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 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

Un hombre solo y solidario

Luis Arias Argüelles-Meres

La Nueva España  6 de Enero de 2010

       Ligero de equipaje iba en el accidente que le costó la vida el 4 de enero de 1960. En la guantera del coche en el que viajaba como copiloto se encontraban el manuscrito de su libro inconcluso, «El primer hombre», que se publicaría en 1994, así como el ensayo de María Zambrano «El hombre y lo divino», que se había editado en 1953, pero que Camus pretendía que Gallimard lo incorporase a su prestigioso catálogo. Así, pues, un manuscrito y un libro, este último, ¡ay!, perteneciente al exilio español. Y es que a Camus también le dolió España: «Por España hemos aprendido que puede tenerse toda la razón y ser vencidos, que la fuerza puede derrotar al espíritu y que hay tiempos en que el valor no es su propia recompensa». Y sobre la derrota de la República dejó escrito en el 20.º aniversario de la Guerra Civil: «El 19 de julio de 1936 comenzó en España la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra ha terminado en todas partes, salvo, precisamente, en España. (…) La República española, en consecuencia, no ha cesado de ser traicionada o cínicamente utilizada. Por esto es quizá vano dirigirse, como lo hemos hecho otras veces, al espíritu de justicia y de libertad, a la conciencia de los gobiernos. Un Gobierno, por definición, no tiene conciencia. Tiene, a veces, una política, y eso es todo».

     Camus y España, cuya relación literaria comenzó con la Revolución del 34 en Asturias. Camus y España, de la que procedía una de sus ramas familiares. Camus y la II República española en su relación con una de las grandes actrices del siglo XX, María Casares, personaje fascinante cuyas memorias son lectura obligada para quienes deseen comprender una de las muchas peripecias de aquel legado desterrado, trasterrado y exiliado.

      Su hija Catherine define la peripecia de Camus con un título que no puede ser más sugestivo: solitario y solidario. En efecto, solitario con respecto a los cenáculos literarios en los que sufrió marginación y rechazo por parte de un gran contemporáneo suyo. Sartre lo calificó de ingenuo por oponerse a la violencia, así como por su heterodoxia hacia el comunismo. Y solidario no sólo con España, sino con el dolor humano en un tiempo de barbarie como el que le tocó vivir.

      Un combatiente literario contra el sufrimiento y la crueldad, también contra las bombas atómicas que se lanzaron cuando finalizaba la II Guerra Mundial. Un combatiente literario contra el oprobio, la injusticia y los totalitarismos.

      Aquel hombre sobrio, aquel escritor de raza; la gabardina y el pitillo que llevaron a considerarle una especie de Bogart de la literatura. Sus pasiones literarias. Siempre tuvo presente a Dostoievski, en especial, su obra «Los demonios», de la que llegó a hacer una adaptación teatral. Y, por otro lado, hablamos también un gran lector de Nietzsche y de Kierkegaard.

      Nacido en 1913, fue, además de otras muchas cosas, un escritor precoz, y su vida, hasta 1960, estuvo marcada por el horror de los dos grandes conflictos mundiales. Así, el protagonista de «El extranjero» habla con una frialdad heladora de la muerte de su madre y sobrecoge la indiferencia con que asume el absurdo asesinato que comete. Así, llega a plantearse, sin concesiones de ningún tipo, el significado del suicidio en su obra «El mito de Sísifo». Así, pone sobre las tablas el despotismo y los abusos del poder en su versión teatral de Calígula.

      La novela y el teatro. El relato y la escena. Con ellos y junto a ellos, el periodismo más combativo, que no renunció nunca a la voluntad de estilo.

      Un solitario solidario cuyo aniversario de muerte no puede hacernos pasar por alto la tremenda orfandad que, en lo literario y en lo filosófico, vivimos en el momento presente.

      ¿Dónde está la gran obra literaria de nuestros días que, como «El extranjero», haga una radiografía tan exacta de lo que le ocurre al hombre de nuestro tiempo? ¿Dónde están esos pensadores, además de inteligentes y lúcidos, con la suficiente independencia de criterio, lejos de todo pesebre, para analizar lo que sucede en el presente que estamos viviendo?

      Francia, aquella Francia en la que un literato de origen humilde, nacido en Argelia, se convirtió en uno de los grandes escritores de su tiempo, en un momento en el que destacaban también figuras como Sartre y Malraux, entre otros muchos.

      Francia, aquella Francia que, a la muerte de Camus, iniciaba una década que ocho años después marcaría la historia del siglo XX. ¿Cómo no imaginarse la voz de Camus, crítica e independiente, durante aquellos sucesos y posteriormente a ellos?

    Hoy, el presidente de la República quiere que los restos de Camus vayan a parar al Panteón de Hombres Ilustres. En cualquier caso, ese gran país tiene que sentir aflicción ante la ausencia del autor de «La peste», ante la ausencia de grandes literatos como él, ante la ausencia, en fin, de referentes éticos.

     ¿Qué ha pasado, qué nos ha pasado, para sufrir tanta orfandad, para sobrevivir sin gigantes literarios, para sobrellevar el día a día sin pensadores que den buena cuenta de lo que nos está sucediendo? El mundo de hoy es, sin duda, mucho menos desgarrador que el que le tocó sufrir a Camus, pero es también mucho más mediocre.

     Cerramos los ojos y rescatamos su pasión por un mundo más libre y más justo, por la dignidad humana; de ahí que su obra sea zozobra y desazón de principio a fin.

      Aquella gabardina, aquel pitillo que hacia de compañero y confidente, aquella forma de amar, hasta con delirio, a las mujeres que formaron parte también de sus pasiones más encendidas.

      Acercarse a la obra de Camus supone conmoverse y angustiarse, pero conlleva también un clamor por la vida digna y por la libertad. Clamores desde el desengaño y desde la angustia que afrontan y enfrentan la vida con el frenesí que nos provocan las grandes pasiones y la belleza.

 

 

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