España:
un momento para vencer o morir
Ángel
Escarpa Sanz.
UCR
22 de Diciembre de
2006
Si
no ardemos nosotros hoy en la llama de la revolución,
¿quién
iluminará mañana el camino?
Nazín Hikmet
A
Miguel Hernández y a todos aquellos utópicos soñadores antifascistas de hace
setenta años.
Mientras
tú asciendes a los vastos dominios de la luz, ellos, tus verdugos, los que
quisieron desterrarte de nuestro corazón y de nuestra memoria, descienden y se
hunden hacia las cenizas del olvido y las tinieblas de lo abominable. Porque los
que quisieron hacer una inmensa pira con vosotros, solo lograron aventar y
sembrar vuestra semilla por el mundo.
Los
que quisieron encadenarte y amordazarte, solo lograron que tu voz se alzase por
encima de la España de las cárceles y de los cuarteles, sobre las oscuridades
de las oficinas, y los conventos, sobre las medievales murallas que impedían
que sobre estas tierras, condenadas a la oración y a la penitencia, soplasen
los vientos de la renovación.
Porque
tú estás presente, no solo en los aceites luminosos y en los frutales campos
donde se cultivan el pan y la miel, si no que tu presencia se filtra como un haz
de luz que penetra a través de los bosques hasta tocar el alma del obrero, el
campesino y la mujer universitaria.
Miguel,
<<pastor de palabras>>, joven eterno, eres inextinguible. Venciste a
la muerte y regresas del martirio en tus poemas, vestido de miliciano, para
darnos una lección de amor y rebeldía.
Tu
poesía es como un agua paciente pero continua que orada la piedra hasta
derrotarla. Un bálsamo para el preso, un licor que, en los más remotos lugares
del planeta, alivia las heridas del humillado.
Las
dulces colinas y los pardos atardeceres hallaron en ti al pintor que tomó los
colores de la naturaleza para convertirlos en una fiesta.
Antes
de ti sólo existía la palabra, contigo, el verbo se hizo compromiso. Todo lo
que de mercenaria y de servidumbre tenía la poesía hasta entonces, tú lo
transformaste en materia al servicio del amor y de la revolución hasta
convertirlo en armonioso edificio, y ese rayo que es tu poesía traspasó a lo más
noble de nuestro pueblo un día, para transformar nuestras tierras en una
desmedida Numancia.
Miguel
de España, poeta de la salud y eterno rebelde, azote de tiranos y explotadores,
tu poesía no fue escrita para ser leída en los templos ni en los cenáculos
literarios, sino al pie del camarada caído en la lucha,
en los muros de las fábricas, por aquellos gañanes tocados de sombrero
de paja, camisa blanca, pantalón de pana remendado y la hoz al cinto.
En
el principio fuiste el poeta solar para convertirte más tarde en bandera del
proletariado, llama inextinguible que alumbra la memoria de este pueblo cuyas
alas ardieron un día en la hoguera de la revolución. Porque si bien es verdad
que tu poesía creció a la sombra de las banderas de la clase trabajadora, no
es menos cierto que, cuando tú celebraste tus esponsales con los hijos y las
hijas de este planeta, con la sal de la tierra, la causa de los oprimidos
contigo se ensanchó hasta hundirse y perderse en lo más hondo del corazón de
los explotados y los humillados del mundo. Pues allí donde se pronunció la
palabra España, una columna de hombres y mujeres se puso en marcha, abandonando
trabajo, esposa, hijos y cuanto pudiera atarles a la tierra, para defender hasta
morir si era preciso, las banderas de 1789. Y desde los Cárpatos de Bram Stoker,
desde el Magreb, China, Alemania, Austria, Polonia, Checoslovaquia y las duras
estepas de la Rusia de Lenin y Pushkin, peregrinos, vagabundos, soñadores,
padres de familia que hablaban la misma lengua de Giuseppe Verdi, campesinos de
las soleadas islas y los olivares de la Grecia de Kavafis, pescadores de los
mares por cuyos rumbos navegaron los hijos de Homero y leñadores de las
brumosas costas de Islandia, Finlandia y de la Noruega de Ibsen, aquí comieron
de nuestro pan, amaron, bebieron de nuestro vino, cantaron hermosas baladas y
murieron con el grito ¡NO PASARÁN! atravesado en la garganta. Poetas y
zapateros, mineros, veteranos de la Gran Guerra que combatisteis en el Somme y
en Verdún, estibadores de los grises y lejanos puertos de Nueva York y
aventureros que acudisteis a la llamada de la libertad, robustos y jóvenes
cuerpos de atletas que vinieron a participar en la Olimpiada Popular de 1936 y
que, atrapados en la encrucijada de
la revolución, se quedaron aquí para alimentar con sus raíces el humus de
estas tierras, construyendo con este pueblo una barricada que, traspasando el
corazón de la Península Ibérica, juraron al pie de la fosa del camarada
abatido, convertir España en la tumba del fascismo; hombres viviendo un tiempo
cruel, sectarios a veces, duros, pero solidarios y generosos hasta rozar la
ternura, compartiendo las horas más amargas que pueda vivir un pueblo y
persiguiendo un mismo sueño;
sindicalista
norteamericano que, mezclados con los aromas de las centenarias secuoyas
mecidas por el viento y el rumor de los viejos ríos de tú país que
cantara Walt Whitman, traías en tu
mochila el eco de viejos cantos tribales de pueblos exterminados por el hombre
blanco y que cruzaste clandestino las nieves del Pirineo con una guitarra al
hombro para unirte a los voluntarios de la libertad en este laberinto español,
en esta Babel de idiomas donde hombres y mujeres llegados de 54 países
distintos se fundieron con este pueblo en un mismo sueño;
tú,
mujer de Extremadura o de Galicia, que un día vestiste el riguroso luto que no
te abandonaría ni en la vida ni en la muerte para dar sepultura a los restos
del hijo que incendió la iglesia del pueblo y al que encontraste tendido al pie
del muro del cementerio del pueblo, con el rostro desfigurado por los disparos
de los falangistas, aquel día de verano que te quitó para siempre las ganas de
vivir;
tú,
alcalde socialista de aquel remoto pueblo andaluz, que te fue arrancada la vida
al grito de ¡Viva la República! y amaneciste tirado al pie del molino, bebiéndote
las estrellas de las aguas del arroyo;
maestro
de escuela rural canario, educado en la Institución Libre de Enseñanza de don
Francisco Giner de lo Ríos, cuyos únicos delitos: enseñar a leer
a los jornaleros en la Casa del Pueblo y colgar la bandera tricolor en el balcón
del Ayuntamiento aquel 14 de abril del 31, te llevaron al despeñadero de la
