Coral Bravo
El Plural 7 de Enero de 2009
Como ciudadana demócrata convencida estoy harta de las repetitivas muestras de integrismo que se suceden a instancias de la jerarquía católica a favor, supuestamente, de la familia cristiana..., como si el resto de familias no tuvieran cabida en la sociedad española, y como si el resto de ciudadanos que no se avienen a ese modelo fuéramos apestados.
Como demócrata
convencida,
estoy harta de
tener que
soportar
impávida esos
ataques públicos
y reiterados
contra la
democracia ante
la actitud
pusilánime de
los políticos,
de las
instancias
públicas y de
una parte de la
sociedad que
parece resignada
a sobrellevar
como un mal
menor las
embestidas de
los
intransigentes.
Como demócrata convencida estoy harta de
comprobar cómo
una institución,
que se
auto-proclama
como salvadora
de las almas y
difusora del
amor al prójimo,
se dedica, por
el contrario, a
radicalizar y a
fanatizar a ese
prójimo y, de
paso, a promover
la crispación
social, en aras
siempre del
poder que no
quiere perder y
que pretende, al
parecer a toda
costa,
perpetuar.
Estoy harta de que se denominen demócratas
los que no lo
son. Porque los
que no respetan
otras ideas u
otras maneras de
entender la vida
que no sean las
propias no son
demócratas; los
que pretenden
imponer sus
premisas como
las únicas
válidas no son
demócratas; ni
tampoco los que
no ponen reparo
demócratas.
¿Qué dirían los altos cargos eclesiales si
en la Plaza de
Colón o en la de
Lima los
ciudadanos
escépticos y
racionales se
manifestaran a
bombo y
platillo, con el
beneplácito de
las autoridades,
financiados con
dinero público,
haciendo infame
proselitismo de
sus ideas y
desdeñando a los
que no las
siguen? Porque
argumentos
concluyentes los
hay, sin duda.
Las familias cristianas tienen todo el
derecho del
mundo a serlo.
Pero no tienen
ningún derecho a
pretender que el
resto de
familias lo
sean, ni tienen
el más mínimo
derecho a faltar
el respeto
democrático a
cualquier
ciudadano que
decida acogerse
al tipo de
convivencia
familiar que le
venga en gana.
De hecho, y para más datos, doy fe de que
las familias más
felices y plenas
que conozco
están compuestas
por individuos
libres que
permanecen
juntos, no por
ninguna
imposición
institucional,
ni dogmática ni
metafísica, sino
simplemente por
decisión
personal, por
afecto y por
amor, lo cual es
mucho más de lo
que muchas
familias
cristianas
desearían para
sus vidas.
Ni agnósticos, ni racionalistas, ni escépticos,
ni ateos tienen,
como colectivos,
derecho a
financiación
alguna por parte
del Estado. La
financiación de
la Iglesia por
parte del Estado
Español es una
herencia del
franquismo, del
Concordato que
firmó el
dictador con la
Santa Sede en
1.953; y las
retribuciones
económicas y las
prebendas de
todo tipo de que
es beneficiaria
la Iglesia en
base a ese
Concordato son
inmensas y
absolutamente
desproporcionadas
en comparación
con los países
de nuestro
entorno
democrático.
Por todo ello, la jerarquía católica
debería
plantearse el
avanzar por
líneas paralelas
al desarrollo
democrático de
la sociedad, y
defender su
postura desde la
moderación y
desde el respeto
al resto de
creencias y
posturas, pero
nunca situarse
en una posición
de radicalismo
que, lejos de
beneficiar a la
confesión
católica, la
aleja cada día
más de los
argumentarios
democráticos de
los ciudadanos
del siglo XXI.
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Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica