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 No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan  Carlos «El Rey»  

Las espinas de la Corona

Francisco Prendes Quirós

La Nueva España 12 de Febrero de 2006

Tal día como el de hoy, el 11 de febrero de 1873, don Amadeo I de Saboya renunciaba al trono de España, al que había accedido tras los avatares de la llamada «gloriosa revolución» de 1868, a instancia del general Prim, previa aceptación de su dinastía por las Cortes Constituyentes de la nación. Más que «gloriosa» fue aquélla, tímida revolución que destronando a Isabel II no «osó», en lugar de mendigar rey no Borbón por las cortes de Europa, instaurar el régimen que correspondía, la República.

Don Amadeo, hijo del unificador de Italia, valeroso y modesto, representó el único período democrático de la Monarquía española en el siglo XIX, y durante su corto reinado había pretendido, según su nota de despedida, «dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le dan derecho».

Durante dos años, el Saboya soportó en su cabeza, sin producir ningún bien para los españoles, las ensangrentadas espinas de una corona lastrada con rabioso enfrentamiento civil entre carlistas y pretendidos liberales. Vivo sigue el choque, aunque sin sangre, y bajo otros usos y nombres; y las no menos dolorosas espinas del confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, que aún hoy sigue ensordeciéndonos, de madrugada por las «ondas populares» y a mediodía por los «populares petitorios».

No pudo terminar el rey con la carlistada, ni siquiera «racionalizar» la política madrileña. Vista la esterilidad de sus esfuerzos, devolvió la corona al pueblo soberano del que la había recibido. Y las Cortes, reunidas en Asamblea Nacional, después de reconocer que el rey había sido «fiel, fidelísimo guardador de los respetos debidos a las cámaras; fiel, fidelísimo guardador de los juramentos prestados en el instante que aceptó, de las manos del pueblo, la corona de España», por doscientos ochenta y cinco votos proclamaron la República, que, según Blasco Ibáñez, nacía muerta, «pues no la habían hecho triunfar las energías del pueblo, sino la apurada situación de los (políticos) radicales, monárquicos hasta la médula, pero, tras la abdicación, sin un rey a quien colocar en el trono». Y siguió diciendo: «Todas cuantas formas de gobierno se den los españoles como producto de una casualidad parlamentaria o de una debilidad de las instituciones caerán como cayó la República de 1873». Parece como si ahora estuviéramos viviendo los prolegómenos de la anunciada caída. «Usted, estimado lector, o atenta lectora, puede no ser republicano, pero España tiene derecho a serlo», repito con Sánchez Guerra.

En Gijón, tierra rica en republicanos de firme convicción -como se demostró en las populares jornadas de julio de 1869, cuando se despidió, y recibió, multitudinariamente la embajada que iba, y volvía, de firmar el «pacto federal» en La Coruña-, la República se «estableció» en la Casa Municipal el día 13 de febrero.

En aquella fecha se constituyó nuevo Ayuntamiento con las personas de mayor significación republicana de la villa, designadas como concejales por el gobernador civil tras recibir en consultas a don Eladio Carreño.

La Corporación, después de elegir como alcalde al gijonés, nacido en Valladolid, don Alejandro Blanco Jove Huergo, de proveer las tenencias con don Eladio Carreño, don Francisco Pérez Carreño, don Francisco Díaz, don Segundo González Prada, y elegir como síndico a don Apolinar Menéndez Acebal, acordó, por desconfianza hacia los mandos del Ejército, para seguridad de la plaza e impedir cualquier «acción» del partido «reaccionario», armar y uniformar a trescientos «voluntarios de la República».

Y para hacer economías y apartarse ostensiblemente del manto de la Iglesia que desde siempre unía a ésta con la Monarquía, «dada la inminente "separación" de los dos poderes», acordó retirar la subvención a la parroquia, que en el presupuesto tenía reconocidas varias partidas: sueldo del sacristán mayor (presbítero), 550 pesetas, de las que ya estaban satisfechas 280,50; sermones de Cuaresma, Semana Santa y San Pedro, 525; del organista, 365; para funciones a las que asista la Corporación, previstas 725 pesetas, de las que ya estaban gastadas 77,62, correspondientes a la de la fiesta de las Candelas. En respuesta, el párroco titular, clérigo de rompe y rasga, lució todas las mañanas su boina carlista, roja con gran borla dorada; no consta que también hubiera ceñido el «sable» que, amenazador, adornaba su despacho.

Para dar «aviso» a los funcionarios «inseguros», por dos concejales se propuso la separación de don Cándido M. Palacio de su destino de oficial 2.º de la secretaría, «por los abusos que había cometido en las últimas elecciones municipales»; para contentar a las clases populares, se resolvió, de acuerdo con la ideología «federal», social y republicana, la sustitución de las «contribuciones indirectas» (la más odiada, el derecho de consumos), por otra, única y directa, de acuerdo con la riqueza o haber de cada individuo.

Para impulsar las obras portuarias, el Pleno declaró las del puerto comercial y de refugio que debería instalarse en El Musel, de «utilidad pública». Se opusieron al expediente, alegando que deberían declararse «no ser de utilidad pública», varios ciudadanos de nota. Se iniciaba «la guerra de los dos puertos».

En cuanto a los signos externos que habían de «perpetuar» el nuevo régimen, se acordó dar el nombre de la República a una plaza, levantando en ella un pedestal «sobre el que se colocará la estatua, en mármol y tamaño natural, del gran patricio el inmortal Jovellanos»; para atender estos gastos se abriría inmediatamente una suscripción voluntaria, y, en fin, se aprobó colocar una lápida en el salón de sesiones «que lleve la memorable fecha del 11 de febrero de 1873».

Como se ve, ayer como hoy, y es de suponer que mañana también, Jovellanos en Gijón es pendón de todos los colores y adorno del que se envanecen todas las situaciones.

Desgraciadamente, por la corta vida de la etapa republicana, no hubo tiempo ni dio lugar a la sustitución de las imposiciones indirectas por la directa, ni a abrir la plaza, ni a levantar el pedestal, ni a labrar la estatua. Sí se colocó, como excepción positiva, en el salón de sesiones, la lápida perpetuadora del 11 de febrero. Y cabría decir que no sólo por recuerdo, sino por prevención, dada la marcha que llevan hoy los tiempos y la deriva que toma la «res pública», debería limpiarse y tener a punto la tal lápida, por si ésta misma o una próxima Corporación acordara, para celebrar los «sucesos» que han de producirse, «reponerla» solemnemente en el salón donde antaño estuviera colocada...

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