Salmerón o el injustificado ostracismo
Lisardo García Rodulfo
Ideal Granada 27 de Mayo de 2008
UN aniversario es, sin
duda, una buena excusa para mirar al pasado e imbuirnos de la
vida y obra del personaje evocado. Si además descubrimos que sus
escritos gozan de una asombrosa actualidad, habrá transcendido
al tiempo y es digno de ocupar su merecido lugar en la Historia.
Esto ocurre con mi paisano Nicolás Salmerón y Alonso, personaje
singular injustamente olvidado, cuando no menospreciado, del que
conmemoramos el centenario de su muerte en Pau, donde se
encontraba de vacaciones, el 20 de septiembre de 1908.
Salmerón nació en 1837 en Alhama de Almería, también conocida en
aquel tiempo como Alhama la seca; -curioso adjetivo, dado que
Alhama etimológicamente significa agua caliente o termal-. El
nombre del pueblo también cambió en el inicio de la II República
por el de Alhama de Salmerón.
Estudió bachillerato en Almería, en el Instituto que hoy lleva
su nombre y se trasladó a Granada donde cursó Filosofía y Letras
y Derecho. Hoy día nuestra Facultad de Derecho conmemora este
hecho con una placa que así lo recuerda. Fue en Granada donde
entabla amistad con Francisco Giner de los Ríos, con el que
colabora en la fundación de la Institución Libre de Enseñanza.
Con veinte años se traslada a Madrid y conoce el krausismo, de
manos de su maestro Julián Sanz del Río. Sin lugar a dudas la
concepción social que Krause define en su libro 'El ideal de la
Humanidad', cuyo subtítulo es 'Preferentemente para masones',
influyó vivamente en el joven Salmerón y en su ingreso en la
Logia del Gran Oriente de España. En 1882 se funda en Alhama la
logia n.º 206 que se llamará logia salmeroniana. Las
vinculaciones que en aquella época se produjeron entre la
masonería, el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza es
un tema aún por estudiar en nuestra reciente historia de España,
como acertadamente señala Pedro Álvarez Lázaro.
Estas evidentes relaciones las pone de manifiesto uno de sus
grandes detractores y alumno de Salmerón, Marcelino Menéndez
Pelayo, quien se niega a examinarse con el ya catedrático de
Metafísica de la Universidad Central de Madrid, desde 1869. Así
refiere en una de sus cartas: «Porque no conoces a Salmerón ni
sabes que el krausismo es una especie de masonería donde los
unos se protegen a los otros, y el que una vez entra, tarde o
nunca sale».
Los integrismos, más allá de su signo o tendencia, parecen
eternos. No hay nada nuevo bajo el sol.
El pensamiento salmeroniano se conforma desde un punto de vista
político-social en dos pilares fundamentales:
La libertad de pensamiento a través de una educación basada en
valores laicos y solidarios del ideal masónico francés que
auspició un siglo antes su revolución: libertad, igualdad y
fraternidad y, consecuentemente una sagaz crítica al sistema
educativo establecido. Su artículo publicado en 1869 en el
Boletín de la Universidad de Madrid, sienta categóricamente
estas premisas: «La servil educación teocrática que, limitando
nuestro espíritu nos ha privado por siglos de la fuerza de
concebir, hasta hacernos caer en el impío escepticismo de la
impotencia del racional discurso para hallar la verdad, ha
entronizado especialmente en la sociedad española el imperio de
una fe ciega, intolerante e inmóvil por consecuencia, trayendo
como en fúnebre cortejo las preocupaciones de secta, el miedo a
la libre indagación».
Un republicanismo democrático social. Salmerón pretendía una
reforma social desde el poder y no una revolución social que
asalte el poder. Esta reforma social ha de ser liberal y también
intervencionista sobre todo con la clase trabajadora (el cuarto
poder) que debe aspirar a un estatus de igualdad que afirme el
imperio de la justicia entre los hombres. Es por tanto un Estado
tutelar que ha de garantizar los derechos individuales y la
protección de los más débiles. El discurso pronunciado por
Nicolás Salmerón en octubre de 1871 ante el Parlamento en
defensa de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) es
clarificador a éste respecto.
Salmerón destaca en política por sus propuestas y por su
grandilocuente oratoria de verbo mayestático. Tras una primera
etapa como presidente del Congreso, el 8 de julio de 1873, es
nombrado presidente de la I República Española, con un programa
ciertamente paradójico en un republicano federalista como era
él: Su principal preocupación era reestablecer el orden y la
unidad de España a todo trance, así se lo encomienda a los
generales Pavía y Salcedo; éste último derrotó a los últimos
cantonalistas de Cartagena. Los Tribunales de Justicia
impusieron a algunos insurrectos penas de muerte que Salmerón,
fiel partidario de la abolición de la misma, no quiso firmar y
prefirió dimitir de su puesto.
Salmerón orador, político, pedagogo, jurista pero sobre todo, y
ésta faceta quizá sea la más desconocida, filósofo. No sólo ya
por ostentar la Cátedra de Metafísica, que luego heredará Ortega
y Gasset, sino porque la filosofía fue el amor de su vida, en
palabras suyas, su 'Dulcinea mental'. El discurso pronunciado en
el Círculo Literario de Almería en septiembre de 1902, es una
hermosa égloga de lo que fue su vida.
«Os voy a hablar de filosofía: eso es lo que profeso, eso es lo
que yo puedo ofrecer como fruto más preciado, y eso es, en suma,
aquello con lo cual, cuando me toque la hora de declinar mi
cuerpo a la madre tierra, yo podré pedir a las gentes un
recuerdo, si no eterno, porque no hay nada eterno en lo humano,
al menos respetuoso».
Hay que rescatar del olvido a este gran personaje condenado a un
injustificado ostracismo. Al decir de Ortega, lo que anhelamos
hoy día de Salmerón es: «Su sentido moral de la vida, su anhelo
de saber y de meditar».