Sima de Jinámar o fuiste exterminado cual alimaña en los riscos de La Palma;
tú,
Blas Infante, ejecutado en el más largo y cálido verano andaluz en la
carretera de Carmona por los hijos de Don Pelayo, embarcados una vez más en
Gloriosa Cruzada por el Imperio hacia Dios y dispuestos a imponer aquí también
el pensamiento único nacido en las montañas de Goethe, allí de donde llegaban
los aviones de la Legión Cóndor que ensombrecían los azules y claros cielos
velazqueños para arrojar sus pesadas cargas mortales sobre los campanarios
donde construían sus nidos las apacibles cigüeñas, sobre los inocentes
escolares y los rebaños de ganado que pastaban en los prados entre el almizcle
y el bordoneo de laboriosas abejas, sobre los antiguos aleros de las casas donde
anidaba la golondrina y los sueños de los campesinos, donde la paciente y
laboriosa araña tejía el hilo de su laberinto, sobre los polvorientos caminos,
collados y oteros por donde un día se perdieran el Arcipreste, el Lazarillo y
los personajes de Quevedo;
heroico
soldado del Ejército Popular en Brihuega, que tomaste una y otra vez Teruel o
cruzaste el Ebro aquellos días de julio del treinta y ocho con Líster y Tagüeña
y que acabaste tus días en el campo de concentración de Barbastro o Albatera;
compañero
Coll, que armado tan solo de botellas con gasolina rechazaste una y otra vez a
los tanques de Varela que intentaban cruzar el río Manzanares por el Puente de
Toledo;
jornalero
hambreado que ahora escuchas emocionado en el frente del Sur al poeta campesino
que dice sus poemas a los combatientes de tu división encaramado sobre un camión
y que huiste de la represión de Yagüe en los lejanos campos de tabaco de
Extremadura, allí donde se incendian los crepúsculos y de donde partieron
aquellos seres sin más alma que la espada con la que conquistaron y saquearon
el Nuevo Mundo;
defensores
del cinturón de Madrid, quizás arrancados por esta guerra de las breñas
cubiertas por la niebla en los prolongados inviernos y que fusilasteis un día
en el Cerro Rojo a un dios ciego y mudo que jamás escuchó vuestras súplicas,
ni siquiera cuando morían vuestros seres más queridos de hambre y
enfermedades, allí donde no llegaban ni la ciencia ni los libros y donde los
dioses os negaban hasta la bendición de los anhelados lienzos de agua descolgándose
sobre aquellos campos malditos, o tal vez llegados aquí desde los ásperos
paisajes de las Batuecas y las cumbres desde donde un día se arrojara la
princesa Guayarmina en el pasado para no ser violada por los castellanos de Juan
Rejón, de Pedro de Vera y Alonso de Lugo, donde tristes seres arrastraban una
vida miserable rodeados de bestias de carga y de la nada más absoluta;
Vayo,
Rosario Sánchez, Hidalgo de Cisneros, Tina Modotti, Altolaguirre, Constanza de
la Mora, Rafael, Cernuda, General Lukacs, Regler, Largo Caballero, Prieto,
Barceló, Bergamín, Kisch, Uribe, Federica, Serrano Plaja, Tolstoi, Tristan
Tzara, Ehrenburg, Companys, Galán, García Oliver, Longo, David Seymour, Nelken,
Miaja, Renn, Togliatti, Zugazagoitia, Cruz Salido, Koltzov, Ascaso, María
Teresa León, Emiliano Barral, Nin, Tarazona, Orwell, Neruda Eugenio Manso, Ramón
Gaya, Casilda Méndez, Conchita Pérez Collado, Teresa Pamies, Mangada,
marineros del Jaime I, Batet, Escobar, generales y oficiales asesinados por los
rebeldes por no haberos sumado al “glorioso movimiento nacional”,
voluntarios del 5º Regimiento que desfiláis desmañadamente en el patio del
convento de Francos Rodríguez, milicianos utópicos del P.O.U.M. y de la C.N.T.
caídos en las calles de Barcelona las jornadas de mayo del 37, los que sonreís
triunfantes en las viejas fotos de Centellés aquellos días tórridos de julio
camino de Zaragoza para detener al fascismo; vosotros, los de la Quinta del Saco
y los de la Quinta del Biberón; los que os hacinabais inútilmente en
el puerto de Alicante esperando un barco que nunca llegaría, cuando
vuestra suerte ya estaba echada;
niños,
soldados, ancianas madres de España, traicionados todos por Casado, por Besteíro
y por todo el “mundo democrático”, que
os dio la espalda en la hora de España; los que calzados con zapatillas y
envueltos en pobres mantas tomasteis en el más duro invierno la nevada ruta
pirenaica del calvario y perseguidos por el acero de la aviación franquista
“gozasteis” de la hospitalidad francesa en los campos de concentración de
Djelfa, Argelés-sur-Mer, Barcarés y Prat de Molló, para más tarde darlo todo
por la libertad con Cristino García, Emilio Álvarez Canosa “Pinocho” y con
Celestino Alfonso en la resistencia y en el maquis francés; los que
construisteis el tendido del Transahariano, os enrolasteis en la Legión
Francesa, combatisteis con Rol Tanguy, con Raymond Dronne y con el general
Leclerc en la <<Nueve>> y tomasteis París con Granell después de
desembarcar en Normandía;
legión
anónima que sembrasteis vuestra sangre y vuestro ejemplo de combatientes por la
libertad en los campos de Europa y de África y regresasteis un día a España
con la guerrilla, en lo más duro de la Dictadura, para hostigar a la Guardia
Civil y al ejército franquista, con un <<naranjero>> al hombro,
una bandera republicana en el macuto y el sueño de restaurar la
democracia en la patria y caísteis con Seoane, Caraquemada, Grimau, Vías,
Sabaté, Agustín Zoroa, Girón o Manuela Sánchez en cualquier emboscada de las
fuerzas represivas en lo más profundo de un bosque de Galicia, de León, en
Gredos o en Cuenca; los que apurasteis hasta la última gota el cáliz del
sufrimiento con Marcos Ana y Juana Doña en los penales de Burgos, Ocaña, en la
Carcel de Ventas, en Porlier, en Santa Rita Fyffes, en San Pedro de Cerdeña, en
Gando, o fuisteis “cristianamente agarrotados” en cualquier cuartel
franquista, como lo fueron Juan García, El Corredera y Salvador
Puig Antich; las que al alba de aquel siniestro día de agosto de 1939, como si
de disparos precursores se tratase, oísteis pronunciar los nombres de..... , más
conocidas como las Trece Rosas, para ser conducidas al pie de los muros
del cementerio del Este, donde sus sangres fueron a unirse a las sangres de
otros mártires por la libertad; los que desde hace setenta años alimentáis
las raíces de cualquier árbol del barranco de Víznar y los que dormís un sueño
eterno bajo la laurisilva de las cumbres canarias y en los barrancos de
Fuencaliente, en esa larga nómina de mártires anónimos por la libertad.
Aquí
estáis todos de nuevo, convocados por los pinceles y las plumas de Delacroix,
de Goya, de Picasso, de O·Casey, de Víctor Hugo, de Máximo Gorki, de John
Reed, de de Jack London, de John Steimbeck y de Sender, desafiando al mundo una
vez más, repitiendo una y otra vez las antiguas palabras de rebeldía de
Espartaco, que viajaron en el tiempo como semillas y fecundaron las banderas de
los que en el pasado tomaron la Bastilla, las mismas banderas que incendiaron de
rebeldía las llanuras de Castilla y que se empaparon con la sangre de Juan
Bravo, Maldonado y Padilla en la plaza de Villalar en 1521, hermanándose hasta
hoy con la sangre y las banderas de Torrijos y de todos aquellos liberales
ejecutados en 1831, las de la fraternidad de Garibaldi y las que acompañaron
hasta la tumba a los comuneros de 1871 en París, la que conserva en su memoria
todos y cada uno de los nombres de los 300 indios Iacota asesinados en Wounded
Knee en 1890, la roja bandera que conducía a los obreros de San Petersburgo que
en 1917 tomaron el Palacio de Invierno, la de los espartaquistas de Rosa
Luxemburgo, la de Clara Campoamor y la de todas las sufragistas del mundo, la de
los mártires del Iº de Mayo en Chicago y la de las mujeres vilmente asesinadas
en Manchester, la que envuelve la memoria de Sacco y Vanzetti, las que
encabezaban la Gran Marcha del pueblo de Mao–Tse-Tung, las que, atravesando de
parte a parte la América de Simón Bolívar, crecieron al calor de las palabras
y los sueños de Prestes, de Jacobo Arbenz, de Alvarado, las de Arauco, y San
Martín, la de José Martí, las de Sandino y las que enarbolaban en tierras de
Méjico al paso de Villa los campesinos de Emiliano Zapata, las banderas de la
Unidad Popular que cubren con su ejemplo la figura imborrable de Salvador
Allende, la de Camilo Torres, la de los comunistas de Tito y la Rossa Bandiera a
la que cantaran los partisanos italianos de los años heroicos, la que el Ejército
Rojo llevó hasta el cubil de la Bestia en Berlín el 2 de mayo de 1945, la
misma que años más tarde arrojaría definitivamente a los imperialistas de las
tierras de Ho-Chi-Minh, de Corea del Norte y de la India de Gandhi, las de los
rebeldes que se alzaron en Sierra Maestra, la de los estudiantes del Mayo francés
de 1968, las banderas de Patricio Lumumba y las de Omar Torrijos, la de el
Che Guevara, la de Mandela y la que desafía en el siglo XXI a la
globalización en la Sierra de la Candona, en Bolivia, en Caracas y en Madrid,
las mismas con distintos colores que velan el sueño del regreso a sus tierras
de los refugiados sobre los campamentos saharauis y del pueblo palestino.
