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No consiento que se hable mal de Franco en mi presencia. Juan Carlos «El Rey»
El árbol de los plátanos
Belén Gopegui (La Jiribilla) / 14 nov 04
No escribamos sobre lo que pensamos que difícilmente nos publicarían pero que a lo mejor, como estamos en un continente libre, al fin logramos publicar en una editorial pequeña o en una gran editorial con deseo de legitimarse. Escribamos, por el contrario, sobre lo que sabemos que no podemos escribir, porque está prohibido. Escribamos textos que no estén separados de la vida, que no vayan a parar a los sillones de orejas en donde se fantasea, sino a las mesas de trabajo en donde se organiza la próxima acción
Y firmaré este texto, y ellos
sabrán quién soy. Vamos firmando, diseminados, extrañados, solitarios, los
escritores y escritoras nuestros textos y ellos conocen nuestros nombres y ni
siquiera les importa cuáles sean. En Europa no persiguen a los escritores. En
Europa no nos impiden escribir ni nos arrestan, ni tampoco nos matan. En Europa
nos compran. No digo nos corrompen, nos sobornan, nos tientan con prebendas
presentes o futuras. Es algo anterior. Europa ha comprado a sus escritores antes
de que nosotros y nosotras empezáramos a escribir.
Se sabe, y ya no causa asombro, que los mayores centros de defensa del medio
ambiente, las mayores fundaciones organizadoras de seminarios sobre la
conservación de los bosques y otras instituciones similares, pertenecen a las
industrias más contaminantes del planeta. Del mismo modo, afirmo, existe una
inmensa fundación llamada literatura cuyos gastos sufragan los Estados
nacionales a medias con diversas modalidades de empresas, fundamentalmente
empresas de medios de comunicación. Y así como quien destruye el medio
ambiente finge defenderlo, así quienes secuestran y cercenan la libertad
fingen, a través de su fundación, que la libertad está, valga la paradoja, en
libertad.
Es, por tanto, la nuestra, la de los escritores europeos, una misión terrible.
Porque si no existiéramos, si desapareciésemos de la faz de la tierra, de
Europa se diría que es un continente sin libertad, tal como se decía de la Unión
Soviética o como se dice de algunas dictaduras religiosas en otros continentes.
De Europa se diría acaso que es un continente con un nivel aceptable de vida
para muchos y con una gran oferta para los consumidores. Se diría que no son
tristes sus tiendas como eran tristes, al parecer, las tiendas de la Unión Soviética.
Se diría que no padecen persecución y muerte los disidentes en Europa como sí
la padecen aún en las dictaduras religiosas pero en cambio, se diría, es la
suya una población sumisa, domesticada. Se diría de Europa que es un
continente donde nadie puede buscar la verdad. Se diría, voy a decirlo ahora,
que es un continente autoritario cuyas clases dominantes se alimentan y
reproducen gracias al poder ejercido con la aquiescencia de una población sin
ambiciones.
¿Por qué no tiene ambiciones la población europea? ¿Por qué no ambiciona
una democracia real, un acceso real a la palabra pública, una resolución real
de la miseria, una abolición real de la explotación? ¿Por qué no exige de
sus dirigentes al menos esas promesas? No lo hace, desde mi punto de vista, por
tres motivos. El primero lo describió Lenin hace mucho tiempo. Cuando las
personas tienen que vender su fuerza de trabajo, cuando están obligadas a
vender, por así decirlo, su disponibilidad, esas personas “no están para política”.
El tiempo que pasan fuera de sus centros de trabajo no es en absoluto tiempo
libre, sino que forma parte de la disponibilidad vendida, es tiempo de reposición
y emplearlo en la militancia no deja de ser una lucha agotadora, contrarreloj, a
cambio de casi nada. A cambio de casi nada puesto que, además, la militancia
política hoy por hoy en Europa juega con las cartas marcadas, y así
determinada militancia no está autorizada a disputar las cuotas de poder
efectivo, ya sea obteniendo la propiedad de medios de comunicación, o bien el
necesario poder económico con que defenderse de las presiones de quienes hoy
tienen ese poder efectivo y no lo han alcanzado, es bien sabido, por las urnas.
