversario del golpe militar que el 18 de julio de 1936 desencadenó la Guerra Civil española. De ella hemos hablado, y a partir de ella, de tantas y tantas cosas del siglo XX y aun de nuestro incipiente siglo XXI, que ya eso sólo bastaría para acreditar el juicio suyo de que la II República y la Guerra Civil españolas son como un condensado de las tragedias y las esperanzas del sigo XX. Otro día tenemos que hablar, Toni, del final de los consensos sociales básicos hoy, de sus causas y de sus consecuencias políticas. Pero eso será otro día. Muchas gracias, y buenas tardes, noches para vos en España...

AD.- Fue un placer, como siempre, participar en tu programa, Carlos, aunque esta vez nos hayamos tenido que conformar con el teléfono. Hasta pronto.

Carlos Abel Suárez, periodista e historiador, es miembro del Consejo de Redacción de SP;  Antoni Domènech , catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Barcelona, es el Editor general de SP

 

 

 

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