Dos maneras de
enfrentarse a Avatar. Una fábula de
nuestro tiempo: Reseña de la película
de James Cameron (USA 2009)
Juan
Miguel Company & Manuel Talens
Tlaxcala
26 de enero de
2010
Una de las muchas virtudes
del film de Cameron es la de haber suscitado,
cuanto menos, dos posturas críticas frente al
mismo, ambas paradigmáticas de dos maneras de
ver y entender el cine en el comienzo de la
segunda década del siglo XXI. La primera, a la
que podríamos definir como cinéfilo-fascinada,
no hace sino quedarse estupefacta ante el
despliegue tecnológico del largometraje como un
fin en sí mismo. Algunos cronistas de la
película creen encontrarse ante un hito
histórico, similar a la irrupción del sonoro,
que va a cambiar nuestra manera de percibir las
imágenes en movimiento. En un reciente artículo
publicado en El País (24 de enero de
2010), Toni García se hacía eco de esas
impresiones al citar la reflexión de un
espectador apasionado: “Avatar es la
primera película del resto de tu vida”.
Frente a esta alienación de
una mirada que debería ser crítica y peca de un
exceso de proximidad se erige otra que, poniendo
por delante un supuesto rigor analítico y
cultural, no ha hecho sino ningunear la obra de
Cameron por el irritante procedimiento de
mirarla por encima del hombro desde una
no-del-todo-confesada superioridad intelectual.
Así, Román Gubern considera que nos hallamos
ante “una falsa novedad tecnoestética” (Cahiers
du Cinéma España, N.º 30, p.67. Madrid,
enero de 2010) que “no nos hace olvidar los
trucos predigitales del viejo y entrañable
King Kong (1933) en blanco y negro con
maquetas y transparencias”.
No insistiremos en el matiz
equívocamente nostálgico de una manifestación
como ésta, contradictorio lapsus de un
historiador y teórico que siempre ha estado en
la vanguardia del pensamiento crítico sobre la
cultura de masas, pero en contrapartida sí es de
recibo que citemos, aunque sólo sea de pasada,
la brillante intuición de Vicente Vergara en la
valenciana Cartelera Turia, cuando titula
su reseña “Little Big Horn” y pone en paralelo
la resistencia armada del pueblo Na’vi ante el
invasor terrícola con la de las tribus sioux y
cheyenes frente al general Custer. Y es que, más
allá de someras descalificaciones (“ingenuidad”,
“simpleza”, “infantilismo”), nadie ha subrayado
lo suficiente que, en sustancia, el film de
James Cameron es una rotunda fábula
antimperialista que llega muy bien al público
gracias precisamente a los acreditados y
eficaces mecanismos del cine de género.
Un film de
género en estado puro
Cualquier
film de género que se precie utiliza protocolos
narrativos siempre idénticos para transmitir
información al espectador, en todo similares a
los de los cuentos infantiles que nuestros
padres nos leían antes de dormir. Entonces y
ahora, los niños quieren escuchar, con las
mismas palabras y en el mismo orden, las
vicisitudes de la trama argumental. La
repetición está en la base del goce (y del
saber) de quien lo escucha. Con su carácter
enciclopédico, la película de Cameron diseña
unas estrategias narrativas en las que el cine
de género es intertexto obligado: películas de
aventuras en la selva (King Solomon Mines,
Compton Bennet y Andrew Marton 1950) con
elementos extraídos de Jurassic Park
(Steven Spielberg 1993); dragones voladores como
en The Lord of the Rings (Peter Jackson
2001); torneos medievales (Knights of the
Round Table, Richard Thorpe 1953)... El ayer
y hoy de los géneros y sus continuas
reformulaciones en el cine de Hollywood
adquieren aquí protagonismo estelar. Puede que
los detractores de Avatar tengan razón
cuando le recriminan su previsibilidad, pero no
la tienen en su valoración negativa de la misma:
el largo duelo final entre el villano coronel
Quaritch (Stephen Lang) y Jake Sully (Sam
Worthington) es algo fervientemente
deseado por el espectador y forma parte de
las estructuras predictivas de la narración.
Igualmente, en el clásico western de Robert
Aldrich The Last Sunset (1961) toda la
progresión dramática de la historia estaba
abocada al enfrentamiento entre O’Malley (Kirk
Douglas) y el sheriff Stribling (Rock Hudson);
la inteligencia del guionista (Dalton Trumbo)
introdujo, además, una vuelta de tuerca
adicional a la emoción de aquel instante,
directamente heredada de la tragedia griega.
