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El principio unitario y las provincias vascas


Francisco Pi y Margall (Las Nacionalidades Madrid, 14-11-1876)

www.asturiasrepublicana.com 6 de Febrero 2005


Confieso que no estoy mucho por las grandes naciones, y estoy menos por las unitarias. Los vastos imperios de Oriente han sido regidos por déspotas. Asia no conoce aún la libertad de que gozan ha tiempo Europa y América. Sus pueblos están atrasadísimos. Necesitan para salir de su estado que otros pueblos los dominen.

(...) Hoy mismo están más respetados los fueros de la humanidad en las pequeñas que en las grandes naciones, en las naciones federales que en las unitarias.

 

Influencia del principio unitario.
Las provincias vascas

En cuatro siglos no pudo siquiera el principio unitario establecer para todos los pueblos de España un mismo régimen político. Al Norte, desde las orillas del Ebro al mar de Cantabria, se extienden por las dos vertientes de los Pirineos tres pequeñas provincias, que, junto con la de Navarra, a ellas contigua por Oriente, forman un grupo de rara y especial historia. Habitan allí los antiguos vascos, que, por causas hasta hoy desconocidas, han conservado su fisonomía y su lengua al través de tantas y tan diversas gentes como invadieron la Península. Cuál haya sido su origen, se ignora; quién los cree oriundos de otros pueblos, y quién autóctonos. La verdad es que su idioma es completamente distinto de los que se hallan en toda la cuenca del Mediterráneo , y sólo por su estructura, no por sus palabras, ofrece puntos de contacto con el que usan Laponia y Finlandia. Se ha inferido de aquí, no sin motivo, que constituyen una raza aparte, resto quizá de la que en un principio ocupó toda la tierra de España; y lo corroboran por cierto sus facciones, y aun la forma general de su cabeza, tan características, que no es posible confundirlos con ningún otro pueblo. Por eso en otro lugar de este libro no he vacilado en presentarlos, siguiendo la clasificación del darwinista Haeckel, como una de las cuatro razas del Horno Mediterraneus.

Esos vascos se han distinguido siempre por un grande amor a sus propias leyes, una ciega devoción a sus caudillos y un fiero espíritu de independencia. Fueron los últimos en doblar la cerviz a los romanos, los más rebeldes al imperio de los godos, de los primeros en sacudir el yugo de los árabes, si es que los árabes llegaron a uncírselo, duros e implacables aun con los cristianos, que venían a luchar con los musulmanes, sólo porque, extranjeros, se habían atrevido a pisar sin su beneplácito las fronteras de su patria. Como en la antigüedad se rigieran, también se ignora; está envuelta en sombras hasta la manera como se gobernaron durante los primeros siglos de la Reconquista. Lo que por de pronto se ve es que, a pesar de su identidad de raza y de lengua, se resistieron a toda idea de unidad política. Hemos visto a los vascos de los Pirineos Galibéricos constituyendo solo el reino de Navarra. Los de la cordillera cantábrica se dividieron temprano en alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos, sin que jamás los uniesen relaciones permanentes. Es objeto de acalorados debates si esas tres provincias fueron o no, después de la invasión árabe, verdaderos Estados, como Navarra y Asturias. Yo, para mí, tengo que no lo fue ni aun Vizcaya, a quien veo durante siglos gobernada por señores hereditarios; pero estoy en que gozaron de grande autonomía bajo el cetro de sus diversos monarcas.

Rigiéronse todas por sus usos y costumbres, no por las leyes generales de los reinos a que pertenecieron, y se fue cada una creando un sistema político, del cual derivaban, a no dudarlo, las instituciones que poco ha perdieron. Entraron definitivamente a formar parte de la corona de Castilla: Guipúzcoa, el año 1200; Alava, el 1332, y Vizcaya, el 1379; y antes como después de este hecho se mostraron tan celosas de sus fueros, que no reconocían por señor ni por rey al que no les jurase solemnemente hacerlos guardar y guardarlos. Vizcaya se hacía jurar los suyos primero por los condes y luego por los reyes hasta cuatro veces -bajo el árbol de Guernica, en la villa de Bilbao, en la ermita de Larrabezúa y en Santa Eufemia de Bermeo-, desnaturalizándose; es decir, apartándose de la obediencia a su jefe, si por acaso éste no se los juraba, o quebrantaba el juramento.

