La oración de guerra
Mark Twain
UCR
3 de Febrero de 2010
Fue una época de gran exaltación y emoción. El país se había levantado en armas, había empezado la guerra y en cada pecho ardía el fuego sagrado del patriotismo; se oía el redoble de los tambores y tocaban las bandas de música; tiraban cohetes y un montón de fuegos artificiales zumbaban y chisporroteaban. Allí abajo, a lo lejos, de las manos, tejados y balcones, ondeaba al sol una espesura de banderas brillantes. De día, por la ancha avenida, los jóvenes voluntarios desfilaban alegres y hermosos con sus uniformes; a su paso los orgullosos padres, madres, hermanas y enamoradas los vitoreaban con voces ahogadas por la emoción. De noche, en las concurridas reuniones se escuchaba con admiración la oratoria patriótica que agitaba lo más hondo de sus corazones, y que solía interrumpirse con una tempestad de aplausos, al tiempo que las lágrimas corrían por sus mejillas. En las iglesias los pastores predicaban devoción a la bandera y al país, y en favor de nuestra noble causa imploraban ayuda al dios de las batallas con una elocuencia tan efusiva y fervorosa que conmovía a todos los oyentes.
De hecho, era una época próspera y alegre, y los pocos espíritus temerarios que se aventuraban a desaprobar la guerra y a albergar alguna duda sobre su rectitud, enseguida recibían un castigo tan duro y severo que, para su propia seguridad, inmediatamente retrocedían espantados y no volvían a ofender en ese sentido.
Llegó el domingo por la mañana. Al día siguiente los batallones partirían hacia el frente; la iglesia estaba a rebosar. Y allí estaban los voluntarios, con sus rostros iluminados por visiones y sueños milicianos. ¡El austero avance de tropas, el ímpetu incontenible, el ataque desenfrenado, los sables relucientes, la huida del enemigo, el tumulto, el humo envolvente, la búsqueda feroz y la rendición! ¡Y luego, de regreso al hogar, los héroes condecorados, bienvenidos, venerados, inmersos en un mar de oro de gloria! Al lado de los voluntarios se sentaban sus seres queridos, orgullosos, contentos y envidiados por los vecinos y amigos que no tenían hijos o hermanos a quienes enviar al campo de honor, para vencer por la bandera o, caso contrario, sucumbir a la más noble de las muertes nobles. El servicio religioso continuó. Se leyó un capítulo del Antiguo Testamento sobre la guerra y se rezó la primera plegaria, seguida de un estallido del órgano que sacudió el edificio. Y de un impulso la congregación se levantó con brillo en los ojos y latidos en el corazón: «¡Dios Todopoderoso! ¡Tú que ordenas, el trueno es tu trompeta y el rayo tu espada!». |
Mark Twain, escribió “La oración de guerra” durante el conflicto bélico entre Estados Unidos y Filipinas. Su amigo Dan Beard, al leer la obra comentó
«No creo que la oración sea publicada en mi época. Nadie excepto los muertos tienen permiso para decir la verdad. En América, como en otros lugares, la libertad de expresión está confinada a los muertos».
Harper’s Bazaar lo rechazó «por no ser adecuado para una revista femenina». Twain tenía un contrato en exclusiva con Harper & Brothers, por lo que no pudo publicar La oración de guerra en ninguna otra editorial. El texto se mantuvo inédito hasta 1923, cuando su representante literario, Albert Bigelow Paine, lo incluyó en el libro Europa y otros lugares. Una década antes, Paine publicó largos extractos de esta historia en Mark Twain: una biografía. Twain había muerto en 1910.
El texto invita a reflexionar sobre el contenido no verbalizado, pero que va inevitablemente asociado al contenido expresado en una oración. En lo que se omite y calla por aberrante. En lo absurdo de solicitar ayuda divina en algunas situaciones. |
|
Después
vino
la
oración
larga.
Nadie
recordaba
algo
semejante
por
lo
apasionado
de
la
súplica
y lo
conmovedor
y
bello
de
su
lenguaje.
En
esencia,
la
oración
pedía
al
Padre
de
todos
nosotros,
benigno
y
siempre
misericordioso,
que
velara
por
nuestros
nobles
y
jóvenes
soldados
y
les
proporcionara
auxilio,
consuelo
y
ánimo
en
el
afán
de
su
patriótica
tarea;
que
los
bendijera
y
protegiera
con
Su
poderosa
mano
en
la
batalla;
que
los
fortaleciera
y
les
diera
confianza
para
que
fueran
invencibles
en
el
ataque
sangriento;
que
les
ayudara
a
aplastar
al
enemigo
y
les
concediera,
tanto
a
ellos
como
a su
patria
y su
bandera,
la
gloria
y el
honor
imperecederos.
Un
anciano
extraño
entró
y
con
paso
lento
y
callado
avanzó
por
el
pasillo,
con
los
ojos
clavados
en
el
clérigo.
Tenía
un
cuerpo
alto
e
iba
vestido
con
una
túnica
que
le
llegaba
a
los
pies,
llevaba
la
cabeza
descubierta,
una
vaporosa
cascada
de
cabello
cano
le
caía
sobre
los
hombros
y
tenía
la
cara
arrugada
y
exageradamente
pálida,
casi
fantasmal.
Llenos
de
asombro,
todos
le
seguían
con
la
mirada
mientras
se
encaminaba
al
altar
en
silencio
y
sin
pausa,
hasta
que
se
detuvo
a la
par
del
clérigo
y se
quedó
allí
esperando
de
pie.
El
clérigo,
con
los
ojos
cerrados,
no
se
había
percatado
de
la
presencia
del
extraño
y
prosiguió
con
su
oración
conmovedora
hasta
terminar
con
las
siguientes
palabras,
pronunciadas
con
gran
fervor:
«¡Bendice
nuestras
almas,
concédenos
la
victoria,
Oh
Señor
Nuestro,
Dios,
Padre
y
Protector
de
nuestra
tierra
y
nuestra
bandera!».
El
extraño
le
tocó
el
brazo
y le
hizo
señas
para
que
se
apartara
-a
lo
que
accedió
el
desconcertado
clérigo-
y
ocupó
su
lugar.
Durante
unos
momentos,
con
ojos
solemnes
que
emanaban
una
luz
extraordinaria,
contempló
detenidamente
a la
audiencia
embelesada.
Entonces
con
una
voz
profunda
dijo:
«Vengo
del
Trono.
Soy
portador
de
un
mensaje
de
Dios
Todopoderoso».
Las
palabras
golpearon
a la
congregación
como
en
un
seísmo;
si
el
extraño
lo
percibió
no
hizo
ningún
caso.
«El
ha
escuchado
la
oración
de
Su
siervo,
vuestro
pastor,
y se
concederán
sus
peticiones
si
ése
es
vuestro
deseo
después
que
yo,
Su
mensajero,
os
haya
explicado
su
significado,
es
decir,
todo
su
significado.
Pues
sucede
lo
que
en
la
mayoría
de
las
oraciones
de
los
hombres;
el
que
las
pronuncia
pide
mucho
más
de
lo
que
es
consciente,
salvo
que
se
detenga
y se
ponga
a
meditar».
«Vuestro
Siervo
de
Dios
ha
rezado
su
plegaria.
¿Ha
reflexionado
sobre
lo
que
ha
dicho?
¿Es
acaso
una
sola
oración?
No;
son
dos
-una
pronunciada
y la
otra
no-.
Ambas
han
llegado
a
los
oídos
de
Aquel
que
escucha
todas
las
súplicas,
tanto
las
anunciadas
como
las
guardadas
en
silencio.
Ponderad
esto
y
guardadlo
en
la
memoria.
Si
rezas
una
plegaria
en
tu
beneficio
¡ten
cuidado!
no
sea
que
sin
querer
invoques
al
mismo
tiempo
una
maldición
sobre
el
vecino.