Sucede, sin embargo, que este primer motivo aun siendo de importancia vital
puede a veces superarse, siquiera por un corto período de tiempo, en
condiciones de máxima tensión, tal vez una guerra o una opresión constante.
En esas condiciones la militancia puede dejar de ser aquiescencia con las
limitaciones impuestas y convertirse en lucha revolucionaria. ¿Pero por qué
solo en esas condiciones? ¿Acaso no es la venta de la vida una opresión
constante? ¿Acaso no podrían darse durante cada uno de los días las
condiciones para que la población se revolviera en busca de su libertad?
Encontramos entonces el segundo motivo. A pesar de todos los retrocesos en
materia de medio ambiente, salud, conocimiento, control de las decisiones,
protección frente al riesgo, etcétera, a pesar de todo el camino enloquecido
en que está sumido el planeta convirtiendo a la inmensa mayoría de sus
habitantes en seres desarraigados e indefensos, es cierto que en Europa y en
algunos otros países sí se ha conseguido, para un porcentaje amplio de la
población, eliminar la penuria. Ya no son mayoría los que tienen que trabajar
con los pies hundidos en el barro, tiritando. Ya no son mayoría, en Europa, los
que soportan penosos esfuerzos físicos que acaban con su vida. Son muchos, aún,
pero en Europa no son mayoría. Han aparecido nuevas enfermedades profesionales,
se han multiplicado las patologías mentales, son muchas más las personas que
mueren solas, pero parece haber quedado lejos de la mayoría la penuria, la
suciedad, el frío. Esta fue la gran conquista europea, no el estado del
bienestar, esa mentira, sino algo previo: Europa ha librado a un porcentaje
amplio de la población de tener que hundir los pies en el barro. Ahora bien,
este ha sido también el destino de parte de la humanidad, también en algunas
dictaduras ha disminuido la penuria, el barro, también había disminuido en la
Unión Soviética. ¿Qué es entonces lo que distingue a Europa? ¿Cuál es el
plato de lentejas a cambio del cual ha vendido su libertad? No es la desaparición
de la penuria, sino la aparición de los colchones de latex, los yogures
desnatados, un coche por familia y tres televisores y dos teléfonos móviles. Y
si en la Unión Soviética justificaba el autoritarismo por la búsqueda de la
igualdad y por la defensa propia, y si en las dictaduras religiosas lo
justifican por un más allá después de la muerte, en Europa las clases
dominantes solo podrían justificar su estúpido dominio por el placer posible
de consumir yogur desnatado con trozos de piña cuyo envase da derecho a
participar en el sorteo de veinte ciclomotores. No obstante, ahora Europa no
necesita explicar nada, justificar nada, porque en Europa nadie reconoce haber
entregado la libertad.
Así es como aparece el tercer motivo. Quizá, decimos, hemos aceptado sin
demasiada resistencia la imposibilidad de participar realmente en las decisiones
que nos incumben. Pero lo asumimos en términos de eficacia, fingimos que son
solo unas pocas decisiones las que quedan fuera y, sobre todo, añadimos que, en
cualquier caso, lo que sí conservamos, a lo que no renunciaríamos nunca, es a
la libertad. Prueba de ello, decimos, es que aquí cada escritor puede escribir
lo que quiera, y nunca será perseguido por ello. También se dice a veces que
cualquiera puede expresar sus ideas políticas. Solo que este hecho, además de
no ser del todo cierto queda sin efecto por cuanto las ideas políticas buscan
diseminarse, crecer, y esto es imposible en Europa si no se dispone del capital
suficiente. Por el contrario parece que al escritor le basta con expresarse a
secas, con dar a conocer su pretendida individualidad. Y si da la casualidad de
que el 95% de los escritores europeos escribe sobre lo mismo ―sentimientos
humanistas― en los mismo términos, lo hacen, decimos, porque quieren, no
porque ninguna asociación estatal de escritores se lo haya impuesto.
