Iglesia y guerra civil
Víctor Moreno - Profesor y escritor
A estas alturas de la vida, resulta un
ejercicio de apestosa inutilidad dirimir si la Iglesia jerárquica y, por tanto,
como institución, se mantuvo neutral ante la guerra civil. La única verdad
histórica es que recibió la República como un cataclismo, y la guerra civil como
una bendición de Dios. Luchó de manera tan sutil como eficazmente contra la
primera y no dudó un instante en sumarse a la segunda desde el momento en que
Mola publicó su bando de exterminio y de terror.
El texto de la
"Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de
La Guerra de España" publicado en agosto de 1937 es la prueba escrita
concluyente de que la Iglesia se comportó de manera tan beligerante como el
belicista "Diario de Navarra". Curiosamente, sería este papel quien publicase
dicho documento, al que calificará de «página magnífica de la iglesia española»,
recalcando en ella valores como «firmeza, valentía, elevación y claridad».
("Diario de Navarra", 5-VIII-1937).
Que la Iglesia
institucional participara directamente en la masacre, bendiciéndola con agua
bendita, con ser grave hecho moral, no lo es tanto si se compara con la
fundamentación teórica que sirvió a los fascistas españoles para llevar adelante
su política de exterminio y de terror, tal y como pedía Mola en las páginas del
"Diario". Lo que la Iglesia jerárquica sostuvo es que matar en nombre de Dios
estaba más que justificado. Contra quienes luchaban los sublevados eran enemigos
de Dios, como lo fueron antaño los infieles moros.
La responsabilidad
de la Iglesia católica, apostólica y romana, no consistió en que algunos de sus
sotanosaurios llevarán pistolón en la faltriquera y el hisopo en la mano
derecha, formaran parte de las asesinas «rondas del alba», como las llamaba el
siniestro director del "Diario", Garcilaso. No. La verdadera y nunca reconocida
responsabilidad de la Iglesia fue elaborar el discurso apologético de la llamada
por los propios obispos Santa Cruzada Nacional.
Toda la furia
antiliberal, anti república, anti parlamento, que venía caracterizando
específicamente al pensamiento reaccionario español desde el siglo XVIII, está
contenida en la carta de los obispos. La Iglesia jerárquica española, entre los
que se encontraba el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, no tuvo empacho
alguno en justificar teológica, política y culturalmente, la imperiosa necesidad
de una guerra que terminaría, según su terminología, «con la implantación de los
soviets en España».
En ningún momento
de su exposición, los obispos declararán que los militares se rebelaron contra
un orden constitucional, elegido democráticamente mediante unas elecciones
libres. Su intención será justificar la guerra, darle carta de naturaleza
necesaria y obligatoria. Y así dirá: «La guerra es a veces el remedio heroico,
único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverles al reinado
de la paz. Por esto, la Iglesia aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice
los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares, y ha organizado
Cruzadas contra los enemigos de la fe». Y enemigos de la fe eran, ahora, los
republicanos, quienes constituyen «una de las partes beligerantes que iba a la
eliminación de la religión católica de España, que nosotros, Obispos católicos,
no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor
Jesucristo».
Y así, después de
enumerar exhaustivamente lo mal que lo hizo la República (entiéndase: para los
intereses económicos de la Iglesia), concluirá: «estos son los hechos. Cotéjense
con la doctrina de Santo Tomás sobre el derecho a la resistencias defensiva por
la fuerza y falle cada cual en justo juicio». El de los obispos es tan nítido
que elevarán la guerra a la categoría de «un plebiscito armado». Lo cual es el
colmo de la desfachatez en boca de unos purpurados. Ni en la Edad Media.
Con todo, la
intención clara de la obispada será dar aire y oxígeno a los facciosos contra el
orden constitucional legítimo. Y así, en un ejercicio de maniqueísmo y de
intolerancia conceptual habituales en su discurso, dirá: «Los sublevados
salieron en defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la
patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la
religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o
anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España con todos sus
factores, por la novísima civilización de los soviets».
Por si no quedase
claro, refiriéndose únicamente a los sublevados y utilizando una terminología
eufemística también muy eclesial, dirá: «El alzamiento cívico militar fue en su
origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda
sociedad civilizada: en su de- sarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada
con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso tutelar
aquellos principios». Y según los obispos era nacional «por su espíritu y por su
objetivo, por cuanto tiende a salvar y sostener para lo futuro las esencias de
un puesto organizado en un Estado que sepa continuar dignamente su historia».
Finalmente, los
obispos cantarán la palinodia siguiente: «La iglesia, a pesar de su espíritu de
paz y de no haber querido la guerra, no podía ser indiferente en la lucha; se lo
impedían su doctrina y su espíritu, el sentido de conservación y la experiencia
de Rusia. De una parte se suprimía a Dios, cuya obra ha de realizar la Iglesia
en el mundo».
Es decir, su
doctrina y su espíritu no le impidió justificar un golpe militar contra un
régimen político legal y legítimamente constituido. Y lo peor de todo: no le
impidió alzar su voz para pedir parar la guerra. Si esto es así, que lo es, más
le convendría guardar un oceánico silencio o pedir públicamente perdón por haber
dejado en la estacada a la otra mitad de españoles, tan creyentes o más que los
propios sublevados.
Publicado en
Gara 16 de Marzo de 2003