Si
rezas
una
oración
para
que
llueva
sobre
tu
cosecha,
mediante
ese
acto
quizá
estés
implorando
que
caiga
una
maldición
sobre
la
cosecha
de
alguno
de
tus
vecinos
que
probablemente
no
necesite
agua
y
resulte
así
dañada».
«Han
escuchado
la
oración
de
vuestro
siervo
-la
parte
enunciada-.Yo
he
sido
encargado
por
Dios
para
poner
en
palabras
la
otra
parte,
aquélla
que
el
pastor
-al
igual
que
ustedes
en
sus
corazones-
rezaron
en
silencio.
¿Con
ignorancia
y
sin
reflexionar?
¡Dios
asegura
que
así
fue!
Oísteis
estas
palabras:
‘Concédenos
la
victoria,
Oh
Señor
Nuestro
Dios’.
Eso
es
suficiente.
La
oración
pronunciada
está
íntimamente
ligada
a
esas
palabras
fecundas.
No
han
sido
necesarias
las
explicaciones.
Cuando
habéis
rezado
por
la
victoria,
habéis
rezado
por
las
muchas
consecuencias
no
mencionadas
que
resultan
de
la
victoria
-debe
ser
así
y no
se
puede
evitar-.El
espíritu
atento
de
Dios
Padre
acogió
también
la
parte
no
pronunciada
de
la
oración.
Me
encargó
que
la
expresara
con
palabras.
¡Escuchad!».
«Oh
Señor,
nuestro
Padre,
nuestros
jóvenes
patriotas,
ídolos
de
nuestros
corazones,
salen
a
batallar.
¡Mantente
cerca
de
ellos!
Con
ellos
partimos
también
nosotros
-en
espíritu-
dejando
atrás
la
dulce
paz
de
nuestros
hogares
para
aniquilar
al
enemigo.
¡Oh
Señor
nuestro
Dios,
ayúdanos
a
destrozar
a
sus
soldados
y
convertirlos
en
despojos
sangrientos
con
nuestros
disparos;
ayúdanos
a
cubrir
sus
campos
resplandecientes
con
la
palidez
de
sus
patriotas
muertos;
ayúdanos
a
ahogar
el
trueno
de
sus
cañones
con
los
quejidos
de
sus
heridos
que
se
retuercen
de
dolor,
ayúdanos
a
destruir
sus
humildes
viviendas
con
un
huracán
de
fuego;
ayúdanos
a
acongojar
los
corazones
de
sus
viudas
inofensivas
con
aflicción
inconsolable;
ayúdanos
a
echarlas
de
sus
casas
con
sus
niñitos
para
que
deambulen
desvalidos
por
la
devastación
de
su
tierra
desolada,
vestidos
con
harapos,
hambrientos
y
sedientos,
a
merced
de
las
llamas
del
sol
de
verano
y
los
vientos
helados
del
invierno,
quebrados
en
espíritu,
agotados
por
las
penurias,
te
imploramos
que
tengan
por
refugio
la
tumba
que
se
les
niega
-por
el
bien
de
nosotros
que
te
adoramos,
Señor-,
acaba
con
sus
esperanzas,
arruina
sus
vidas,
prolonga
su
amargo
peregrinaje,
haz
que
su
andar
sea
una
carga,
inunda
su
camino
con
sus
lágrimas,
tiñe
la
nieve
blanca
con
la
sangre
de
las
heridas
de
sus
pies!
Se
lo
pedimos,
animados
por
el
amor,
a
Aquel
quien
es
Fuente
de
Amor,
sempiterno
y
seguro
refugio
y
amigo
de
todos
aquellos
que
padecen.
A
El,
humildes
y
contritos,
pedimos
Su
ayuda.
Amén».
(Después
de
una
pausa)
«Así
es
como
lo
habéis
rezado.
¡Si
todavía
lo
deseáis,
hablad!
El
mensajero
del
Altísimo
aguarda».
Más
tarde
se
creyó
que
el
hombre
era
un
lunático
porque
no
tenía
sentido
nada
de
lo
que
había
dicho. |