De modo que una gran parte de la población europea sabe que vende su vida, sabe
que trabaja para otros, sabe que la política no es en absoluto un juego entre
iguales, pero está convencida de qué, al menos, tiene la libertad. La libertad
es difícil. Hay que pagar un precio por ella. Durante siglos los esclavos, los
pueblos, las mujeres, los parias de la tierra han tenido que conquistar su
libertad. Así ha sido y las personas libres de Europa no quieren correr el
peligro de perder lo que ya tienen. El tercer motivo, el gran malentendido es
pensar que en Europa tenemos la libertad. Y a los escritores se nos ha encargado
―y hemos aceptado el encargo, a veces sin saberlo― hacer que ese
malentendido siga en pie.
Hay dos grupos de escritores en Europa. El primero, mayoritario si no en número
sí por su repercusión pública, lo componen quienes piensan que la libertad
puede ser sustituida por la soberanía del consumidor, por su derecho a elegir
entre una y otra marca. Esos escritores saben que los objetos han dejado de ser
objetos, que nadie compra un jersey para abrigarse sino para sentirse otro, para
sentir que su identidad fluye por los objetos y que la felicidad consiste en
tener dinero para poder comprar la prenda o el libro que sacan al comprador de
sus limitaciones, lo sacan de las servidumbres de la vida diaria y lo
transportan a un mundo donde el hombre que posee cinco mansiones y el hombre que
vive pagando un alquiler son iguales en su jersey, iguales en sus sueños. Esos
escritores hacen de sus historias un producto apto para la confusión y el sueño,
un producto en donde cualquiera pueda sentir que ha roto sus cadenas y ha
accedido a un espacio superior. Esos escritores cumplirían cualquier función
que les pidieran, pues son asalariados de la industria del entretenimiento y o
no se han dado cuenta o, más probablemente, les agrada serlo. De ellos no voy a
hablar aquí.
Hay, sin embargo, otros escritores y escritoras a quiénes sí les importa, nos
importa, la libertad. Son novelistas, poetas, dramaturgos, ensayistas, tal vez
guionistas y hasta directores y directoras de cine. Sobre esos escritores hace
ya más de medio siglo Bertolt Brecht escribió: “Nunca como ahora la
propuesta de Schiller de convertir la educación política en asunto de la estética
ha sido tan claramente utópica. Los que luchan bajo esta bandera se dirigen a
gentes que financian las películas suplicando que dichas películas eduquen a
los consumidores, ¡y constituyen así a los capitalistas en pedagogos de las
masas! En la práctica se imaginan que el gran proceso educativo habría de
consistir en que aquellos intelectuales de su misma opinión y gustos que hacen
películas por encargo de los financieros ―directores, guionistas, etc.
―empleasen el capital “puesto a su disposición” para la educación de
los consumidores. En el fondo, les invitan al sabotaje”. Hace más de medio
siglo lo escribió y, sin embargo, cientos de miles de escritores, guionistas,
dramaturgos, poetas, diseminados por Europa siguen, a veces seguimos, pensando
que los capitalistas aceptan encantados nuestras invitaciones a que se saboteen
a sí mismos, y por eso publican nuestros libros o subvencionan nuestros
congresos. Jerry Mander, autor de una propuesta demoledora sobre la conveniencia
no ya de modificar o controlar sino de eliminar la televisión, relataba cómo
muchos de los activistas políticos estadounidenses de los años 60 consiguieron
trabajo escribiendo series para televisión. “Ellos lo justificaban”, dice,
“con la explicación de que así podían seguir alcanzando a “la gente”
con un ocasional mensaje revolucionario ingeniosamente encajado en el diálogo”.
Puede parecer exagerado comparar este caso con el de la obra extensa de los
escritores de literatura pero, si lo pensamos despacio, ¿hay tanta diferencia?
Es sabido que hay políticos honestos, que hay parlamentarios honestos y que a
veces alguno, aprovechando azares y deslices, consigue que se apruebe una
disposición legal útil para la mayoría de la población. Este hecho, sin
embargo, no debe servir para convertirnos en víctimas del cretinismo
parlamentario, aquella enfermedad que Engels atribuía a los políticos
“solemnemente convencidos de que todo el mundo, su historia y su futuro, están
gobernados y determinados por una mayoría de votos en el parlamento que tiene
el honor de contarles entre sus miembros, y que todo lo que está más allá de
las paredes de su edificio ―guerras, revoluciones, construcción de
ferrocarriles, colonización de continentes, descubrimientos de oro, canales, ejércitos
rusos y cualquier cosa que pueda tener cierta pequeña pretensión de
influenciar los destinos de la humanidad― no es nada en comparación con
las cuestiones que se están debatiendo en el parlamento”.
Hay autores honestos, autores capaces de construir obras revolucionarias, y a
veces alguno, aprovechando azares y deslices consigue que su obra sea publicada
o su película filmada y distribuida. Pero esto nada dice de la libertad. Esos
pocos, poquísimos autores, recibirán tal presión de la crítica, de la
industria, del poder que se ampara en la construcción de ferrocarriles y en la
colonización de continentes, que terminarán haciendo obras sentimentales otra
vez. O bien sus obras, al carecer de un contexto político adecuado, serán mal
leídas y mal interpretadas, o bien habrá incluso quien las interprete de forma
adecuada, como habrá quien sinceramente capte el mensaje revolucionario
ingeniosamente colocado en un diálogo de una serie de televisión. En
cualquiera de los casos el efecto primordial será seguir convenciendo a los
europeos de que Europa tiene la libertad. Basta con mirar desde lejos la
literatura, el cine, el arte europeo. Solo en períodos ya revolucionarios pudo
el arte sumarse a la revolución. Por lo demás a veces alguna novela ha
servido, supongamos, para que se recaudaran fondos con que atender los hijos de
los mineros muertos y poco más, pese a que, sin duda, se han escrito novelas en
verdad revolucionarias, muchas de las cuales tuvieron escasísima difusión.
¿Pero es que es tarea de los escritores hacer la revolución? A esta respuesta
se suele contestar diciendo que hay un limbo para los escritores. Entre el yogur
desnatado con trozos de piña a cambio del cual nos obligan a vender la
libertad, y la lucha por la libertad, una lucha que solo puede ser
revolucionaria, hay un lugar separado, enaltecido, profundo, del cuál deben
ocuparse los escritores. Es el lugar que aparece descrito en una frase de Paul
Klee: “la tarea del arte es hacer visible lo invisible”. Haya pues, se dice,
división del trabajo, que los artistas muestren lo invisible y los
revolucionarios organicen. Pero ¿qué van a mostrar los artistas, qué vamos a
mostrar los escritores y con qué medios y a quién que pueda verlo si no existe
en verdad la libertad? La tarea del arte, si hubiera una tarea específica, si
no fuera la misma tarea del político y del ensayista y del revolucionario, es
hacer visible lo visible. No es preciso hablar de poderes ocultos ni de un
inconsciente turbio. Basta con hablar del poder visible y de los nombres que lo
ostentan y de los medios para arrebatárselo. No es preciso hablar de cómo el
terrorismo se convierte en una forma de canalizar la estructura profunda del
miedo o frases semejantes. Basta con mirar, basta con ver quién obtiene
beneficios reales del terrorismo, quién saca provecho de él. La opresión es
absolutamente visible.
Cuando un niño pregunta a los adultos por qué ponen el despertador y qué
pasaría si no se despertaran, ya está viendo la opresión. Y si cualquiera de
nosotros escribiéramos una novela para mostrar eso, no se diría de nuestra
novela que traiciona la verdad: se diría que está mal escrita, que es
panfletaria, que no desvela el interior del alma humana. Así que, finalmente,
no la escribiríamos, de igual forma que en la televisión es preferible que
aparezcan cumbres en vez de valles, y no por motivos políticos, no para
fomentar el valor del éxito o la competitividad, sino porque hay un principio
objetivo en la televisión que es la necesidad de buscar contenidos
sobremarcados y perfiles contrastados. El problema no es si puede haber una
televisión de valles sino por qué ha proliferado una tecnología que exige
esos contenidos sobremarcados. Algo muy semejante le ocurre a la literatura. No
se trata de que pueda haber novelas materialistas sino de preguntarnos por qué
ha proliferado un género especialmente apto para el humanismo sentimental.
