Creo que sería oportuno hacer una
reflexión sobre el papel del ridículo en la historia. Ridículo: "que
provoca la risa, que induce a consideraciones irrisibles y
despreciativas porque carece de racionalidad, de buen sentido o de
juicio…; que expone a escarnio a quien lo lleva a cabo, lo mantiene o
lo pone en práctica, inducido a ello por absurdas convicciones o falto
de motivos racionales…; tonto, irracional, insensato, estúpido" (Gran
Diccionario de la lengua italiana, denominado "el Battaglia" XVl).
Todas estas consideraciones, e
incluso otras más, se me venían a la mente al ver, hace unos meses, uno
de aquellos hermosos documentales, abundantes en filmaciones de época,
que Nicola Caracciolo dedicó al siglo XX italiano: y precisamente aquel
ramillete de fotogramas , destinado a durar tan solo un puñado de
segundos, pero de extraordinaria elocuencia (hay que reconocerlo) en el
que Benito Mussolini, con Fez, uniforme y condecoraciones, anuncia desde
el balcón del Palacio de Venecia en Roma la conquista del Imperio: con
los ojos alucinados, los puños clavados sobre las caderas, la
inmarcesible mandíbula, que, levantada hacia el cielo, ondea, tres o
cuatro veces, hacia delante y hacia atrás para afirmar ante la multitud,
intensamente y persuasivamente, el pensamiento recién expresado. Dios
mío, pensé, ¿cómo pudo este obsceno bufón, este comiquillo de teatro de
variedades, ataviado con aquellos vulgares disfraces carnavalescos,
seducir durante años a la gran mayoría de una población con un pasado no
del todo inexperto y primitivo?¿Cómo ante un espectáculo tal, la
multitud que abarrotaba la histórica plaza, en vez de aclamarlo
enloquecidamente, no lo liquidó al instante con una colosal carcajada?
Lo mismo se podría decir de su
querido colega y amigo, el enloquecido alemán Adolf Hitler: cuya
peroración ante la nación alemana, desde lo alto de la tribuna nocturna
del estadio de Núremberg, ante miles de hombres alineados
disciplinadamente en el cuadrado "orden" nazi (la "diferencia alemana")
no puede no plantearnos hoy la misma pregunta: ¿cómo pudieron aquel
histérico talante, aquella paroxística verbosidad histriónica, aquella
exhibición facial- gestual de saltimbanqui, no suscitar la reacción que
el ridículo –en sus múltiples formas de bufonería, inverosimilitud,
insensatez- debería haber suscitado?. Pero sobre este punto concreto –el
ridículo y la historia alemana- volveré más adelante.
Ahora se hace inevitable –me doy
cuenta de ello- que el pensamiento del lector corra hasta nuestros
tiempos: implantes capilares, corbata estrecha, zapatos con auténticas
plataformas, chistes verdes, cuernos tras de la cabeza, de uno de los
primeros ministros más acreditados de Europa, obsesiones sexuales,
procacidades, forma de hablar ambigua y escasamente italiana, relación
obsesiva con los demás mediante la mentira, desprecio pregonado a gritos
de las reglas, manías persecutorias, ocurrencias con la viejecita
abrucense víctima del terremoto: "¡vaya, vaya a nuestras expensas a uno
de los albergues de la costa y llévese la crema solar!", exageraciones
e irrealidad fabulística de las promesas, incultura exhibida incluso en
el modo de gesticular y de vestirse, sonrisa estereotipada y bufonesca
–en resumen, todo lo que tenemos todos los días ante los ojos de la
mañana a la noche- componen los trazos de la figura más ridícula que
haya producido nuestra contemporaneidad, el "ridículo italiano" en su
versión más elevada y exagerada. Y sin embargo nadie se ríe de él: tanto
para bien como para mal, se le toma demasiado en serio
Si el cuadro de conjunto es éste,
surgen algunas preguntas y/o interrogantes. En primer lugar: existen