Después de incorporadas las tres provincias a Castilla, creerá, naturalmente, el lector, que perdieron su autonomía. Estoy por decir que sucedió lo contrario. En lo civil, aceptó Guipúzcoa desde luego las leyes del reino. Otro tanto hizo Alava, si se exceptúa la hermandad de Ayala, que conservó sus antiguas costumbres, entre ellas la de que el padre pudiera, sin causa, desheredar a los hijos. Vizcaya no admitió ya la ley común sino como derecho supletorio. En lo administrativo y en lo político, las instituciones de las tres, lejos de menoscabarse, adquirieron fuerza. Importó poco la creación de los tres corregidores. Como no fuese en la administración de justicia, los corregidores nada valían ante el poder de los diputados y las Juntas de provincia, ni aun ante el de los alcaldes. Los reyes, por otra parte, en recompensa de servicios prestados sobre todo para la defensa y guarda de las fronteras, colmaron de exenciones y privilegios a tan afortunados pueblos. Creció con esto la independencia vasca; y, ¡cosa singular! creció hasta en los tiempos en que desaparecían a mano airada los fueros de Cataluña, Aragón y Valencia.

En realidad, no empezaron las provincias del Norte a perder algo de su autonomía hasta el presente siglo. Quiso arrancársela ya Carlos IV, pero no lo hizo. Posteriormente, creyó el partido liberal que podría quitársela después de la guerra del año 33, en que se prometía vencerlas; pero no las venció por las armas, y se la hubo de confirmar en el Convenio de Vergara. Se la mermó por primera vez el año 1841, después de la sublevación de O'Donnell en la ciudadela de Pamplona. Aquietadas entonces por segunda vez las provincias; perdieron el pase foral, la administración de justicia y la libertad de comercio. Hubieron de consentir el establecimiento de aduanas en sus puertos y fronteras, el de Juzgados de primera instancia en sus cabezas de partido, el de jefes políticos y diputaciones de provincia en sus capitales. Consintió más aún Navarra, y esto meses antes del alzamiento de O'Donnell. Vino a Madrid motu propio, y en un verdadero pacto con el Gobierno, se obligó a contribuir por una cantidad alzada a los gastos generales, a sostener su culto y clero y a dar su contingente al ejército, si bien reservándose la facultad de presentarlo en hombres o en metálico. Recientemente, en el mismo año en que escribí este libro, después de otra guerra de sucesión larga y sangrienta, aunque no tanto como la pasada, se aniquiló los fueros de las cuatro provincias; se las obligó hasta al pago de los tributos, incluso el de sangre. ¿Se está seguro de que no reivindiquen su autonomía?

No hace seis años se administraban y se gobernaban aún por sí mismas. A excepción de Navarra, que, como he dicho, se regía por el pacto de 1841, celebraban todas periódicamente juntas generales en que, bajo una u otra forma, estaban representados sus pueblos y se trataban y resolvían los más arduos negocios. Elegían en esas juntas una diputación, y la residenciaban después que había cumplido su encargo. Por medio de estos dos poderes imponían y recaudaban tributos, levantaban empréstitos, pagaban los intereses de su deuda, la amortizaban y llenaban todas sus obligaciones. Tenían sus guardias forales, sus milicias. Cuidaban de sus intereses materiales y morales: los caminos y las demás obras públicas, los montes y los plantíos, el culto y el clero, la beneficencia y la enseñanza. Construían y mantenían sus cárceles. Todo sin intervención del Estado. Mediante la aprobación del Estado reformaban su propio fuero y hasta las leyes generales del reino. Testigos, las célebres ordenanzas de Motrico, corrección de nuestra ley municipal de 1870.

Algo de esto subsiste aún en aquellas provincias, y algo más en Navarra. En Navarra queda todavía una diputación provincial compuesta de siete vocales: tres, nombrados por las merindades menores, y cuatro por las de Pamplona y Estella. Esta diputación conserva aún las facultades de la antigua y las de su antiguo Consejo en cuanto a la administración de los productos de los propios, rentas, efectos vecinales, arbitrios y propiedades, así de los pueblos como de la provincia. Esta diputación ejerce todavía sobre los ayuntamientos la autoridad que daban a la pasada las viejas leyes. La preside hoy el gobernador, pero sin que pueda mermarle en nada estas aún grandes atribuciones (Ley de 16 de agosto de 1841).


¿Se está seguro, repito, de que éstas y otras provincias no vuelvan a levantar pendones por sus antiguos fueros? En mi opinión, duerme el fuego bajo la ceniza.

 

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