Pueblo
mío constituido un día en vasto Fuenteovejuna, sacrificado, mutilado, vejado y
violado por la soldadesca rifeña y por la arrolladora maquina de matar
vaticanofascista apoyada por Hítler y Mussolini, que convirtieron en inmenso
Guernica estas ciudades, llevando la desolación y la muerte por todas estas
tierras cantadas mil veces por Jorge Manrique, por Bécquer y por Juan Ramón, y
todo, como castigo por haberte alzado, como un ejército de espigas, sobre tu
ignorancia y sobre tus hambres milenarias, contra el invasor, contra la
explotación, la superstición y la miseria, por haber intentado robarle la
llama del conocimiento a los dioses; la España minerocereal de Unamuno, de
Baroja y de Valle Inclán, donde trabajaban, soñaban y morían los personajes
de Lope de Vega y de Calderón, estas tierras de poetas y guerrilleros donde el
paisaje se colma de colmenas, de araucarias, de dorados trigos, de centenos, de
palmerales y de maizales donde en los crepúsculos se perdían los gloriosos
cuerpos de los amantes para prolongar los apellidos y la raza, donde crecen los
mirtos, el cantueso, la hierbaluisa, el carmín el acanto, la hierbabuena y la
manzanilla, tierras donde verdean la cebada y las viñas, campiñas, vegas,
calderas, praderas y campas donde en los días de fiesta, después de la
cosecha, se reunían los labradores y zagalas para danzar al aire de las gaitas,
de la zanfoña y el chistu; manzanares de la verde Asturias que conserváis íntegra
la memoria de la sangre de los mártires de la Comuna de 1934; hayedos que buscáis
en las alturas la luz más pura; campos erizados de chumberas y de naranjales
que os asomáis al mar, de asnos con la tristeza pintada en los ojos y
eternamente cargados de leña o uncidos a la noria que riega estas tierras;
tierra de medievales fortalezas y murallas, de catedrales y de bravías reses,
de cabras y de ovejas que pacen moteando un paisaje ahora transitado por
columnas de hombres que se entrematan: unos defendiendo los sacrosantos
intereses de la “España eterna” y los otros por el progreso y por la
libertad, los mismos hombres y las mismas mujeres que desfilan por los libros de
“Clarín” y de Arturo Barea, aquí están
todos los personajes de Solana y de Romero de Torres; la España sembrada de
cuarteles y penales, de calzadas donde se deposita el tiempo soñando con el
regreso de Almanzor y de los Omeyas, de Washington Irving, de la Carmen de Bizet
y de la Carmela de la copla que cantan los soldados del general Rojo y de
Modesto que ahora combaten en estas tierras; llanuras de blancos y eternos
molinos de viento anclados en un paisaje gobernado por el azul luminoso y por un astro que ejerce su dictadura desde hace
millones de años sobre estas tierras que suspiran de nostalgia por la ausencia
del Hidalgo Caballero y de su señora Dulcinea del Toboso; tierras de utópicos
caballeros, de locos y de visionarios navegantes que llevaron un día la cruz,
la sumisión y la lengua de Cervantes hasta las tierras de Moztezuma, de
Atahualpa y de Tupac Amaru, abriéndose paso a sangre y fuego por tierras y por
mares lejanos; la España de cordeleros, de repartidores de hielo a domicilio,
de curtidores y capadores salmantinos, de barberos llegados de los más humildes
pueblos de Segovia, trabajadores de los tejares, carboneros, aguadores,
trabajadores del mimbre, el barro y el cáñamo, hojalateros, cajistas y
linotipistas, vinateros y retratistas al minuto de los parques públicos,
bordadoras, y planchadoras, lavanderas del río Manzanares que iluminaban el
paisaje, más allá del Campo del Moro, con los lienzos y las prendas que tendían
sobre la pradera, verduleras de los mercados de la Cebada, de Olavide, de
Maravillas y de San Miguel, trabajadores de las <<artes blancas>>,
albañiles que trabajaron en la construcción del <<Metro>> y en el
monumento de Pablo Iglesias del cementerio del Este, de la plaza de toros de las
Ventas, y que un día abandonaron la construcción de los Nuevos Ministerios
para hundirse hasta la cintura en las trincheras de la Casa de Campo, o protegen
de los bombardeos fascistas la fuente de la Cibeles con ladrillos; sastres,
vareadores callejeros de la lana de los colchones, afiladores que bajaron un día
a Madrid desde su Orense natal con su carretón, latoneros, paragüeros y lañadores
que recorrían las ciudades y los villorrios con sus pregones, vareadores de los
olivos del Sur, conductores de esos tranvías que, cogidos entre dos fuegos,
quedaron un día en tierra de nadie y, cosidos a balazos, permanecen abandonados
en mitad de la calle, como embarcaciones varadas en una playa cualquiera;
vendedores ambulantes que ayer mismo llenaban los humildes arrabales y las
lujosas mansiones con sus pregones y con el aroma de los quesos y de la miel
recién llegados de las míseras tierras de la Alcarria, confundidos ahora con
los cascotes del Hospital Clínico, donde intercambian ráfagas de ametralladora
y luchan cuerpo a cuerpo con el enemigo que llegó de Valladolid hasta las
mismas puertas de la ciudad; buhoneros, labradores, pastores de ganado que vivieron las duras horas
de Casas Viejas en el 33 con Seisdedos convertido en un carbón por la
Guardia Civil, que cambiaron las abarcas y la hoz por un fusil en el frente de
Torija junto a los hombres de Mika Etchebehre que combatían a los soldados de
Mussolini; lacayos y mozos de hotel, trasquiladores, labradores de las cárdenas
piedras llegadas desde Sepúlveda; periodistas y viajantes de comercio
hermanados en la Masonería, carpinteros que lo mismo construían un trillo para
las labores del campo que un escabel, que un yugo para la yunta, o aquellos
portones grises lavados por las lluvias y los vientos y bajo los cuales cosían
las mujeres de los pueblos en las tardes de sol, entre recuerdos de bodas y
partos; vidas que un día naufragaron, barcas venidas de lejos y que un día
encallaron en el empedrado de estas ciudades; y el acero homicida despertando
una y otra vez la paz de los cementerios donde descansan aquellos otros que en
el pasado levantaron templos y escuelas, hijos a su vez de aquellos otros
hombres que en el pasado le pusieron nombre a cuanta cosa nos rodea: a animales