“El defecto que tenía el partido socialdemócrata de la Alemania de la
posguerra era que sostenía con una mano lo que se esforzaba por combatir con la
otra. Creía en la libertad del capitalista individual para explotar al
trabajador, y en la libertad del trabajador para organizar sus sindicatos y
organizar la lucha contra el capitalista. Se figuraba que la podrida estructura
económica del mundo podía ser reforzada en sus cimientos con material extraído
de la parte superior”. Estas palabras las dice un personaje de una novela de
Eric Ambler, Epitafio para un espía. En las novelas, en las películas, en las
obras de teatro es posible encontrar cosas interesantes, pero me pregunto si
vale la pena. Me pregunto si el problema de los escritores en Europa no es el
mismo que el del partido socialdemócrata alemán en la posguerra: sostener con
una mano lo que nos esforzamos por combatir con la otra.
¿Qué hacer? En este momento no sería factible una huelga europea de
escritores, dramaturgos, poetas y directores de cine, por ejemplo. No lo sería
porque hay, como dije, dos grupos de escritores. Y porque aun cuando muchos
suscribirían que no pueden escribir en verdad de lo que quieren, ni dirigir lo
que quieren, y que seguramente tendría más efecto un silencio absoluto de la
ficción en Europa que los pequeños mensajes revolucionarios insertados en los
diálogos, lo cierto es que la mayoría de los escritores han decidido
convencerse de que son libres, de que escriben no lo que les dicta su salario
sino su corazón y, sin duda, no se sumarían a esta propuesta, dejándola por
tanto sin efecto.
Lo que propongo entonces es el paso a la clandestinidad. Tal vez hayan oído
hablar de un experimento con chimpancés diseñado para averiguar la capacidad
de abstraer de estos animales. Algunos chimpancés son aislados, cada uno en una
habitación, y se les enseña a comunicarse con un equipo de científicos por
medio de símbolos. En cualquier ocasión que tengan una necesidad o un deseo
deben pulsar determinados botones. Si desean un plátano, deben pulsar un botón
con el símbolo de un plátano y el plátano baja en paracaídas. Los otros
botones tienen otros símbolos. Hay doce botones. Este experimento se utiliza
para medir, como decía, la capacidad de abstraer, cambiando los botones de
sitio. Yo voy a utilizarlo para hablar de algo más simple. Somos libres en la
medida en que podemos elegir entre los doce botones. Eso creemos los escritores
en Europa. Pero algunos pensamos que hay necesidades que no están en esos doces
botones, ni estarían si en vez de doce fueran veinticuatro. Nunca necesitaríamos
pasar a la clandestinidad si nuestra lucha fuera por conseguir más plátanos.
No necesitaremos pasar a la clandestinidad si lo que deseamos es conseguir más
tribunas en los periódicos que existen o que algún productor produzca nuestras
películas. Pero si lo que queremos es el periódico, si queremos el árbol de
los plátanos, entonces estamos en contra de la propiedad privada de los medios
de producción y no podremos conseguir lo que necesitamos apretando botones.
Entonces deberemos pasar a la clandestinidad.
Que no sepan quienes somos. Que no conozcan nuestros nombres ni nuestras
organizaciones. Que nuestras direcciones no estén en ninguna página de correo
electrónico. No escribamos sobre lo que pensamos que difícilmente nos publicarían
pero que a lo mejor, como estamos en un continente libre, al fin logramos
publicar en una editorial pequeña o en una gran editorial con deseo de
legitimarse. Escribamos, por el contrario, sobre lo que sabemos que no podemos
escribir, porque está prohibido. Escribamos sobre cómo combatir la propiedad
privada de los medios de producción. Escribamos sobre cómo conquistar el poder
efectivo. Escribamos sobre cómo hacerlo sin darles pistas, sin permitirles
organizarse contra nosotros mientras ven nuestras manifestaciones, sin
permitirles montarnos una fundación para la defensa de la literatura
materialista. Escribamos textos que no estén separados de la vida, que no vayan
a parar a los sillones de orejas en donde se fantasea sino a las mesas de
trabajo en donde se organiza la próxima acción. Si conseguimos escribir sobre
todo esto, si dejamos de trabajar solos y entramos a formar parte de un
colectivo real que necesita que escribamos sobre todo esto, entonces tal vez
empezará a existir una literatura materialista, y empezará acaso a ponerse en
duda en Europa la existencia real de la libertad.