Haití: La maldición
blanca
Urda Alice Klueger
Argenpress
Cultural
24 de Enero de 2010
Traducción:
Raúl Fitipaldi,
(Para Didier
Dominique y el pueblo de Haití)
(y para mi padre,
Roland Klueger, que cumpliría 88 años)
Érase una vez un rey
y un niño. Me pongo a pensar si hay alguna palabra
que signifique, al mismo tiempo, agotamiento,
terror, desesperación y desesperanza, todo esto
sumando y elevado a la décima potencia, pero no
encuentro tal palabra. Sólo que era justo así que
estaba el niño: tenía dos años, se encogía con los
ojos catatónicos en el vacío de una vereda enseguida
del terremoto de Haití, y apareció en televisión.
Eran tantos en desesperación alrededor de él, eran
tantos… Eran tantos los muertos en torno a él, eran
tantos… ¿Quién lograría prestar atención en aquel
otro niño dentro de tanta desgracia, a no ser aquel
ojo malicioso de una televisión, que agarró al niño
y lo puso en mi regazo, sin que subiese qué hacer
con él?
Érase una vez un rey
y un niño. El rey era pura salud, garbo e hidalguía:
vestido con trajes tribales, tenía en el cuerpo los
mismos dibujos en blanco, negro y rojo que también
estaban en el escudo de cuero que aseguraba en la
mano izquierda, pues en la derecha aseguraba la
lanza segura y certera que lo había tornado rey
tamaña su pericia al cazar al león. Él era grande y
tenía una gran espalda, pero mayor aún era su fama,
pues no sólo al león enfrentaba: cuando su pueblo
tenía hambre, él afrontaba hasta los grandes
elefantes, y todos vivían felices en su reino, bien
alimentados y saludables, y el rey era feliz
también.
Convencido del poder
de su felicidad y de su Lanza, el rey nunca entendió
cómo le cayó encima aquella red que lo había
despojado de su escudo, de su lanza, de su fuerza y
de su libertad- como tantos otros de su tierra, tuvo
que curvarse a la chivata del traficante, aceptar la
gargantilla y las esposas de hierro, resistir a la
larga caminada de la zigzagueante cadena hecha de
gente y de hierros, vivir el envilecimiento del
barco negrero.
La salud antigua le
dio fuerzas para llegar vivo a aquella tierra de
degradación, de esclavitud, y crueles hombres
blancos de otra lengua, a fuerza de chicote, lo
subyugaron y é tuvo que curvarse, sin lanza, sin
pintura, sin escudo, y cultivar la caña que producía
el azúcar, el ron y la riqueza de aquellos
usurpadores de su libertad. Él nunca más fue feliz;
nunca más supo de su pueblo y su pueblo nunca más
supo de él, y sólo lo que había de bello era el mar
de aquella tierra, todo verde, azul y transparente.
Hubo, también, una mujer que reconoció en él a
hidalguía manchada, y antes de morir prematuramente,
el rey tuvo un hijo, negro y lindo como él, y que en
verdad era un príncipe – pero fue un príncipe que
nunca tuvo una lanza y que no conoció los dibujos y
los colores tribales – al revés de leones, sólo hubo
para él el látigo del torturador.
Otros príncipes
fueron generados en la descendencia del rey, en
aquella tierra que parecía incrustada en un mar de
turmalinas, y todos tuvieron la vida miserable de
esclavo, mientras sus señores tenían vidas
cortesanas de poderosos.
Un día, ya no se
podía soportar más. Ellos eran más de 500.000
negros, y los señores eran 32.000, seguros de que la
fuerza del látigo mantendría aquella situación
indefinidamente. ¡Y conquistaron la libertad!
Haití fue el primer
país de la América dicha Latina a ser libre, a
realizar la independencia, esto allá en 1804, antes
de todos los demás. Es de imaginarse el frío que
corrió en la espina de tantos otros colonizadores
blanco: una república, y e negros? ¿Y si eso se
transforma en moda? ¡Cuidado que de esclavos está
lleno por esta América de mi Dios! ¿Qué hacer, ay,
ay, ay?
En general, lo que se
podía hacer eran independencias rápidas, hechas por
blancos (y ellas sucedieron una después de la otra)
y mucha matanza de negros, para evitar que la cosa
trágica se repitiese y ensuciase el buen nombre de
la dicha ¡civilización europea! Sé bien como fue esa
matanza en Brasil: fue en la guerra de Paraguay, fue
en la revolución Farroupilha… - no estoy enterada de
cómo fue en los otros países, pero que la matanza
fue grande, no hay duda. Y la “civilización” blanca
casi pudo respirar, aliviada – sólo que había aquel
pequeño país, aquel maldito pequeño país allá
incrustado en el mar de amatista, el tal de Haití,
que era un país de negros –y nunca que la tal
“civilización” blanca podría dejar aquello allí para
que floreciera de verdad – era demasiada afrenta.