y plantas, a los lugares y a los frutos, que domaron bestias y aguas, que
escribieron libros, cincelaron hermosas esculturas y pintaron prodigiosos
lienzos con batallas y maravillosas mujeres, que llevaron la electricidad y la
luz a través de los campos y los abismos hasta los lugares más remotos, que
tendieron puentes y líneas de ferrocarril cruzando simas y caudalosos ríos,
que levantaron ciudades y cultivaron campos, que habitaron los yermos paisajes y
las ciudades con el enebro, el flamboyán y el jacarandá, con bosques tantas
veces incendiados por hambrientos campesinos, tantas veces testigos de cruentas
batallas entre moros y cristianos, campos sembrados por la metralla de ayer y de
hoy, piedras, pinos de Breogán y helechos habitados por la niebla y por los
personajes cantados y llorados por Castelao, por Rosalía y por Curro Enriquez,
por Rafael Dieste, por Xose Neira Vilas, paisajes de Eduardo Blanco Amor y
Cabanilles, de Otero Pedrayo y de Piñeiro, heridos ahora por el acero
fratricida de los generales africanistas, campanas de Bastabales y de Padrón,
enmudecidas ahora de dolor por los hijos encarcelados, por los torturados y por
los fusilados entre los viñedos, abandonados en las fragas de esta Galicia que
se desangra; apacibles pastizales y bucólicos paisajes violados sus silencios
por las mortíferas ráfagas de las ametralladoras Hotchkins y el ruido de los
tanques segando la paz de estas masías y estos yermos donde se baten las dos
Españas, al pie de los santuarios, de las milenarias ruinas y de las
silenciosas aguas de los ríos y de los lagos donde se escriben páginas de
terror y de heroísmo; de trabajadores de la fragua y de los bosques de pinos de
Balsaín; pescadores que hasta hace bien poco faenaban en los mares de Celanova
y frente a las costas del Sáhara Occidental y que ahora escriben una carta a
los seres queridos desde el frente de Gandesa; traperos de los barrios de Dos
amigos, de Usera y de Jauja, que recorríais las calles de la ciudad con vuestro
carro tirado por una triste mula recogiendo los desechos de los barrios, que oísteis
un día electrizados las palabras Azaña en el mitin de Comillas y que ahora matáis
los piojos que os comen vivos en el frente de Lérida, entre las nieves de 1937
y noticias de la ofensiva en Guadalajara que pone en desbandada a los italianos;
mozo de reemplazo que un día llegaste a la ciudad desde las montañas de
Santander para servir al Rey, que caíste herido en Ayerbe después de proclamar
la República en Jaca con Galán y con García Hernández y que un fotógrafo te
inmortalizó para siempre un día repartiendo armas entre los milicianos desde
un balcón del Cuartel de la Montaña, frente a una explanada sembrada de cadáveres,
y que, antes de morir en el 38 con un casco de metralla alojado en el cerebro en
el hospital de sangre improvisado en el Hotel Palace, te enamoraste de una
enfermera norteamericana hasta perder el conocimiento; ropavejeros del Rastro,
mendigos de las Salesas, limpiabotas de la Puerta del Sol y de la calle de las
Sierpes, trabajadores de los rejales de ladrillos de los despoblados de Vallecas
y del barrio de San Pascual, de las fábricas de azulejos de Manises, de
Talavera y de Andalucía; hombres bregados en los duros campos de África que
salvaron la piel a duras penas en el veintiuno cuando lo de Anual, bebiéndose
en la huida su propio orín y comiéndose la carne de los mulos, y maldiciendo
ahora una vez más porque no llegan los refuerzos para detener a los falangista
en el Alto del León; trabajadores del azogue, herreros de Palencia,
picapedreros de las carreteras de Zamora, aguadores de los secanos de Almería,
mozos y cocineros de los grandes hoteles de Málaga desescombrado ciudades
bombardeadas y extrayendo cadáveres de niños de entre las ruinas de colegios
destruidos mientras Pío XI condena el comunismo y Franco se fortalece gracias
al Pacto de no Intervención, a pesar del fusilamiento de dieciséis sacerdotes
en la “zona nacional”; trashumantes escardadores de la lana de la
Extremadura profunda y segadores de las extensas llanadas de Castilla que dormían
al raso al pie de la Puerta de Toledo camino de los espigados campos de labor,
torreros de los faros de la Estaca de Bares, de Maspalomas, de la Orchilla y del
Cabo Ortegal que descifraban el lenguaje codificado de los vientos, de la luz y
de las nubes, solitarios marinos que habitaban aquellas naves de rojos ladrillos
siempre a punto de hacerse a un mar de nubes y de espuma; faroleros que
cambiaron por un fusil el mechero con el que encendían las farolas de gas de
los barrio burgueses; carteristas y mozos de cuerda de Atocha, de Principe Pío,
de Delicias y de todas las estaciones de ferrocarril de España, con la colilla
colgándoles de la comisura de los labios; lampistas, fogoneros y conductores de
las locomotoras que perforaban la calma de las noches con su silbido y barriendo
a su paso las sombras de la noche que dejaban atrás, trasladando a los heridos
de los frentes a los hospitales de Madrid, de Barcelona, de Benicasin; trenes
cargados de dolor hasta los mismos estribos y trasladando hombres somnolientos
hacia los campos de batalla de donde tantos no regresarían jamás, y que a su
paso por las estaciones van dejando tras de sí un rastro de canciones y de
promesas de victoria, de consignas políticas y de besos a jóvenes mujeres con
sencillos mandiles que les obsequian con frutales sonrisas y flores, y quizás,
Lillian Hellman o Dorothy Parker, desde un apartado rincón de este microcosmos
de fusilería y humanidad, tomando notas en un bloc para un artículo para The
New Yorker o para un futuro libro que con el correr de los años será expuesto
en los lujosos escaparates de las librerías de Manhattan; hombres y mujeres
cargados con colchones y con enseres, buscando el abrigo de un nuevo techo después
de que su casa cayera tras el último bombardeo; niños de mirada dulce huyendo
tras la alarma de ¡aviación! y buscando el consabido AL REFUGIOà;
policías; miembros de la <<quinta columna>> acechando desde la
oscuridad de los portales del Barrio de Salamanca; <<la España un día
devota de Frascuelo y de María>>, la misma España donde George Borrow
vendía sus biblias a lomos de un borrico.