evidentemente tipos diversos de ridículo en la historia: desde el
grotesco imperial – rimbombante, de tipo fascista, a aquel otro fúnebre,
mejor dicho, tendente a lo macabro, del nazismo, o al comercial-
mediático de nuestros tiempos italianos, variante pequeño burguesa
emergente y ascendente de la categoría examinada. Pero todos tienen,
como veremos después, algo en común. Naturalmente, el ridículo no se
limita a la figura del Jefe, de quien sin embargo emana. ¡Piénsese en el
carnavalesco cortejo de jerarcas nazis: de Göring a Hesse! Piénsese en
su (innegablemente más chocarrero) homólogo italiano; ¡Starace,
Secretario del Partido Nacional Fascista! Piénsese ahora en la
actualidad: ¡Gelmini, Ministro de Instrucción Pública! ¡La Russa,
Ministro de Defensa! ¡Carfagna, Ministro para la Igualdad de
Oportunidades! ¡Brunetta, Ministro! El ridículo del Jefe, usado noche y
día como instrumento fundamental de creación del consenso, se extiende
como una mancha de aceite, se enlaza con el ridículo embrionariamente
presente ya en la profundidad de la sociedad circundante, contamina en
cualquier caso también a la oposición (os ahorro los ejemplos posibles,
para no hacer excesivamente largo el discurso, pero os aseguro que los
hay).
Pongámosle un límite histórico a
nuestra exposición: me parece absolutamente innegable que el tipo, ya
sea intelectual o político, que podríamos definir como demócrata o
liberal democrático, generalmente queda excluido de la categoría y de la
práctica del ridículo. No es ridículo Giovanni Giolitti. No son
ridículos Aldo Moro y Enrico Berlinguer: o bien lo son lo estrictamente
necesario como para asegurarse el favor de la gente (¿Es, en
consecuencia, el ridículo, connatural al ejercicio de la política?
Hermosa pregunta: será necesario que volvamos a ella). Si bien , debido
a un preponderante rechazo del exhibicionismo de actor, por su parte, y
de prácticas de camuflaje ellos son o parecen grises. Y efectivamente,
se les acusa de esta grisura suya como si fuese una culpa por parte de
aquellos que eligen, como práctica política y cultural, el
exhibicionismo y la escena: bástenos pensar en las desvergonzadas
injurias lanzadas contra hombres como Gioliti y Nitti por otro grande,
grandísimo, "mamarracho" ("digno de irrisión", ibid.) del siglo
veinte italiano, Gabriele d´Annunzio.
La pregunta principal de este
razonamiento por consiguiente, debería ser, si no me equivoco, ésta:
¿cómo es posible que aquello que razonablemente, y en condiciones
normales, hubiera provocado solamente la risa, en ciertos momentos de la
historia europea del siglo veinte (pero fundamentalmente, ¡ay de mí,
alemana e italiana), se ha convertido en un componente esencial del
éxito político de un individuo y de la catástrofe cultural que procede
de él ( y viceversa, desde luego: más exactamente, el proceso se mueve
al mismo tiempo en las dos direcciones). Hay quien ya ha tratado de
definir las dinámicas de ésta que, en el límite, es una verdadera y
flagrante perversión histórico social, una enfermedad de los pueblos: y,
si parva licet, nos atrevemos a convocarlo directamente ante nuestra
presencia. Thomás Mann tuvo presente, desde el principio, el carácter
ridículo y grotesco del experimento nazi: para él Hitler, el Gran
Dictador, es en realidad "un oscuro granuja", "un obseso infame", "un
bandido", el "astuto explotador de una crisis mundial", un "perro
rabioso encadenado" una "zarpa de histérico cerrada como puño", un
"infernal vagabundo" (anoto de pasada: nada semejante surgió nunca de la
pluma de un gran intelectual italiano de aquel tiempo, pero esto no
basta para marcar indeleblemente caracteres y vocaciones de las dos
culturas).