En Avatar, el sujeto
de la enunciación está atrapado como
protagonista de su enunciado y es mediante un
soberano acto de poder del meganarrador –el
demiurgo creador de la historia– como asistimos
a la ceremonia de su cambio de identidad: de
humano, Jake pasa a ser un Na’vi y su primera
frase en dicho proceso de transmutación –“I see
you”– tiene algo de ese “aprender a ver en lugar
de mirar” con el que Bertold Brecht cerraba
La resistible ascensión de Arturo Ui.
Decía Borges que el amor nos hace ver al otro
como lo ve la divinidad. En su renuncia al
avatar humano, Jake, además de “quedarse con
la chica”, alcanza esa dimensión profunda de la
mirada que sus depredadores prójimos han
perdido.
El film de Cameron construye
una cosmogonía coherente que, por el hecho mismo
de serlo, hace resonar el mito en las
intemperancias de la historia. La destrucción
del Árbol del Hogar (Home Tree) –que el
doblaje castellano maltraduce y desvirtúa,
litúrgicamente, como Árbol de las Almas– con la
que los invasores humanos pretenden acceder al
yacimiento del preciado mineral unobtanio (el
auténtico motivo de la invasión del planeta
Pandora) es la principal metáfora del film. El
budismo zen posee un concepto idéntico del
Árbol, memoria ancestral y colectiva de la tribu
y, como dice Jordi Costa en el ya citado número
de Cahiers du Cinéma España (p.31), es ni
más ni menos que “... la justificación
científica de la conexión espiritual entre los
Na’vi”. Al respecto, resulta significativo que
el modelo de mujer científica propuesto (la
doctora Grace Augustine, magistralmente
interpretada por Sigourney Weaver) tenga, por el
mero hecho de ser bióloga, un carácter
eminentemente social, cercano al espectador,
puesto que nada de los seres vivos le resulta
ajeno.
La sombra
rediviva de Gonzalo Guerrero
Hay rasgos de civilizaciones
precolombinas en los habitantes de Pandora y su
lucha defensiva contra los invasores adquiere,
por momentos, formas guerreras primitivas (arcos
y flechas), pero también estrategias
contemporáneas del Vietcong en la jungla o de
los palestinos contra la máquina de guerra
israelí. Por su parte, el héroe Jake, que tiene
algo del Ulises homérico en el episodio de
Nausicaa en tierra feacia, antes de hacerse
acreedor a un nuevo avatar asume los
atributos de un líder carismático al estilo del
Che, pues renuncia a su estatus y a su clase
social, adopta gustoso los de los oprimidos y
los conduce a la victoria.
Sin
embargo, mucho más que a la figura de Ernesto
Guevara, Jake se asemeja maravillosamente, como
dos gotas de agua entre sí, a otro personaje
simbólico de la historia de América que parece
surgido del mejor relato de aventuras:
Gonzalo Guerrero, andaluz aculturado de los
tiempos de Hernán Cortés que decidió por propia
voluntad –y, como aquí, por el amor de una
mujer– ser un indio y poner su sabiduría militar
al servicio de los mayas contra los avariciosos
conquistadores, los auténticos salvajes de
aquella hecatombe imperialista.
En Pandora, codiciado planeta
intergaláctico –una especie de Iraq futurista,
como a principios del siglo XVI lo había sido el
Yucatán de Gonzalo Guerrero–, un invasor venido
originalmente con la intención de robar y matar
desaprende su pasado en contacto con los
nativos, cuya única y terrible maldición es la
de haber nacido en un lugar de rico subsuelo (la
historia se repite: ayer oro, hoy petróleo,
mañana unobtanio...). En uno de los momentos más
felices del film, justo antes de los créditos,
Jake celebra gustoso su último cumpleaños humano
negándose a regresar con los suyos a la Tierra y
dando vida, con su muerte, a su avatar
Na’vi, el cual abre los ojos de par en par en el
plano que concluye la narración y deja así un
final abierto que permite soñar en nuevas y
trepidantes aventuras, muy en el estilo
decimonónico de las novelas por entregas.
Un western
político
La acción tiene lugar en el
siglo XXII, pero en cierto modo Avatar es
también un western con ecos fordianos de la
insobornable ética del deber. James Cameron
prolonga temáticamente en su film los ecos del
western proindio e interracial de los años
setenta –como Jeremiah Johnson (Sidney
Pollack, 1972) o Little Big Man (Arthur
Penn, 1970)– con una renovada puesta en forma de
los mismos. Como dice Ángel Quintana (Cahiers,
p.32), Avatar reinterpreta el mito de la
frontera, específico del western, y lo sitúa
entre lo real y lo virtual. El durmiente
despierto de Las Mil y Una Noches,
el príncipe Segismundo de La vida es sueño
y el Neo de Matrix (Andy Wachowski y
Larry Wachowski 1999) tienen asimismo en común
el vivir en la línea divisoria de dos mundos.
Avatar es, también, un
film político, incluso abiertamente panfletario
en una época como la nuestra, que en general
abomina entrar en el terreno resbaladizo de la
crítica antimperialista (no deja de ser
sorprendente que Avatar proceda de
Hollywood, cuyo objetivo casi siempre ha
consistido en “borrar” lo político o convertirlo
en pura propaganda). Aquí, incluso si los
villanos no están identificados formalmente como
yanquis, dos pequeños detalles del guión
permiten hacerlo. En uno de ellos el coronel
Quaritch, deseoso de recalcar los peligros a que
se exponen sus mercenarios en Pandora –alusión
explícita a los mercenarios que hoy matan por
dinero en Iraq–, les recuerda que aquello “no es
Kansas”. En el otro, el coronel alude a acciones
militares del pasado “en Venezuela”. Con
este guiño a nuestro propio presente, James
Cameron deja así entrever que no considera
descabellada la continuidad intervencionista del
imperio en el despertar bolivariano de América
Latina.
La tecnología
al servicio de la narración
Nuestra empatía con este
narrador de su propia historia y con el pueblo
Na’vi se reafirma en los efectos 3D. Cameron no
descubre aquí nada nuevo. Alfred Hitchcock en
Crimen perfecto (1954) –un film que, como
Avatar, sólo se aprecia en su plenitud al
verlo en tres dimensiones– ya puso de manifiesto
que las nuevas tecnologías deben hacer de la
sala el fuera de campo del texto
cinematográfico. El mundo de Pandora sale a
nuestro encuentro desde la pantalla, nos
proyectamos en él y proyectamos, a su vez, las
flechas de Neytiri en el cuerpo del villano.
Este film es, sin duda alguna, la prueba
definitiva de que la tecnología puede ser el
andamiaje suntuoso de una buena historia fílmica
y no únicamente un subterfugio para camuflar la
falta de talento narrativo, como sucede tan a
menudo en el cine actual, donde los efectos
sustituyen a los afectos en una suerte de
variación del film pornográfico, en el que los
espectadores esperan la “escena fuerte” mientras
permanecen sumidos en el aburrido trámite de un
relato meramente pretextual.
Fábula de nuestro tiempo,
Avatar revigoriza los poderes del séptimo
arte y reintroduce en él a esos cinéfilos que el
modelo clásico de representación había diseñado,
pero que en los tiempos actuales andaban
inmersos en el autismo del sofá ante la pantalla
televisiva o del ordenador. Acontecimiento
cinematográfico, sí, el film de James Cameron es
también un acontecimiento social.
A modo de
conclusión
Estamos de acuerdo con Jordi
Costa: Avatar no apela tanto a lo futuro
y extraterrenal como a las mitologías
fundacionales del western; y matizamos la
afirmación de Ángel Quintana, según la cual “Avatar
no plantea ninguna reflexión sobre cómo el 3-D
puede cambiar la expresión cinematográfica”,
porque –y ello se deduce de lo expuesto aquí
arriba– el film de Cameron desarrolla todas sus
estrategias de persuasión dentro de los límites
marcados por el clasicismo cinematográfico, el
modelo institucional de representación. Y nos
parece excesivamente categórico que Costa añada:
“Avatar es
El regador regado de un cine por venir”.
En los orígenes del
espectáculo cinematográfico, el fisiólogo,
cronofotógrafo, investigador y precursor del
cine Étienne-Jules Marey (1830-1904) reprochó a
los hermanos Lumière que sólo aprovechasen una
ínfima parte de su descubrimiento, que (para
él) era la menos interesante: la que asimilaba
la óptica de la cámara tomavistas al ojo humano.
Por su parte, hoy, el crítico catalán reprocha a
Cameron que no haya sido capaz de recrear en su
film un espacio alienígena que desafíe nuestra
intelección perceptiva. Ahora, más que nunca,
nos sentimos herederos del germinativo debate
teórico que sacudió los estudios fílmicos en la
Francia posterior a mayo del 68. Entre mayo de
1971 y octubre de 1972, Jean-Louis Comolli
publicó en Cahiers du Cinéma una serie de
seis artículos con el título genérico de
Technique et Idéologie, los cuales siguen
siendo una obligada referencia para entender
cómo se construye la impresión de realidad en el
cine, basada en el código de la perspectiva
artificial renacentista, a través de esa
aprehensión de la materialidad de
la forma, ya teorizada por Eisenstein en
1925.
La espectacularidad fílmica
de Cameron no se basa en la continua creación de
nuevos efectismos. Epígono del clasicismo, el
realizador utiliza la tridimensionalidad para
alcanzar la máxima identificación posible del
espectador con lo narrado. Comolli podría, tal
vez, añadir un nuevo capítulo a su serie, pero
creemos que aún falta por recorrer un largo
camino para llegar a una poética cinematográfica
del 3-D.
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