Paloma
roja de España que un día te atreviste a remontar el vuelo por encima del
territorio de los halcones de Roma y de Berlín y cuyas alas fueron clavadas
sobre las laureadas y las cruces gamadas de los vencedores; mozos de cuadra,
payeses de las blancas aldeas mallorquinas abatidos a balazos por el conde Rossi
y sus camisas negras sobre el polvo de los floridos campos, allí
por donde deambulan aún los espíritus de Georges Bernanos, del señor de Bearn,
de Chopín, de George Sand y el de todos los que un día os amaron y os
codiciaron; descendientes de aquellos portadores de sillas que en tiempos
transportaban por estos mismos paisajes sobre los que ahora morís defendiendo
una idea, a crueles y gotosos reyes y a viciosos cortesanos que construían
fabulosos monasterios, palacios y alcázares, que protegían a artistas y a
prostitutas pero que jamás descendieron hasta el barro para enseñaros a leer
al “divino” Virgilio, ni al Dante, ni a Petrarca ni al mismísimo Bakunin;
raza que durante siglos solo vivió para cuidar cerdos ajenos y roturar las
ricas y duras llanuras que los señores de la guerra “ganaran” combatiendo a
los sarracenos en lejanas y santas Cruzadas; hombres míseros y anónimos hasta
ayer, simples sombras que se mueven por impulsos en este teatro del mundo
defendiendo las claridades de estos cielos ahora, ángeles rebeldes precipitados
por las simas de un sueño que creían al alcance de la mano, seres telúricos
apenas armados de su cólera de siglos de explotación y nada más, que solo
esperan tendidos en tierra a que los fachas maten o hieran al camarada de
al lado para tomar el fusil que mandó el presidente Cárdenas desde Méjico
para defender la República, pues
hoy, hartos de esperar al Mesías, o matan “al de enfrente” y regresan al
pueblo para hacer la reforma agraria, o mueren sobre esos cuatro palmos de
tierra que ahora defienden; gente bravía, manos agrietadas y deformadas de
echar una y otra vez la red al mar y de manejar el bieldo y la azada, rostros
castigados y curtidos por los cierzos y décadas de sol y tallados por la misma
lluvia y el mismo viento que labró estas ciclópeas y milenarias piedras y
estos tolmos que ahora les sirven de parapetos en Guadarrama o en Sierra Caballs,
oídos hechos al silbido de la tralla que castiga los costillares
de la mula y al crujir de los terrones que se deshacen a su paso bajo las rústicas
abarcas; partículas atrapadas en la probeta de un genio perverso, la
España libertaria de hombres y mujeres por cuyas venas discurre la sangre de
aquellos que resistieron a Cartago y a Roma, hombres sin amo y sin dios, gentes
sin mayores esperanzas hasta ayer que, un día no lejano se abriera la tierra y
tenderse definitivamente hasta matar un cansancio
milenario; Sanchos que sabiendo mal leer, a pesar, de arrastrar fama de
quemaconventos, arriesgaron sus propias vidas por salvar los viejos lienzos de
Velázquez, los santos de Zurbarán y las vírgenes de Murillo que habitaban
bajo las bóvedas de El Prado, las obras de aquellos que jamás se acordaron de
ellos si no fue para rellenar con gañanes, como dóciles siervos o simples
borrachos, los bucólicos paisajes de los tapices que después adornarían,
junto a las cabezas de jabalís y los trofeos de guerra, las paredes de los
odiados palacios y las suntuosas mansiones donde, ni ellos ni sus hijos, jamás
tomarían el té con la nobleza venida de Europa para acudir a las recepciones
de Palacio; gleba a la que únicamente una República de trabajadores y de
poetas tendería una mano para salvarse juntos o hundirse en el empeño; hombres
y mujeres defendiendo un paisaje a veces dulce a veces cruel pero siempre ajeno;
tristes seres que no conocieron quizás otras flores que aquellas que sus
deudos depositaron en sus sepulturas ni otras literaturas que el salmodio del
cura de la aldea el día de sus exequias; pueblos de España que apenas
levantaron la vista del surco si no fue para otra cosa que maldecir a un cielo
que les negaba el agua a aquellos secanos donde ellos trabajaban como simples
aparceros generación tras generación; labrantíos, pinares, yermos, olmedos,
llanadas, tierras ingratas donde se oxida la memoria de España en la cal de sus
camposantos y en las blancas aldeas; alcores donde el viajero cree reconocer
recortada en el paisaje la figura infatigable de Teresa de Ávila, de San Juan
de la Cruz, de Gonzalo de Berceo; viñedos, corredoiras, sendas, calzadas, rúas,
bulevares y ramblas con las huellas de Cajal, Arturo Soria, la Semana Trágica y
La Pasionaria, por donde un
día se perdieron camino de la nada las figuras del Papa Luna, de Gerald Brenan,
de Castelao y del Presidente Aguirre, de Claude Aveline, de Anna Seghers, de
Ferrer Guardia, de Castelar y de Cristóbal Colón, de Garcilaso y de Fernando
VII y sus cadenas, de los Borgia, de Averroes y del cura Santa Cruz, la tierra
de los Católicos Reyes, que transformaron una España plural diversa y
multicultural en un espléndido auto de fe, desde las montañas de Covadonga,
hasta las islas de los Menceis y los Guanarteme donde vieran por primera vez la
luz los ojos de Benito Pérez Galdós, desde los albos pueblos de las Islas
Baleares y los arrozales de la albufera valenciana, pasando por los pueblos
donde las gentes hablaban el idioma de Camoens, hasta los confines del mundo
entonces conocido; la España de Bartolomé de las Casas, de Rosalía y de
Vicente Pastor, del Cardenal Cisneros y de Daoiz y Velarde, del General Prim, de
Pizarro, de Legazpi, de Lope de Aguirre, de Cortés y de todos los tiranos que
navegaron por el mundo llevando como estandarte la Inquisición, el arcabuz y la
codicia, desde Roncesvalles hasta las luminosas cumbres de la Isla de El Hierro;
la España de Isaac Peral; la España de Zumalacárregui y de El Greco,
la de todos los Austrias y Borbones que se pudren bajo las piedras de tanta
catedral y tanto monasterio que construyeron para ahogar en rezos los
sufrimientos de tanto pueblo; la España de Juan March, Salvador Dalí y de los
Urquijo, embalsamados los tres con billetes de banco; la España de
El Pernales, de la Celestina, de Don Juan Tenorio, la de Buñuel y
de Manuel de Falla, la de Primo de Rivera en Villa Rosa, con putas y manzanilla