Sería conveniente añadir algo –por seguir en el
pasado— a propósito de lo que los grandes cómicos, desde Petrolini a
Chaplin han dicho respecto de la impura,
degradada comicidad de los miserables bufones que trataron de competir
con ellos, pero lo dejaremos para la próxima ocasión
Para explicar cómo haya podido
seducir a parte no pequeña de un pueblo de gran cultura como el alemán
este disparatado y paroxístico "mamarracho", Mann recurre a dos órdenes
de motivaciones, que pueden resultar útiles también para nosotros. Por
una parte, está la crisis de la democracia: su incapacidad para resolver
los problemas de aquella sociedad en aquella fase histórica concreta.
Es esta incapacidad la que abre paso,
al nivel de masas, a la pérdida de todo sentido del ridículo (es decir,
en otros términos: a toda razonable percepción de los valores).Por otra
parte, está lo que yo definiría como la degeneración de masas de la
misma opción y lógica democrática, el derrocamiento de las prácticas
normales de consenso, reguladas por la ley, por una especie de
explosión de instintos neo bárbaros que no tiene capacidad ninguna para
distinguir la luz de la razón (también en este caso, como se puede ver,
el proceso se mueve al mismo tiempo en las dos direcciones, de arriba
abajo y de abajo arriba).Escuchemos las palabras, lucidísimas, de Mann:
"La inmensa oleada de barbarie excéntrica y de vulgaridad primitiva,
plebeyamente democrática, producto de impresiones violentas,
desconcertantes, y a la vez estimulantes de los nervios, embriagadoras,
por la cual está subyugada la humanidad" (de Appel and die Vernunft
o sea, "Llamamiento a la razón", un título que resulta ya por sí sólo un
programa, teniendo en cuenta que el escrito apareció en octubre de 1930,
cuando los alemanes hubieran podido tenerlo en cuenta y no lo hicieron).
Así pues, si se nos permite parafrasearlo, se podría decir: el ridículo
como instrumento de seducción política es el señal infalible del
abandono de la tradición y del campo de los democráticos y de la
apertura de una nueva e inquietante línea de experiencias que, mediante
la dictadura o mediante la democracia autoritaria, tienden de un modo u
otro a dejarla atrás; la pérdida del sentido del ridículo a nivel de
masas es la prueba más clara de la degeneración de un pueblo en un
amasijo de individuos aislados, ebrios o sea, "predispuestos a ser
fascinados por un cualquiera" –en sustancia, por un replicante de ellos
mismos, aunque también puede ser, formalmente, un mutante- "infame
obseso". Entendámonos: el ridículo es un poco como el hedor: no todos lo
perciben en el mismo momento, algunos, nunca. Es decir, por definición
(cultural y política) estar en condiciones de percibirlo –esto es,
aquello que habitualmente definimos como tener sentido del ridículo- es
un hecho en sí elitista: es difícil de que las masas lo encuentren por
cuenta propia. Pero cuando las masas lo han perdido totalmente esto
quiere decir que las elites han sido completamente derrotadas y esto
abre paso a la hegemonía del "bufón": en resumen es siempre el mismo
discurso, mejor dicho, el mismo proceso, que sin embargo resulta
declinable de varias formas
Para poder reírse de sus inigualables "mamarrachos" de otro tiempo, los
alemanes e italianos, tuvieron necesidad de una terrible guerra, en el
curso de la cual los oropeles fueron cayendo uno tras otro, los
uniformes carnavalescos fueron desgarrados, y la mueca oculta tras la
máscara se reveló en toda su terribilidad: no se podía entonces volver a
reír –como ocurrió sólo más tarde, con total posterioridad, cuando, a
decir verdad, tampoco había ya necesidad, -por el buen motivo de que ya
no había nada de qué reírse. ¿Qué catástrofe debemos esperar (y
augurarnos) para que los italianos logren reírse del "mamarracho" que
hoy les gobierna?
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Alberto Asor Rosa
(Roma, 1933) es un prestigioso historiador y crítico de la literatura y
la cultura italianas. Dirige actualmente el departamento de Estudios
Literarios y Lingüísticos de la universidad La Sapienza de Roma.