Y en los dos últimos
siglos Haití sufrió todo lo que es posible sufrir
para que su cresta se quebrase: invasiones,
dictaduras, golpes de Estado, la intromisión de los
blancos yendo siempre hasta allá y intentando echar
todo a perder, pero la valentía de aquel pueblo
parecía indomable, y Haití, aún sin lograr florecer
como debería, era exportador de café, de arroz, era
el mayor productor de azúcar del mundo, era un país
que tenía sus hijos bien alimentados a base de
arroz, banana, los cerdos abundaban y producían
platos deliciosos, acompañados de banana frita,
manjar tan caribeño…
Fue ahora, ahorita,
en tiempos de la violencia neoliberal, lo que nos
lleva a 1980, que el complot de los blancos resolvió
que ya no daba más, que era muy absurdo en plena
América ver un país de negros sobreviviendo
impunemente… Entonces fue programada la toma
definitiva de Haití. Fue de aquellas cosas más
malévolos que las mentes enfermas pueden programar
en la búsqueda del lucro: de a poco, introdujeron
las plagas necesarias en la isla incrustada en un
mar de zafiro, y murieron todos los cerdos, y
después todo el arroz, y después toda la banana, y
después vino la plaga del café… Aquellos negros
corajudos no sobrevivirían, ¡ah! ¡Eso no pasaría!
Vivirían apenas para volver a la condición de
esclavos, e igualito a los europeos, en 1885, que en
el Tratado de Berlín, dividieron el mapa de África a
base de regla, causando miles de desgracias que
están sucediendo hasta hoy, los blancos del
neoliberalismo agarraron el territorio de Haití y lo
dividieron en 18 futuras zonas francas donde no
habría ley, donde la Capital imperaría, y donde, las
personas tan hambrientas que estaban horneando
galletas de arcilla para poder tener algo en el
estómago trabajarían, de nuevo, en régimen de
esclavitud. Puede parecer que es una cosa distante,
pero no es. El propio vicepresidente de Brasil, José
Alencar, es alguien tan interesado en el asunto que
hasta mandó a su hijo para allá a cuidar de sus
futuros intereses imperialistas. Y el execrable
apenas el otro día salió del hospital, después de
algunas cirugías más, sonriendo para las cámaras de
las televisoras y declarando que podría perder todo
en la vida, menos el honor. ¿Qué honor puede tener
un hombre así?
(No logro hurtarme de
contar de qué forma el nefando honor del
vicepresidente atacó directamente a mi familia,
recientemente. En una sola tarde, una de las
empresas de él, aquí en mi ciudad de Blumenau-Santa
Catarina-Brasil, la Coteminas despidió a 600
empleados, como si nada. Tres primos míos,
luchadores padres de familia, perdieron el empleo
sin entender muy bien por qué – el por qué es fácil:
en las nuevas fábricas que el “honrado”
vicepresidente anda montando allá en las zonas
francas de Haití, los nuevos empleados trabajarán
por la décima parte del salario que mis primos
ganaban – y el salario de mis primos ya no era gran
cosa.)
Bien, entonces
teníamos un Haití a la miseria, y entonces vino el
terremoto. ¿Qué podría haber sucedido de mejor para
el Capitalismo y el Imperialismo de Estados Unidos?
Hasta el palacio presidencial de gobierno títere se
cayó – de aquí para adelante es apenas tomar pose –
ya no hay barreras. Al revés de ayuda humanitaria
(que ellos no dieron ni a los flagelados del huracán
Katrina, en su propio territorio) Estados Unidos
está, descaradamente, delante de todo el mundo,
haciendo una ocupación militar de Haití con su
ejército, y todo parece tan bonito, con la Hilary
yendo hasta allá para ver cómo están ayudando…
¡ayudando un cuerno! ¿Alguien vio alguna vez a
Estados Unidos ayudando de verdad?
No dejo de loar
tantos y tantos equipos de tantos y tantos países
que están allí, realmente llevando ayuda humanitaria
a aquel pueblo casi que en la nausea de la agonía –
pero lo sinvergüenza de la Capital está allí,
también, sonriendo de felicidad con su cara de
calavera.
Y entonces el ojo de
una televisión espía allá aquel niño de dos años
arrasado por el agotamiento, por el terror y por la
desesperación, encogido en un vacío de una vereda, y
lo tira brutalmente en mi regazo – y cuando intento
calmarlo arrimándolo a mi corazón, él me cuenta del
rey, su antepasado – aquel niño molido por el
Capital y por el terremoto es nada más nada menos
que un príncipe, y su antepasado que fue rey y libre
cazaba leones y elefantes y alimentaba a un pueblo –
el niño sabía, la familia siempre fue repasando su
secreto.
Cielos, cielos, ¿qué
hicieron con las personas libres de África, que
quisieron apenas continuar viviendo con dignidad en
aquella isla de donde ya no podían salir? ¿Quién va
a cuidar de aquel niño antes de que él retorne a la
condición de esclavo de donde sus antepasados tanto
intentaron salir?
Yo lloro, Haití,
lloro por ti, y por tu niño, y por aquel rey. No sé
hacer otra cosa además de llorar.
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