hasta el amanecer y Unamuno desterrado en Fuerteventura; la Córdoba de Abderramán,
donde refugiado en la penumbra de las frescas estancias estudiaba Maimónides la
Torah; la España del sable y la España de la idea; la España oscura,
la España guerrera, la España de los templos donde se cultivaba la cera y el
... arrepentios de vuestros pecados; la de los oscuros sótanos donde se
archivan los nombres y los apellidos, las medidas de los castigos y el precio de
un campo de encinas donde engordan los puercos, donde se agusana la historia; la
España de las Cortes del Cádiz de 1812 y la de los ateneístas del IXX; la del
verdugo y el reo mirándose frente a frente al pie del cadalso, con un sol
justiciero clavado en el azul derramándose sobre el mismísimo polvo de
aquellas plazas públicas de provincias donde los esforzados hombres y mujeres
de las Misiones Pedagógicas, de las Guerrillas del Teatro y de La Barraca
de Federico García Lorca llevaban por primera vez el cinematógrafo y el libro,
los dramas de Calderón y las obras festivas de Cervantes; las mismas calles
sobre las que ahora llueve el acero que zagales de corta edad se apresuran a
recoger aún caliente, después de herir las blasonadas fachadas y segar la
joven vida de esa adolescente que quedó tendida sobre la calle, la misma
metralla que deja sin dueño ese libro que yace al pie de ese hombre de mediana
edad y sin cabeza que también pasaba por allí, al pie del cine que anuncia en
las carteleras diseñadas por Jusep Renau la película soviética Tchapaief:
El Guerrillero Rojo y mientras ambos leían un cartel de Bardasano que grita
a los cuatro vientos un potente ¡FUERA EL INVASOR!; balcones de hierro forjado
donde hasta ayer se secaban al sol las prendas íntimas femeninas y sangraban
los geranios, y que ahora cuelgan peligrosamente sobre el vació tras el último
bombardeo; el mismo paisaje al pie del cual los jóvenes de las J.S.U., de la
C.N.T. y del P.S.O.E. pregonan el Mundo Obrero, Solidaridad Obrera y El
Socialista, los mismos viejos edificios con vigamen de madera que ahora
amanecen reventados por las “pavas” y exhibiendo la intimidad de sus alcobas
y de sus pobres enseres, los jirones de vidas que un día fueron y bajo los que
amaban y morían en el pasado tantas Fortunatas y tantas Jacintas, tanto ser
llegado a la CAPITAL DE LA GLORIA venido para defender Madrid los campos de
girasoles de Albacete y de Ciudad Libre, (antes llamada Ciudad Real) esa mujer
que ahora amamanta a su cachorro sentada sobre los andenes del
<<Metro>> ante la cámara de Robert Capa o Gerda Taro, rodeada de
otros seres indefensos que como ella huyeron del avance nacionalista que ya
avanza por Toledo, para quizás morir con su crío en la estación de Lista, que
reventó a causa de los bombardeos franquistas llevándose por delante cientos
de vidas de refugiados no combatientes, lejos de los cayados de su Caleta natal
o del río en el que una noche de luna llena perdió la virginidad, lejos quizás
de los caminos y de las aldeas tantas veces cantados por León Felipe; columnas
interminable de pacientes mujeres que hacen cola ante la Gota de Leche, mirando
al cielo intermitentemente por si llegan los aviones de la Luftwaffe, para
conseguir una ración del preciado alimento para el bebé que tiene al padre
combatiendo con la 149 Brigada en Sierra Pandols desde que los soldados de Negrín
cruzaron el Ebro; pueblos enteros evacuados y donde raramente se oye a un perro
macilento ladrar al paso de “las tropas de liberación”, que van dejando
tras de sí la rúbrica de la represión y de la venganza, arrancando a su paso
banderas tricolores, retratos del presidente Azaña y placas del Ministerio de
Instrucción Pública de los colegios, y reemplazándolas por
las borbónicas de toda la vida y perfiles de José Antonio y del
Caudillo, destrozando placas de calles donde se leía: PLAZA DE LA REPÚBLICA,
PLAZA DE LA LIBERTAD, o borrando los torpes trazos con brocha con que alguien
había mal escrito: AVAJO EL CLERO, VIVA EL FRENTE POPULAR, o los nombres de los
héroes populares, y pintando en su lugar los nombres de los generales
fascistas, de santos y del rey en su día expulsado de la Patria por traidor y
por indeseable; relaciones interminables en las fachadas de las iglesias con los
nombres de los que hicieron armas contra la República y el CAIDOS POR DIOS POR
ESPAÑA, ¡PRESENTES!, el rostro de un general que trae con él los
fusilamientos en masa y el fin de las libertades, los cardenales saludando con
el brazo en alto y los rostros adustos de las mujeres de la Legión de María
cubiertos por los rigorosos velos desfilando al ritmo marcial de los tambores y
de las cornetas del “Glorioso Ejército de Liberación”, el Cara al Sol y
las cartillas de racionamiento; la España Grande y Libre que predicaba José
Antonio, que va dejando tras de sí un rastro de yugos y flechas, para aviso de
caminantes de que ya están en zona “nacional” y, por lo tanto, “libre”;
de muros acribillados tras los fusilamientos de los hombres y las mujeres que
combatieron durante treinta meses por la igualdad y la fraternidad del genero
humano; una España crucificada por cientos de trincheras donde poetas en
alpargatas se clavan en las trincheras confundiéndose con Lina Odena y otras
milicianas y con su mismo pueblo; carros que el último verano aún trasegaban
las mieses desde las eras hasta el molino y los graneros, entre los chirridos de
los ejes y de las ruedas sobre las polvorientas calzadas, que herían un paisaje
de amapolas y de zarzas, de sábanas tendidas al sol sobre los juncos y las
cigarras desgranando su canción, y que ahora transportan las pocas pertenencias
de los evacuados de las tierras, de Villaviciosa de Odón, de Majadahonda, de
Morata de Tajuña, de Peguerinos, Brunete, Robledo de Chavela, Pozuelo de Alarcón,
Aravaca, de Cadalso de los Vidrios, Moralzarzal, de Hoyo de Pinares... gentes
buscando el abrigo de las grandes ciudades, dejando tras de sí campos de labor
convertidos en campos de batalla donde se combate a muerte, entre nubes de humo
y el entrechocar de las armas, entre maldiciones de combatientes heridos
que, de no ser por esta cruel guerra, a esta misma hora, estarían echándole
pienso al ganado, o sumergidos en las tinieblas de la fresca alacena en busca de
un pedazo de tocino con el que matar el hambre, o quizás agrupados en corro en
la plaza del pueblo, en torno al capataz que escoge en esos mismos momentos a
los gañanes que van echar una peonada en las tierras del Conde de Romanones por
un sueldo de hambre con el que poder comprar unas cebollas, o cortando uvas del
emparrado de la casa en tanto una mujer joven, al pie de la ventana por la que
entran los últimos rayos de sol, echa soletas a los calcetines, con el pliegue
de una sonrisa dibujada en la comisura de los labios, pensando cómo le dirá a
su hombre que ya está de dos faltas y que para la siembra le hará padre;
pastores de ganado, encuadernadores, trabajadores de las imprentas de Minuesa y
de Rivadeneira, allí donde ellos mismos imprimieron la Constitución de 1931
que ahora defienden con uñas y dientes; grabadores de la Fábrica Nacional de
Moneda y Timbre de la Plaza de Colón, allí donde se fabricaban aquellos
billetes tan bellos y aquellas monedas tan relucientes de 25 céntimos con un
agujero en el centro; hombres que descendían hasta los vientres de las ciudades
para sanear las venas de estas y cuyos nombres no figuran en ningún libro de
historia; heroicos y desoladores paisajes de ciudades reducidas a escombros,
donde el rumor de ¡A las Barricadas! y La Internacional no se termina de
apagar, y que aún hoy exhiben ante el viajero que se adentra por esos campos
los muñones de la torre de la iglesia donde anidaba la cigüeña, el abrevadero
donde las bestias acudían después de pastar en los cercanos y escasos pastos,
el lavadero público donde las mujeres acudían a lavar la ropa y donde hoy
busca su fresco refugio la culebra vigilada por el águila que sobrevuela en círculos
estas soledades; paisajes cotidianos que aquella guerra se llevo para siempre y
donde Malrraux, karmen, Max Aub, Hemingway, Joris Ivens, Brecht, Arthur London y
Alvah Bessie situaron sus películas y sus libros; la España que un día quiso
hacer una hoguera con el misal de la abuela y el confesionario donde medio mundo
se humillaba ante los mismos que quisieron quemar a Galileo; la España que a lo
largo de su historia perdió todas las guerras; estas costas donde atracaron
naves de fenicios, griegos, celtas, cartagineses, holandeses, musulmanes e hijos
de las tribus del pueblo de Israel, que dejaron aquí, bajo las tierras de
Iberia, sus huellas, su pensamiento y su cultura; la España abrazada por las
aguas de sus tres mares, que desde hace milenios reclaman y seducen sus costas
ahora cercadas por los barcos del enemigo; la España que en el pasado se sacudía
el polvo del calzado cuando cruzaba la línea de la frontera.
Madre
España que un día, poseída por un dolor sin límites y perdida la razón, te
echaste a los campos y a los caminos para velar con tu locura las piedras teñidas
con la sangre de tus hijos sacrificados.
Republícanos
españoles, soñadores, vagabundos incansables, irreductibles argonautas en
busca de una Itaca que podía estar en cualquier parte y que un día
desafiasteis a los “tiburones” de Wall Street, que fuisteis arrastrados por
los caminos de Europa en interminables caravanas junto al pueblo de Yahvé y a
tantos gitanos e internacionalistas a los que se les negaba la patria, para ser
inmolados en las aras de Buchenwald, Dachau y Mathausen a los dioses nazis y a
mayor gloria del III Reich...
Hombres
y mujeres por cuyas venas discurría la sabia de Miguel Servet, de Manuela
Malasaña, de Torquemada y de Riego, raza devenida en árboles, cuyas raíces se
hundieron un día en estas tierras para morir una vez más, solos y a merced de
su destino, dándole al mundo una lección de cómo sabe morir un pueblo cuando
defiende su dignidad.
Inmortales
para siempre en la memoria de los pueblos, ni los días ni los años rompieron
la cerrada formación en que marcháis hacia la victoria los que descendisteis
al fondo de la tierra, tal vez un día como estos en que es otoño y llueve.
Llueve también el tiempo sobre vuestra memoria y sobre las piedras de vuestras
sepulturas, a la que descendisteis quizás tras largos años extraviados en el
exilio americano. Tal vez no seáis si no un nombre más en ese bosque de
nombres que os rodea, quizás vuestro cuerpo le fue devuelto a la madre tierra
sin mas riqueza que una bandera comunista y la lectura emocionada de un poema de
Spender, de Vallejo o de Pedro Garfias, tal vez ni siquiera haya una placa ya
sobre el montículo que oculta lo que fuisteis, una simple inscripción que
diga, en vuestro propio idioma, vuestro nombre y que, en aquella hora,
estuvisteis en España con los compañeros, con Kléber, con Hans Beimler,
peleando con los milicianos en
Morata de Tajuña, en Aragón o en Cataluña.
Porque,
solo gracias a vosotros, los que un día ya lejano empuñasteis la ”hoz de la
rebeldía”, podemos aún decir por el mundo en voz alta que somos españoles,
“a muerte lo íbero”, que dijo
Gabriel.
Quizás
la gloria de los mármoles oficiales no os alcanzó nunca, pero
una estrella soviética ilumina desde entonces los caminos que un día os
llevaron por las tierras polvorientas, allí donde Don Quijote se enfrentaba una
vez más a los gigantes, (que loco no estaba) vestido de miliciano antifascista
y armado de un grito proletario: ¡TIERRA Y LIBERTAD!, combatiendo en el barrio
sevillano de Triana, en Lopera, en el Jarama, en Brunete, en Bujaraloz, en
Talavera, Belchite, Quinto, Oviedo, Lérida, Bilbao, en el Rió Manzanares,
Monte Aragón, Cerro Muriano, en Somosierra, en África, en Noruega...
Sobre
el asfalto tantas veces generosamente regado con vuestra sangre, al pie de los
muros de las ciudades que defendisteis de los bárbaros, aún flamean las amadas
banderas de vuestra juventud más luminosa: la que condujo a los confederados de
Durruti hasta las puertas del Madrid asediado por las balas en 1936, la que
nunca fue sometida en el cerco de Leningrado y Stalingrado, la que bordaba
Mariana Pineda, la de Galán, Azaña y Antonio Machado.
Aunque el otoño de la historia cubra
vuestras tumbas bajo el aparente
polvo del olvido, jamás renunciaremos ni al mas viejo de nuestros sueños.
¡ Salud, camaradas! ¡Viva la República!
Ángel Escarpa Sanz. Las
Palmas de Gran Canaria.